Compartimos con los territorios que flanquean el mar Caribe los efectos devastadores de los huracanes, acrecentados ya por las consecuencias tangibles del cambio climático. Nos vincula, además, una historia común de coloniaje que contribuyó a la fragmentación lingüística y determinó la configuración de las estructuras económicas condenadas a la dependencia.

Por su historia y su geografía, Cuba —situada en la boca del Golfo de México— se extiende como un puente que ha contribuido a salvar las distancias que separaron durante un buen tiempo el destino de América Latina de las Antillas colindantes. En este orden de cosas, la contribución de la Revolución Cubana, mediante la puesta en práctica de una voluntad política y el ejercicio de una solidaridad internacional, ha sido decisiva.

La conciencia de la caribeñidad tiene entre nosotros un origen aún más remoto. En el siglo XVIII, la Revolución haitiana ejerció una influencia decisiva en nuestro devenir histórico. Tomamos el relevo de la rica colonia francesa y nos convertimos en proveedores de azúcar crudo para un mercado mundial emergente.

Para afrontar el enorme esfuerzo productivo, hubo que acudir al vertiginoso acrecentamiento de mano de obra esclava. En el tránsito de pocos años, un millón de seres humanos fueron arrancados de África bajo las condiciones brutales de aquellos barcos negreros cargados de hombres y mujeres, hacinados en el fondo de las bodegas. Sobre tan inicua explotación, se constituyeron las fortunas  de los hacendados y también las de aquellos que, al margen de la ley, se dedicaron a la trata. Por otra parte, de manera  subrepticia, fueron entrando en la Isla las ideas emancipadoras  que inspiraron el movimiento libertario del vecino país, aunque un extremo radicalismo juntaba, por primera vez, la noción de independencia con la de abolición de la esclavitud. José Martí  encontró en la isla vecina la mano tendida y el gesto solidario.

Con estos antecedentes, los intelectuales cubanos comenzaron desde fechas tempranas a volver la mirada hacia el Caribe cercano y, sin embargo, tan desconocido. Definir sus características era un modo de aprender a conocernos mejor, de irnos despojando del legado intelectual del coloniaje. Esas inquietudes fueron tomando cuerpo en la segunda década del siglo pasado. Con el apoyo de la antropología naciente por obra de Fernando Ortiz, los escritores y los artistas se entregaron al estudio de las fuentes originarias de la cultura nacional. Desplazaron la perspectiva eurocéntrica y advirtieron el sincretismo existente entre las tradiciones llegadas de España y la poderosa presencia de la contribución de origen africano, palpable en la música, el baile y el imaginario popular.

A la misma época corresponde la publicación de un texto que contribuyó a revelar las razones profundas de la unidad subyacente bajo la aparente heterogeneidad de lenguas, así como la delimitación de un territorio  que sobrepasa en amplitud el arco de islas que configuran las Antillas desde Cuba hasta Venezuela. Con Azúcar y población en las Antillas, Ramiro Guerra ponía de relieve el papel desempeñado por la economía de plantación en la formación de nuestros países. Había, por tanto, rasgos comunes que se extendían a la Luisiana, a la costa atlántica de la América Central y a zonas de Brasil, tan cercanas a nosotros en muchos aspectos del comportamiento cultural. Por su parte, el historiador cubano José Luciano Franco, tan olvidado en los días que corren, consagró una parte significativa de su obra al estudio de la Revolución haitiana.

Las fronteras impuestas por el coloniaje se fueron rompiendo poco a poco. Escritores y artistas se reconocieron e identificaron. Llegado los 40 del pasado siglo, Nicolás Guillén y Alejo Carpentier tuvieron la oportunidad de viajar a Haití. Cobró impulso un intenso intercambio en el que habrían de participar autores de la talla de Jacques Roumain y del martiniqués Aimé Césaire. Para Carpentier, la estancia en el país vecino, el choque con la realidad concreta de su legado monumental, con las expresiones del vodú y con los antropólogos que abordaban con mirada lúcida el entrecruzamiento de mitos e historia, determinó un vuelco decisivo en su creación  literaria.

Desde El Reino de este mundo, el Caribe habrá de ser una de sus obsesiones recurrentes. Los huracanes, el rebote de la Revolución francesa, el rescate de una naturaleza pródiga  en los mares y tierras desde Guadalupe hasta las Guayanas recorren El siglo de las luces. De ese modo, una visión integradora  se contrapone a la fragmentación heredada del coloniaje.

La contribución de Cuba a la toma de conciencia de la realidad caribeña ha sido fundamental. Por ello, la reciente reunión en La Habana de la Asociación de Estudios del Caribe constituyó un justo reconocimiento a la obra  cumplida. Implica un compromiso para seguir trabajando en esa dirección.

Por REDH-Cuba

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