Discurso pronunciado por Miguel M. Díaz-Canel Bermúdez, Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, en el acto político-cultural por el Aniversario 150 del inicio de las luchas de independencia, en La Demajagua, Granma, el 10 de octubre de 2018, “Año 60 de la Revolución”
Compañero General de Ejército Raúl Castro Ruz, Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba;
Compatriotas:
Estamos otra vez en La Demajagua, el lugar donde con mayor suma de sentimientos patrios, podemos decir: Somos Cuba.
Somos Cuba: ustedes, nosotros, la historia y este paisaje formidable, que parece un lienzo de la nación, con el mar y la montaña al fondo y en el centro, los viejos hierros del ingenio abrazados a un poderoso jagüey.
Según la leyenda, que es la versión poética de la historia, ningún artista levantó este monumento (Muestra). Fue obra de la naturaleza.
Después del alzamiento, en un acto de ridícula impotencia, tropas españolas incendiaron el lugar; y pasó el tiempo, y pasó por entre la rueda del viejo molino de caña el jagüey que eterniza el acontecimiento.
Es imposible llegar a este sitio y no emocionarse frente a tal misterio. Uno más entre los muchos que nos acompañan desde que se empezó a pelear por Cuba libre.
Hoy venimos a pedirle permiso a la historia para entrar en uno de sus recintos sagrados, a rendir culto a quienes nos dieron nación y a quienes la rescataron después, sin tomar para sí más que los sacrificios.
Es bello y a la vez sublime este sitio, porque aquí Carlos Manuel de Céspedes levantó el alma de un pueblo recién nacido contra la metrópoli que lo tiranizó por más de tres siglos y declaró libres y ciudadanos a todos, sin distinción de raza o sexo, socavando para siempre las carcomidas bases de una sociedad esclavista y patriarcal.
Es legítimo reverenciar el suelo por donde cabalgaron juntos, bajo un torrencial aguacero, el antiguo amo y los que hasta ese día fueron sus esclavos.
Aquí nació hace 150 años, la Revolución Cubana y aquí, un siglo después, Fidel marcó su carácter único, desde el 10 de octubre de 1868 hasta nuestros días.
También conmueve pensar que esta campana, tañida aquel día glorioso para decretar por primera vez iguales derechos a todos en Cuba, en 1947 la tomaría en sus manos para sacudir la conciencia nacional, un joven estudiante, el mismo que volvería en 1968, ya convertido en el líder revolucionario Fidel Castro Ruz, para darnos una insuperable lección de historia.
El 10 de Octubre de los cien años es otro acontecimiento digno de celebrarse. Ese día, el nombre de Carlos Manuel de Céspedes adquirió significados más profundos como Padre de la Patria.
Hasta entonces, la conocida frase de que sus hijos eran todos los cubanos, al negarse a entregar las armas a cambio de la libertad de Oscar, era la explicación de la escuela básica cubana para que le llamáramos Padre.
Nos faltaban los poderosos argumentos del significado para Cuba de sus primeros actos libertarios, un tema que siempre se debatió mucho entre académicos, pero no en los discursos de efeméride o en los libros escolares.
Las reflexiones de un apasionado de la historia como Fidel, fueron, aquel día, más que discurso, una sensible invitación a revisitar con el corazón y la mente definitivamente libres de viejas lecciones importadas y reduccionistas, el dramático curso del proceso iniciado cien años antes, en este valle —tan próximo al pantano por donde él mismo reingresaría al país, en 1956, con la expedición destinada a rescatar la Revolución frustrada por la intervención extranjera— y a la vista de las montañas, donde la generación del Centenario pelearía otra vez por la independencia, con la misma entrega que los fundadores de la nación.
He repasado muchas veces las palabras de Fidel en aquella velada solemne y apenas he podido entresacar frases que marquen su trascendencia histórica. Todas son trascendentes y conservan una vigencia que estremece, a pesar de que fueron pronunciadas cuando la mayoría de los reunidos hoy aquí no estaban nacidos y nosotros éramos estudiantes de primaria.
Los de más edad seguramente recordarán ese día, también lluvioso, según el propio Fidel dejó dicho. Y no dudo que todos conozcan que fue aquí y entonces cuando dijo: “…en Cuba ha habido una sola revolución: la que comenzó Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868. Y que nuestro pueblo lleva adelante en estos instantes”.
Recordarlo, sin embargo, no basta. Hay que invitar a nuestros hijos y nietos, a los estudiantes de hoy, a desentrañar el significado de aquella frase con la que comienza el primer análisis político público del capítulo más trascendente de la historia nacional.
Empecemos por la valoración que hace de las decisiones de Céspedes. Dice Fidel: “…la historia de muchos movimientos revolucionarios terminó, en su inmensa mayoría, en la prisión o en el cadalso.
