Aunque sabía del tema más que muchos investigadores, a Javier Valdez no le gustaba que lo presentaran como especialista en narcotráfico. Así se las gastaba. Bromista consigo mismo, aseguraba que un periódico había quebrado por contratarlo, o que un partido político había perdido su registro por andar postulándolo como su candidato a diputado.

Pero, aunque se negara a reconocerlo, Javier era un erudito en materia de crimen organizado. Conocía a profundidad sus entrañas, sus personajes, su trama asociativa, su historia, su manera de actuar, sus nexos con el poder. Curiosamente, desplegaba buena parte de esta sapiencia no en sus artículos y libros, sino en múltiples entrevistas en los medios de comunicación (electrónicos e impresos), conferencias y presentaciones de sus libros.

El corresponsal de La Jornada era muy cuidadoso con lo que escribía. Si acaso, publicaba 10 por ciento de la información a la que tenía acceso. En cambio, ante un auditorio, se permitía narrar historias delicadas o describir las telarañas del crimen organizado con mucho más soltura de la que hacía gala ante una página en blanco. Irreverente, lo hacía sin perder el rigor.

Su visión sobre el mundo de la delincuencia organizada era, a un tiempo, panorámica y local. Se asomaba a ella usando indistintamente un telescopio y un microscopio. Trazaba cartografías y taxonomías, documentaba la historia de las distintas generaciones de capos y dibujaba los esqueletos de las organizaciones criminales. Conocía de arriba abajo la historia del cártel de Sinaloa y sus rivales y socios, sus ramificaciones en América Latina y las operaciones de la DEA en territorio mexicano.

El fundador de Ríodoce no tenía dudas de que buena parte del Estado mexicano fue capturado por el crimen organizado. Tenemos –aseguraba– un gobierno corrupto subordinado al narcotráfico. Ya no es una sociedad con los narcos –como en el pasado–. Ya no se trata de un acuerdo con los narcos. Lo que hoy existe es que el narco está por encima de la autoridad, es el que manda.

Al Estado –advirtió en múltiples ocasiones y en distintos tonos– no le interesa la aplicación de la ley, no le interesa investigar. No le interesa que niños y jóvenes sigan siendo el alimento, el insumo, la fuerza de trabajo de los cárteles.

A partir de cientos de historias que documentó, elaboró un juicio muy severo sobre el Ejército y la Marina. Aunque reconocía que hay mandos que luchan contra los cárteles, no dudaba en señalar que existen grupos en las fuerzas armadas que trabajan para el crimen organizado, lo protegen y cubren sus operaciones. No sólo eso. Según él, la institución castrense es utilizada para acallar protestas sociales. Su historial de violación de derechos humanos es tan atroz que, en algunos casos, los militares son como delincuentes, pero con uniforme.

Parte de los nuevos políticos –explicaba– son producto del crimen organizado. Son su creación. Fueron financiados por los narcos, tienen negocios con ellos. Antes, el político iba con los criminales, los buscaba, les pedía dinero y ellos lo financiaban. Ahora no. Ahora el narco busca al político, lo crea, lo promueve, lo alimenta, lo nutre, lo hace candidato. Y, cuando ese político llega al gobierno, le ordena que ponga a tal persona en la policía y tal otra en tránsito, o en las secretarías de Seguridad Pública o de Gobierno, o en asuntos legales, o en los trámites de actas de nacimiento, o en el registro de la propiedad. Los cárteles mandan. Es, simple y llanamente, un narcogobierno.

Según él, el narco opera electoralmente ahora como lo hace el PRI. Acarrea, compra votos, presiona, amenaza, moviliza a sus bases y, si hace falta, ejecuta a sus rivales. Tiene el monopolio del crimen y de la vida lícita y lo utiliza para que sus candidatos ganen. Se trata –decía– de una clase política hija del narcotráfico, intolerante, peligrosa, sin cultura democrática, poderosa, pobremente preparada para el servicio público y el respeto a la legalidad, coludida con criminales de toda índole. Es la principal amenaza para el periodismo, porque no tolera la verdad.

Impactado profundamente por la desaparición de los 43 normalistas rurales de Ayotzinapa, el autor de Miss Narco concluía que la llegada de Enrique Peña Nieto a la Presidencia agravó las cosas. Ese PRI –decía– es el de las cacacumbas, de la represión, de los negocios, de las artimañas, de las mentiras. No es el PRI que con­certaba con el narco para tranquilizar la sociedad y ejercer la violencia bajo control. Es el partido que acuerda con los narcos para la represión. El de la sevicia, del uso de la violencia como acto de hegemonía propia de gobiernos totalitarios.

Según Javier, el narcotráfico floreció en México de la mano de los efectos del capitalismo (ese es el concepto que él utilizaba). Un capitalismo que ha generado una decadencia espantosa, ha pauperizado a los más necesitados, derrumbado los salarios, precarizado la educación, ha empobrecido a las familias y las ha desintegrado. El capitalismo en el narco se convirtió, en muchas regiones, en la única opción de movilidad social, de tener empleo; en la opción inevitable de muchos jóvenes, pues está con la gente, genera empleo, otorga becas.

Curiosamente –apuntaba el autor de Malayerba– se combate al narcotráfico con militares, armas, policía y espionaje, pero se deja intacto el lavado de dinero y las estructuras del poder financiero asociadas a este eslabón de la cadena.

Valdez cuestionaba los relatos estadunidenses sobre el mundo de las drogas, en los que se inflan y desinflan cárteles y capos. Los gringos –denunciaba– alimentan y destruyen a su antojo versiones en función de su economía de guerra, del dinero, del negocio, de los acuerdos que tienen con los grandes capos, con los grandes empresarios, los banqueros, los que lavan dinero. Así lo hicieron, por ejemplo, con el cártel Jalisco Nueva Generación, al que presentan falsamente como el más poderoso del negocio.

Hace un año, Javier fue arteramente asesinado. Su pérdida es irreparable. Seguimos esperando que se haga justicia.

Fuente: La Jornada

Por REDH-Cuba

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