Crecer con la amenaza de la violencia omnipresente
Introducción de Tom Engelhardt
Para los fabricantes de armas de fuego ha sido un año terrible. Después de que sus ventas cayeran un 27,5 por ciento en los primeros nueve meses de presidencia de Donald Trump, la venerable Remington ha presentado una solicitud de quiebra (sus directivos esperaban que la victoria de Hilary Clinton en 2016 asegurara un estallido en la compra de armas de fuego). Y Remington no es la única. Las ventas se han deteriorado en toda la industria de las armas. El stock de armas de la empresa está decayendo, los beneficios han caído, se ha iniciado la guerra de precios y las deudas corporativas están en aumento. Según las comprobaciones de antecedentes para la compra de armas de fuego, el primer mes de 2018 ha sido el peor enero desde 2012 (¡las 2.030.530 armas registradas ese mes disminuyeron en 500.000 en enero de 2016!). La “depresión Trump” en acción.
Los buenos viejos tiempos de los fabricantes de armas de fuego –ya sabéis, los tiempos en que un keniata musulmán estaba en la Casa Blanca y un número importante de incendiarios congresistas demócratas se disponían a cerrarle el grifo para siempre a la compra de armas de fuego en Estados Unidos mediante unas leyes draconianas– hace mucho tiempo que han pasado. Reina la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés); los republicanos controlan el Congreso; Trump gobierna; las leyes de control de las armas de fuego son algo propio de una galaxia lejana, muy lejana, y en el mundo todo está seguro, a salvo y bien.
O, planteado de otra manera, aquello que frecuentemente aparecía como comprar un arma por el “temor” ya no da solidez a la industria. Una señal de esto: en el pasado, los tiroteos masivos (el revuelo mediático que les rodeaba) eran el mejor aliciente para comprar más armas. Esas comprobaciones de antecedentes (que dan una buena medida de la venta de armas de fuego), por ejemplo, crecieron un 50 por ciento después de Sandy Hook, un 43 después de la matanza de San Bernardino y un 40 después de la masacre en el club nocturno Orlando Pulse. Pero después de la carnicería en Las Vegas del pasado octubre, en la que perecieron 58 personas y hubo varios centenares de heridos, disminuyeron en un 13 por ciento en comparación con octubre de 2016. E incluso la reciente escabechina en la escuela de Parkland, el debate sobre las armas que esta suscitó y las manifestaciones de jóvenes que le siguieron no parecen haber ayudado a aumentar la venta (al menos hasta estos últimos días).
Entonces, el miedo y las armas. Después de que Obama fuera elegido presidente y los demócratas entraran al Congreso se triplicó, la producción de armas de fuego en este país (y se duplicó la importación); mientras tanto, según estudios recientes, los hombres blancos que encajaban con cierto perfil –“preocupado por su capacidad de proteger a su familia, inseguro de su ubicación en el mercado laboral y acosado por miedos raciales”– hicieron acopio de armas rompiendo récords. Un arma de fuego, como informó uno de los estudios, les da la sensación de poseer una fuerza de orden en un mundo caótico”, pese a que es mucho más probable que esos hombres usen el arma en su propia casa para matarse o para asesinar o herir a un familiar en lugar de a un ladrón, un intruso o cualquier otra persona.
Pensad en un país lleno de armas de fuego en unas cantidades que deberían dejarnos helados, unas armas que a veces tienen la capacidad de herir gravemente como solo sucede en la guerra, no en nuestra casa. Después imaginad el miedo que en este país ha crecido desenfrenado en los últimos años y leed la reflexión que hace Frida Berrigan, colaboradora habitual de TomDispatch, desde su condición de madre, de hija de unos famosos pacifistas que se manifestaron contra la violencia y el armamento de todo tipo, y de un alma relativamente sana en un país en guerra consigo mismo.
–ooOoo–
Las armas de fuego en la vida cotidiana
Las armas de fuego. En un país en el que hay más de 300 millones de ellas, un país que hace poco tiempo ha sido testigo de una sucesión de manifestaciones para acabar con las matanzas en tiroteos, uno podría pensar que podría haber algo más de experiencia con ellas.
Casualmente, en mi vida solo una vez tuve un arma de fuego en mis manos; incluso la disparé. Creo que fue cuando cursaba décimo grado y estaba enamorada de un scout a quien le encantaba recrear situaciones bélicas de otros tiempos. En los fines de semana, él y sus amigos acampaban en las afueras de la ciudad, se quitaban el reloj pulsera para penetrar en el espíritu de la guerra de 1812 y se vestían con la ropa interior y los uniformes hechos en casa. Justamente, un fin de semana, yo estaba con ellos. De algún modo, mis padres pacifistas se habían dado de baja al permitir que su hija pasara un día con quienes representaban acciones de guerra. Alguien me prestó una capa de la época –marrón, de lana que picaba– que me iba muy mal. Las mujeres y las chicas pasamos una hora retorciendo trozos papel de periódico con pólvora negra. Yo bromeé diciendo que el papel de periódico no era de época –era del Baltimore Sun, de la semana anterior– pero nadie se rió.