“Es incuestionable que Céspedes tuvo la clara idea de que aquel alzamiento no podía esperar demasiado ni podía arriesgarse a recorrer el largo trámite de una organización perfecta, de un ejército armado, de grandes cantidades de armas, para iniciar la lucha…
“…la historia de nuestro pueblo en estos cien años confirma esa verdad axiomática: y es que, si para luchar esperamos primero reunir las condiciones ideales, disponer de todas las armas, asegurar un abastecimiento, entonces la lucha no habría comenzado nunca…”.
Ante los enormes desafíos de la Cuba actual, condenada por el bloqueo norteamericano a una escasez de recursos materiales que hacen parecer imposible la prosperidad, resulta un imperativo retomar aquel análisis de Fidel en 1968.
Frente a la realidad de aquel primer día de ser cubanos, idea que entonces se reducía a unas decenas de hombres, casi todos desarmados y empapados por la lluvia, se revela el poder extraordinario de un ideal revolucionario. En lugar de esperar mejores tiempos, los alzados en La Demajagua se lanzaron eufóricos a hacer una revolución que les costaría, al primer instante, todo el capital que poseían, cuando no la propia vida.
Quienes ven su suerte o la del país a través de sus posesiones, dirán: “Lo perdieron todo”. Sólo quienes creen en la Patria, entenderán lo verdadero: “Nos lo dieron todo. Hasta lo que no tenían: la libertad”.
Desde entonces sabemos que sí es posible vencer partiendo de cero, a veces sin más armas que la moral y el patriotismo. Y que de la lucha bajo las peores circunstancias proviene el enorme caudal de coraje y resistencia que ha convertido al pueblo cubano en lo que somos: una nación soberana, independiente y orgullosa de su historia, algo que no pasa de ser un sueño por conquistar para muchas naciones de nuestra región y del mundo.
La decisión de Céspedes de liberar a los esclavos, que no encontraría consenso entre todos los alzados hasta el año siguiente en la Asamblea de Guáimaro, es otro acto, que en sus palabras en 1968, Fidel califica como radicalmente revolucionario.
Con el, otra vez Céspedes se adelantó a sus contemporáneos y quizás fue entonces y no luego, cuando ganó el título de padre de todos los cubanos.
Porque la nación nueva no podía desentenderse de una de sus grandes fuerzas: los hijos de los hombres y mujeres, emigrantes africanos por la fuerza del látigo y del poder colonial, cuyos descendientes alcanzarían los más altos grados en la guerra por la independencia y en la dignificación del ser nacional, como probaría lo largo de su ejemplar vida, Antonio Maceo, aquel que en Baraguá, al decir de Fidel: “…salva la bandera, salva la causa y sitúa el espíritu revolucionario del pueblo naciente de Cuba en su nivel más alto…”.
Somos Cuba decimos otra vez al invocar al más bravo de los guerreros, al mestizo, hijo de león y leona, que no se conformó con las glorias del jefe mambí más temido por sus adversarios y llenó el libro de su vida con páginas de tal dignidad, que, al repasarlas hoy, se nos hace más justa y más necesaria la persistente demanda del General de Ejército Raúl Castro Ruz, de proteger y estimular aquel legado humanista de Céspedes que puso al hombre negro al lado del hombre blanco y no detrás. No a su servicio, sino como su igual.
Ciudadanos les llamó enseguida, sin hacer distinciones. Heredera de esa primera ley que, aun sin escribirse, ya dignificó al ser humano en medio de la manigua, nuestra Asamblea Nacional, poder supremo de la nación, lleva hoy y deberá llevar siempre, los colores que hicieron invencible a Cuba. Negros, mulatos y mestizos le hacen tanta falta al país de nuestro futuro como le dieron gloria al país de nuestro honroso pasado.
Compatriotas:
En igual fecha que la de hoy, casi 20 años después del alzamiento de La Demajagua, en un acto con los emigrados en Nueva York, un José Martí, exaltado por las emociones de un auditorio de patriotas cubanos, decía:
“Esta fecha, este religioso entusiasmo, la presencia (…) de los que en un día como éste abandonaron el bienestar para obedecer al honor (…) los que cayeron sobre la tierra dando luz, como caen siempre los héroes, exige de los labios del hombre palabras tales que cuando no se puede hablar con rayos de sol, con los transportes de la victoria, con el júbilo santo de los ejércitos de la libertad, el único lenguaje digno de ellas es el silencio. No sé que haya palabras dignas de este instante”.
Siente entonces uno la necesidad de callar cuando, leyéndolo, escucha a Martí. Si el dueño de las palabras considera que no existen las que merecen decirse, quién se atrevería a hablar. Pero el propio Apóstol nos dejó en ese discurso una guía para no quedar en silencio, al preguntarse: “¿Por qué estamos aquí? ¿Qué nos alienta, a más de nuestra gratitud, para reunirnos a conmemorar a nuestros padres?”.
