La decisión del presidente Juan Manuel Santos de ingresar a Colombia en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) es una traición a su pueblo, que anhela el fin de una prolongada y sangrienta guerra, y también a la Patria Grande, declarada Zona de Paz en 2014 por las 33 naciones que integran la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).
Santos anunció la determinación de adherirse a la belicista e injerencista OTAN, bajo el bambollero calificativo de “socio global”, pocas horas antes de celebrarse el pasado domingo la primera vuelta de las elecciones presidenciales colombianas, lo que fue considerado otro golpe contra los Acuerdos de Paz en curso en su país, y un peligro para la distensión en este hemisferio.
Justificó esa descabellada postura alegando que tras “afiliarse” oficialmente, el venidero jueves 31 de mayo en Bruselas, a esa organización liderada por Estados Unidos y sus aliados europeos, la nación sudamericana “mejorará su imagen” internacional.
Con bombos y platillos dijo que Colombia se convertiría en el primer Estado de América Latina y el Caribe en pertenecer a la OTAN, como si fuera meritorio formar parte de una entidad militarista cuya historia es de invasiones, agresiones y crímenes de lesa humanidad.
Por supuesto que el mandatario omitió que en su país operan más de siete bases militares de Washington, y en lo adelante podría convertirse en un enclave desde donde se lleven a cabo agresiones imperiales contra naciones hermanas, y hasta en un polvorín de armas nucleares en Nuestra América, la única zona del mundo libre hasta hoy de esos pertrechos castrenses de exterminio masivo.
Obvió, claro, que él es firmante de los Acuerdos de Paz para Colombia alcanzados en 2016 en La Habana, Cuba, los cuales transitan por un sendero escabroso dada la actuación ambivalente del gobierno de Santos, y corren ahora más peligro con el ingreso de Bogotá en la OTAN.
Tampoco hizo la más mínima alusión a que él rubricó asimismo, con su puño y letra, la Declaración de Zona de Paz de Latinoamérica y el Caribe, adoptada en la II Cumbre de la CELAC celebrada en la capital cubana en 2014.
Pero su más reciente determinación sobre la OTAN, y con ella la traición confesa a sus compatriotas y a la América nuestra, era de esperar, a juzgar por su cotidiana actuación.
Santos no ha detenido los crímenes diarios y la persecución de líderes sociales y exguerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- Ejercito del Pueblo (FARC-EP), convertida en partido político tras el logro de los Acuerdos de Paz.
Menos aún se ha dispuesto a frenar el despojo de tierras a los campesinos, el paramilitarismo y el narcotráfico que tanto daño le han hecho a esa nación sudamericana, mientras figura entre los principales peones de Estados Unidos en la guerra abierta que le impone el imperio del Norte a la Venezuela Bolivariana.
El saliente presidente colombiano podría irse de La Casa de Nariño, sede del gobierno, por la puerta ancha, sin embargo por su conducta traicionera, lo tendrá que hacer discretamente como cualquier otro de sus predecesores, y de poco le servirá el Premio Nobel de la Paz que le concedieron, como similar le ha sucedido al exmandatario norteamericano Barack Obama.
Uno más al basurero de la historia.