Un hombre vino con un arma larga –una antigüedad– apoyada en el hombro para recoger algunas “balas”; es posible que él viera en mi rostro el terror que me producían las armas de fuego.
–¿Quieres probarla? –me preguntó.
–Sí, claro –le dije, dando un traspié y levantando la capa; yo trataba de actuar como si nunca hubiese llevado un distintivo con los rifles rotos de los pacifistas de la Liga Contra la Guerra en la ropa que me ponía cada día. Cuando cogí el pesado fusil con mis pequeñas manos, sentí la adrenalina en mi cuerpo. El hombre me mostró la posición en que debía ponerme, cómo debía apuntar y disparar. No había balas, solo mis rollos de papel con pólvora, pero el ruido fue terrible. Pegué un grito y a punto estuve de dejar caer el arma.
Y eso fue todo: el comienzo, el desarrollo y el final de mi historia de amor con las armas de fuego; duró menos de un minuto. Aun así, hubo un hormigueo en mis manos durante toda la tarde, y el olor de la pólvora estuvo en mi pelo durante varios días.
¿Tiene usted armas de fuego?
En estos momentos, uno de cada cuatro estadounidenses tiene un arma de fuego o vive en una casa en la que hay alguna. Entonces, es muy raro que ese día del final de los ochenta yo viera por primera vez un arma de fuego de verdad. Crecí en la zona céntrica de Baltimore, caracterizada por los problemas sociales. Trabajé en comedores populares y casas de acogida para personas sin techo en toda la Costa Este y me he hospedado en docenas de casas de los Trabajadores Católicos de todo el país – Providence, Camden, Syracuse, Detroit, Chicago, Los Angeles– todas ellas en barrios “duros”. Viví en Red Hook, Brooklin en mitad de los noventa, antes de que tuviera que pagar cuatro dólares por un café o un bollo de calabacín en la calle de Van Brunt, antes de que en el barrio hubiera un Ikea o un Fairway. Todas esas comunidades difíciles, esos lugares en las que el presidente Trump imagina constantes “matanzas estadounidenses” y nunca he vuelto a ver un arma de fuego.
Aun así, era obvio que la gente tenía cantidades sorprendentes de armas y las utilizaba de todas las formas –destructivas– posibles. Con la sensación de que estaban por todas partes más allá de mi imaginación, mi marido y yo empezamos a preguntar a los padres de los compañeros de nuestros hijos si tenían armas de fuego cuando nos encontrábamos con ellos. Fue después de una conversación con el padre de un compañero de clase de mi hijastra Rosena. El hombre nos telefoneó para planear la visita de su hijo después de la escuela. Hablamos de la logística y las alergias alimentarias; entonces, hizo una pausa. “Ahora, lo siento si esto os suena entrometido”, dijo, “pero siempre lo pregunto: ¿tenéis armas de fuego en casa?”. En su voz había tanta incomodidad como determinación.
Casi me atraganté al decirle, “¿No sabe quién soy?” En algunos sitios extraños, mi apellido –Berrigan– sigue siendo sinónimo de pacifismo activo y básica oposición a la violencia y las armas de todo tipo, incluso las nucleares. Pero probablemente ese señor ni siquiera conocía mi apellido y, de haberlo conocido, tal vez no le habría dicho nada. Él solo quería estar seguro de que su hijo no estaría en peligro; me sentí muy agradecida de que me lo preguntara, en lugar de suponer –sobre la base de nuestro Volvo, nuestra ropa de tiendas de segunda mano, nuestro sencillo estilo de vida– pudiera no estarlo en nuestra casa.
–Ya sabe cómo son los niños –me dijo después de que yo le asegurara que en nuestra casa no entraba un arma–, ellos se meten en todo.
Y la razón que tiene: los niños se meten “en todo”; sin duda alguna, es así como muchos de ellos acaban con una pistola en la mano o balas en el cuerpo.
–¿Les pregunta usted a todos si tienen armas de fuego? –inquirí a mi vez.
Me contestó que sí lo hacia y que si le respondían afirmativamente les preguntaba si esas armas estaban guardadas bajo llave, si las balas estaban en otro sitio aparte; en fin, todo eso.