Y nuestra generación responde: Si en 1968 fue la necesidad de analizar la historia a la luz de los conceptos marxistas, para ponerle todos los laureles que le habían escamoteado los interventores, hoy esa misma historia nos está exigiendo repasos y aprendizajes, indispensables para el tránsito hacia una nueva etapa de la misma Revolución que no ha cesado 150 años después.
Los dos años 68 que nos preceden, están cargados de lecciones y del primero al otro ha ido modelándose el país que hoy somos.
Decía Fidel en 1968 que, si no entendemos el proceso histórico de la Revolución, “no sabremos nada de política”. Y nos convocaba a conocer y estudiar la historia. ¿Por qué, para qué?, podrían preguntarse los ingenuos o los que creen que las subjetividades no pesan en los destinos de un país. Pues bien, por las mismas razones que nuestros adversarios nos han pedido pasar página y olvidar la historia.
Porque ahí están las claves de todas nuestras derrotas y fracasos, que los hubo y muy dolorosos, a lo largo de 150 años de luchas. Pero también están las claves de la resistencia y de las victorias.
La escuela cubana, en todos sus grados y niveles, tiene el deber inexcusable de estudiar este capítulo de nuestra historia a través del discurso de Fidel en 1968, junto a otros dos, inseparables de aquel: el del 13 de marzo de 1965, en la escalinata de la Universidad de La Habana y el del 11 de mayo de 1973, en Jimaguayú. En esa tríada magnífica, digna del extraordinario intelectual y orador que la hizo, se puede beber, como en ninguna otra fuente, el valor de la unidad y entender el sentido profundo de la breve frase que hemos escogido para identificarnos en redes sociales y otros espacios que la comunicación actual impone: Somos Cuba.
Cuando el 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes lee su vibrante manifiesto a “compatriotas y a todas las naciones”, está sentando principios invariables, que hacen de la Revolución un hecho único y continuo:
“Cuba aspira a ser una nación grande y civilizada, para tender un brazo amigo y un corazón fraternal a todos los demás pueblos, y si la misma España consiente en dejarla libre y tranquila, la estrechará en su seno como una hija amante de buena madre; pero si persiste en su sistema de dominación y exterminio segará todos nuestros cuellos y los cuellos de los que en pos de nosotros vengan, antes de conseguir hacer de Cuba, para siempre, un vil rebaño de esclavos”.
Cambiemos en esas palabras el nombre de España por el de la potencia contemporánea que por 60 años ya, nos acecha, y encontraremos la solución y la posición invariable en el destino elegido. La Revolución es la misma.
Y también son idénticos los desafíos: un asedio imperial desde afuera; una vocación anexionista de unos pocos desde dentro —de los que no creen que la Patria pueda levantarse con sus propias fuerzas— y como única salvación: la unidad.
Martí y Fidel lo vieron y advirtieron, cada uno en su tiempo. Ambos aprendieron, de la historia precedente, que sólo la desunión ha podido contra la nación.
Actualmente, cuando entre todos discutimos con qué traje vestir al modelo de sociedad que nos debemos, es imprescindible pensar en Céspedes, en los hombres y mujeres que a su lado se convirtieron en próceres y en todo lo que frustró sus sueños, tan cercanos a los nuestros. El quiebre de la unidad fue siempre la causa fundamental de las pérdidas y los retrocesos.
Un siglo después del nacimiento de Martí, emergió en el horizonte histórico de Cuba, la generación que reivindicaría su noble aspiración de reagrupar y unir a los defensores de la continuidad de la Revolución. Hablo de nuestra generación histórica, venerable vanguardia que jamás se apartó de su responsabilidad y compromiso con los humildes.
Hoy aquí, los hijos más jóvenes de la Patria han ratificado el mensaje a las nuevas generaciones que expresa nuestra firme determinación de que no claudicaremos, no traicionaremos y no nos rendiremos jamás.
Asumamos como nuestras y como firme decisión de continuidad, las palabras de Fidel, aquel 10 de octubre de 1968: “Porque este pueblo, igual que ha luchado cien años por su destino, es capaz de luchar otros cien por ese mismo destino”.
Compatriotas:
Hemos luchado 150 años y seguiremos luchando hasta la victoria siempre.
¡Viva Cuba Libre! (Exclamaciones de: “¡Viva!”)
¡Gloria eterna a Carlos Manuel de Céspedes! (Exclamaciones de: “¡Gloria!”)
¡Viva el 10 de Octubre! (Exclamaciones de: “¡Viva!”)
¡Viva el heroico pueblo cubano y sus centenarias luchas! (Exclamaciones de: “¡Viva!”)
¡Vivan Fidel y Raúl! (Exclamaciones de: “¡Vivan!”)
¡Socialismo o Muerte!
¡Patria o Muerte!
¡Venceremos! (Ovación).