–Le agradezco mucho. Creo que nosotros debemos empezar a hacer lo mismo –le dije al acabar la conversación. Y, ciertamente, desde entonces lo he hecho.
Con todo lo incómodo que puede resultar, es una cuestión que vale la pena plantear ya que dos millones de niños de este país viven en casas en las que las armas de fuego no están guardadas según criterios de seguridad. En lo que va de este año, 59 niños han resultado heridos en algún accidente con armas de fuego. En nuestro gran país, el promedio es que cada 34 horas un niño se encuentra involucrado en algún tiroteo accidental, a menudo con consecuencias trágicas.
El argumento clásico de la Asociación Nacional del Rifle, “las armas de fuego no matan personas; son las personas las que matan a otras personas” toma un sesgo mucho más cruel cuando se habla de un niño de siete años que mata accidentalmente a su hermano de nueve años con un revolver que encontraron mientras jugaban en una casa deshabitada vecina en Arboles, Colorado.
Dos semanas después de haber aprendido esta nueva habilidad de la vida parental en este nuevo siglo nuestro, mi marido Patrick telefonea a una madre para arreglar un encuentro nocturno de Rosena. Le escucho mientras trata de aclarar la cuestión de las armas de fuego. De sus respuestas, presumo que la señora está reconociendo que ellos tienen alguna. Después hay un largo e incómodo silencio que parece formar parte de la conversación antes de que Patrick diga finalmente, “Bueno, muy bien; gracias por ser tan sincera. Entiendo lo que me dice”.
Patrick cuelga y me mira: “Tienen armas para cazar y protegerse, pero están bajo llave y escondidas”, me dice. “La señora dice que los niños nunca han intentado coger las armas, pero comprende lo peligrosos que es eso” (en la voz de ella, él había notado un pedido de disculpas, vergüenza y preocupación de que debido a las armas pudiera no haber encuentro infantil).
Hice un gesto que quería decir, creo que Rosena no debería ir, y él respondió diciendo que pensaba que sí debería ir. Entonces, tuvimos una larga conversación con Rosena sobre lo que debía hacer y decir en el caso de que viera un arma de fuego. Ella fue a la fiesta y se lo pasó muy bien. Una lección de manejo de situaciones, de confianza en nuestra hija y de alivio… las armas no aparecieron. Y nosotros supimos algo más de nuestros vecinos y nuestra comunidad.
Cualquier cosa puede ser un arma de fuego
A mi hijo Seamus, de cinco años, una familia amiga le regaló una cesta de Pascua. Por supuesto, se alegró mucho con las golosinas e inmediatamente cogió el conejo de peluche, pero se puso loco de contento con lo que él llamó su nuevo “revólver de zanahoria”. Nada que ver con un arma de juguete; era una canastilla que lanzaba una pequeña bola cuando se apretaba un botón.
La idea de ese juguete era que cogieras la bola, la pusieras otra vez y volvieras a lanzarla. Peo no fue ese el juego que los niños jugaron. Muy pronto empezaron a lanzarse la bola uno al otro. Casi inmediatamente, la pequeña Madelaine, de cuatro años, empezó a acusar:
–¡Mamá, Seamus me está disparando con su revólver de zanahoria!
–Mamá, mamá –respondió él rápidamente–, es un juguete de mentira; no es un juguete de verdad.
Seamus hacia ruidos con la boca y ponía las manos como si sostuviera una auténtica arma de juguete prohibida. Para él eso era una diferencia importante. El 24 de marzo, Seamus había estado en la Marcha por la Vida en Boston y había gritado como el que más cantando “¿Qué queremos? ¡Control de las armas! ¿Cuando lo queremos? ¡YA!” durante cuatro horas.
Durante la marcha, él observó que los policías que dirigían el tránsito y el paso de la multitud llevaban una pistola en el cinturón.
–Ahí hay un arma de fuego, mamá, –no paraba de señalar–; ese policía tiene una pistola, mamá.
Una y otra vez, él notaba los medios pensados para matar; cuatro días después de ese gran desahogo de la militancia juvenil por el control de las armas de fuego, Stephon Clark fue fusilado en el jardín de su abuela en Sacramento, California. Los policías que le dispararon estaban buscando a alguien que había estado rompiendo las ventanillas de varios coches en el barrio y, en la oscuridad, dispararon 20 veces hacia donde estaba Clark. La autopsia independiente reveló que había sido alcanzado por ocho balas, la mayoría en la espalda. Resultó que él no llevaba más que un teléfono móvil, que evidentemente los agentes de policía lo confundieron con una barra, y que no les habría hecho daño desde tan lejos, incluso si lo hubiese usado como un arma.
Es posible que, del mismo modo que mi hijo de cinco años ve una, los policías vieran una pistola. Seamus puede convertir un palo o casi cualquier otra cosa –incluso esa cestilla– en un “arma de fuego”; es evidente que también eso puede hacer la policía. Hay agentes que han matado a hombres negros o a jóvenes que tenían una pipa, una lanza de manga de riego, un cuchillo… y sí, incluso una pistola de juguete.
¿Cuál es el origen de la violencia?
Parkland (17 muertos, 14 heridos). Newton (28 muertos, 2 heridos).Columbine (15 muertos, 12 heridos). En estos momentos, los tiroteos en escuelas son tratados como una parte estructural de nuestra vida. Se han convertido en un aspecto más de la arquitectura escolar, la formación administrativa, la planificación de la seguridad y la financiación de la ciudad y del estado. La expectativa de que ocurra algo terrible en las escuelas define la forma en que los niños de tres o cuatro años son introducidos en su cultura. Hoy en día, parte de la orientación de estos pequeños implica los ejercicios habituales llamados “protegerse en el sitio” y “escuela segura”.
En el preescolar de mi hija, se les dice que deben esconderse de los mapaches feroces, esos animales merodeadores, hombres o jóvenes blancos faltos de afecto que deambulan por las aulas con un arma de fuego. Como progenitores, debemos hacer algo más que aceptar ciegamente que esos traumáticos ejercicios están preparando a nuestros hijos para lo peor y ayudándoles a sobrevivir. Los niños son unos seres pequeños y vulnerables, y ahí fuera hay incontables peligros, tienen una posibilidad en 600 millones de morir en un tiroteo en su escuela. Pero a nuestro hijo le ponemos mucho más en peligro si, por ejemplo, escribimos un mensaje de texto en el móvil mientras conducimos después de haberle recogido a la salida de la escuela.
Después de cada episodio de violencia en una escuela –o en el mundo de los adultos: una iglesia, un club nocturno, un concierto, un cine, un teatro o un lugar de trabajo como el Centro Regional Interior de San Bernardino, o las oficinas centrales de Youtube– se suscita una catarata de “¿por qué?”. Los entendidos examinan la historia del violento agresor (salvo en el caso de Youtube, casi siempre es un muchacho varón), sus traumas y todo aquello que se podría llamar su salud mental. Hacen conjeturas sobre sus inclinaciones políticas, su odio racial y sus antecedentes étnicos. La búsqueda del porqué puede llevar a retorcidas elucubraciones sobre conducción temeraria combinada con rock duro, o videojuegos nihilistas, o acoso endémico –todas ellas muy bien podrían ser factores presentes en el impulso de matar a un número importante de personas desprevenidas– pero nunca avanzan ni profundizan lo suficiente.
Hay dos preguntas que con demasiada frecuencia quedan sin respuesta: ¿De dónde llegan las armas? ¿Cuál es el origen de la violencia?
En este país se fabrican y se venden armas de fuego de todo tipo y tamaño en extraordinarias cantidades, muchas más de las que puede absorber legalmente nuestra tierra saturada ya de ellas; así, miles de armas de fuego se mueven en el mercado semiclandestino y el negro. La realidad de este comercio se pone de manifiesto en México, donde el 70 por ciento de las armas de fuego incautadas en delitos cometidos entre 2009 y 2014 resultaron ser ‘Made in El Norte*’. Se estima que en nuestro país hay unos 300 millones de armas de fuego, lo que nos sitúa, por lejos, en el primer puesto mundial en la propiedad de armas; sería impensable que muchas de ellas se utilizaran para la “caza”. Son armas de guerra diseñadas para herir gravemente los miembros de un ser humano –solo eso–, como el fusil de asalto AR-15 que Nikolas Cruz, de 19 años, compro legalmente y empleó en su nefasto e indiscriminado tiroteo de Parkland.
En otras palabras, este país es un ‘cuerno de la abundancia’ lleno de armas de fuego que –seamos francos– no tienen absolutamente nada que ver con la Segunda Enmienda [de la Constitución de Estados Unidos].
¿Cuál es el origen de la violencia? Más arriba compartí con vosotros mi experiencia con las armas de fuego. Bien, permitidme que agregue a ello mi inexperiencia con la violencia. No sé qué es reaccionar en una fracción de segundo ante alguien que viene hacia mí con malas intenciones ni huir en una circunstancia así. Nadie jamás se ha acercado a mí con una pistola o un cuchillo, o una pipa, o una barra, o algo parecido, en plan de ataque. Y me considero afortunada por eso. En un país en el que –solo en 2016– 14.925 personas murieron en un suceso violento con armas de fuego y otras 22.938 utilizaron una para quitarse la vida, poder contarlo es algo importante.
Aun así, sé que soy fruto de la violencia (como también lo es, en mi propia familia, el impulso de manifestarnos para ponerle un freno): la violencia del privilegio de ser blanca, la violencia del colonialismo estadounidense, la violencia propia de una superpotencia global como es Estados Unidos… y eso no es algo desdeñable. Es mucho más fácil condenar a un descerebrado asesino múltiple que crecer en un mundo permanentemente amenazado por una violencia omnipresente.
Poder tiene que ver con no tener que decir “lo siento”, jamás; con no tener que rendir cuentas, jamás. Y eso raramente es solo una cuestión de agentes de policía disparándoles a hombres negros y jóvenes; tiene que ver con la forma en que este país se ha protegido del oprobio internacional mediante su milmillonario estado de seguridad nacional, unas fuerzas armadas que no tienen reparo alguno en dividir el mundo en siete “comandos” de Estados Unidos y un enorme arsenal nuclear capaz de destruir completamente este planeta.
Y no penséis que algo de esto es apenas una reflexión suscitada por la ampulosidad y brutalidad de Trump. La misma sensación de impunidad a nivel global estaba en la base de la cortés objetividad de Barack Obama, la heredada ignorancia de George Bush hijo, la afectada sencillez de Bill Clinton, la patricia elegancia de George Bush padre, el aura de cinematográfico encanto de Ronald Reagan y la versión sureña de lo mismo propia de Jimmy Carter. Estamos hablando de unos sistemas de armas diseñados para producir una dimensión del terror inimaginable para los asesinos émulos de Nikolas Cruze, Dylann Roof y Adam Lanza de todo el mundo.
¡Y ni siquiera hacen que nuestro entorno sea más seguro! Tanto dinero, tanto saber y tanto poder destinados al diseño y la disponibilidad de armas de destrucción masiva y, como país, continuamos siendo sorprendentemente vulnerables. Al fin y al cabo, en las escuelas, los hogares, las oficinas y los barrios de todo el país, somos asesinados por nuestros hijos, nuestros amigos, nuestros amantes, nuestros agentes de policía, nuestros puentes y carreteras en ruinas y nuestros ferrocarriles en mal estado. Y después, por supuesto, ahí están todas esas armas de fuego, unas armas hechas para matar. Incontables armas.
Entonces, ¿qué es en realidad lo que nos hace más seguros? Después de todo, en teoría, la gente compra ese poder de fuego que de otro modo solo emplearía en una guerra y promete lealtad a la maquinaria de guerra estadounidense corriendo detrás de una quimérica seguridad. Y aun así, a pesar de la clásica frase de la Asociación Nacional del Rifle –“La única forma de parar a un mal tipo que viene con un arma de fuego es con un buen tipo con una arma de fuego”–, ¿estamos realmente más seguros en una nación inundada de ese batiburrillo de armas para –en estado de pánico elemental– comprar algunas armas de fuego más? ¿Están de verdad mis hijos avanzando hacia una vida mejor cuando hacen esos ejercicios de acurrucarse en un rincón de un aula a oscuras muertos de miedo por la invasión de unos “mapaches” enfurecidos?
¿No pensáis acaso que la verdadera seguridad nada tiene que ver con que nos armemos hasta los dientes contra los demás –es decir, alejarnos del otro– sino con que nos unamos a ellos en la red de mutualidad que durante miles de años ha dado cohesión a las pequeñas y grandes sociedades? ¿No pensáis acaso que estaríamos mucho más seguros y mucho menos aterrorizados si admitiéramos y compartiéramos nuestra abundancia relativa para resolver las necesidades de los demás? En un mundo tan lleno de armas y miedos, ¿no debería nuestra seguridad involucrar la confianza y el valor, y ser siempre –para mejor– esta una tarea de nunca acabar?
En lo que mí concierne, estoy abordando esa tarea de nunca acabar en todas las formas posibles: con mis vecinos, mi ciudad, mi marido y, sobre todo, con mis hijos, educándolos sobre las marcas que deja la violencia y diciéndoles que todas esas armas solo nos conducen al infierno, sin proporcionar jamás la seguridad que prometen.
* En castellano en el original. (N. del T.)
Frida Berrigan , colaboradora habitual de TomDispatch , escribe en el blog Little Insurrections para WagingNonviolence.org , es autora de It Runs In The Family: On Being Raised By Radicals and Growing Into Rebellious Motherhood ; ella vive en New London, Connecticut.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176411/