Entrevista a Atilio A. Boron sobre El hechicero de la tribu (y II)

Nos habíamos quedado en este punto. Cita usted en la Introducción un comentario de César Gaviria, el que fuera secretario general de la OEA. Es este: “A veces al leer a don Mario tengo la impresión de que su capacidad de análisis político es proporcionalmente inversa a sus logros literarios, y debería oír con más frecuencia el refrán que a todos nos enseñaron de chicos: ‘zapatero a tus zapatos’”. ¿Le parece correcta esta observación del señor Gaviria?

Si, muy acertada y por eso la cito. Aunque introduciría un matiz: a menudo no es tanto que sus análisis sean inadecuados por su ineptitud sino por el sesgo ideológico que enturbia todas sus intervenciones públicas en calidad de ensayista o comentarista político. Por supuesto, su instrumental analítico es limitado, pero su crítica biliosa a todo lo que huela a colectivismo, socialismo, marxismo, comunismo o populismo empobrece inevitablemente cualquier tentativa de análisis. En el caso concreto del populismo VLl lo ha erigido en el mayor enemigo de la democracia, una vez desaparecida la “amenaza comunista”. Según lo afirma el populismo es “la política irresponsable y demagógica de unos gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente efímero. Por ejemplo, estatizando empresas y congelando los precios y aumentando los salarios, como hizo en el Perú el presidente Alan García durante su primer gobierno.” (cf. La Nación, Buenos Aires, 6 de Marzo de 2017). En las ciencias sociales latinoamericanas, en cambio, el populismo no se reduce a una actitud del gobernante: “irresponsable y demagógica”, sino que es como una situación estructural caracterizada como un “empate de clases” o, según otros, un “equilibrio catastrófico” de fuerzas sociales en pugna. Fue precisamente este rasgo el que motivó que algunos marxistas latinoamericanos utilizaran como fuente de inspiración para el estudio de este novedoso fenómeno las reflexiones de Marx sobre el bonapartismo francés, las de Engels sobre el bismarckismo alemán, las de Trotsky sobre algunas experiencias históricas de la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial y las de Gramsci sobre los cesarismos “regresivos” y “progresivos.” En otras palabras, tanto unos como otros al referirse al populismo apuntaban a un momento especial en la historia de nuestras sociedades en donde las nuevas clases populares emergentes, aliadas a sectores subordinados dentro del bloque dominante (como la burguesía industrial, p. ej.) y a ciertas categorías sociales como las fuerzas armadas o la burocracia, rompían el equilibrio tradicional del Estado oligárquico e inauguraban una nueva fase en el desarrollo de la sociedad. La forma estatal que plasmó esta nueva correlación de fuerzas se caracterizaba por un “doble empate social”: por una parte, entre las masas populares de reciente movilización y los sectores hegemónicos de la coalición populista (la burguesía y sus aliados en las fuerzas armadas y el aparato estatal); por otra parte, un empate esta coalición y los tradicionales detentadores del poder político, económico y social, subsumidos en aras de la brevedad bajo el nombre de “oligarquía”. Doble empate, por ende, porque los nuevos sectores obreros no pudieron sobreponerse a la “dirección burguesa” en el seno del movimiento y del Estado populistas y, por otro lado, porque esta coalición fue incapaz de quebrar la espina dorsal del ancien régime mediante una reforma agraria que debilitara irreversiblemente el poderío de los dueños de la tierra y abriera paso a una nueva era industrial. Desde esta perspectiva estructural nada tiene que ver con las ocurrencias de VLl y fue una fase transicional de la historia de algunos países latinoamericanos que se extendió entre el ocaso de la dominación oligárquica y el ascenso y consolidación de un nuevo bloque dominante hegemonizado por el capital transnacional, una vez producida la derrota del proyecto de desarrollo nacional-burgués, que se hundió porque esta burguesía jamás tuvo entre sus planes oponerse al imperialismo para darle aire a su propio proyecto de desarrollo nacional. Fue por eso que el Che decía que más que “nacional” esa clase debía tener como adjetivo la palabra “autóctona”. Ahora bien: ¿Qué tiene que ver toda esta teorización con las opiniones del novelista peruano, para quien cualquiera que se aparta de lo que él considera como propio del liberalismo sería populismo? La respuesta es: nada. Donald Trump, Marine Le Pen, Viktor Orban en Hungría y Beata Szydlo en Polonia ejemplifican el caso de líderes o gobiernos son “populistas” por sus estilos de hacer política o sus orientaciones en relación al tema de los migrantes y los extranjeros, o por su exacerbado chauvinismo, pero en ningún caso son expresión de un empate de clases o una situación estructural en donde las clases dominantes del capitalismo se encuentren bajo asedio. En VLl el “populismo” es cualquier actitud o política que cuestione la libertad de los mercados, la previsibilidad de su funcionamiento, la serenidad que exigen los capitalistas para decidir de modo eficiente dónde y cuándo invertir. Y, por supuesto, cualquier actitud o política que rechace las imposiciones del imperialismo norteamericano, un pecado mortal para el hispano-peruano. Para otros, como Ernesto Laclau, por ejemplo, la palabra “populismo” perdió todo significado estructural para quedar reducida a la sola idea de la confrontación “amigo-enemigo” como rasgo definitorio de toda vida política. Por eso el pudo afirmar en varios de sus escritos que eran tan populistas Uribe como Chávez, o Mao como Perón. Va de suyo que ninguna de estas interpretaciones actitudinales, psicologistas o superestructurales (¡perdón por aludir a una palabrota expulsada de los medios académicos donde impera el “buen pensar” al que se refería Alfonso Sastre!) arrojan luz alguna para comprender la dinámica económica o política del capitalismo contemporáneo.

Sólo para dejar planteada otra crítica: no es más acertada la caracterización que VLl realiza sobre otra de sus “vetes noires”: el nacionalismo. Colocar en un mismo casillero teórico a procesos tan disímiles como el de algunos países latinoamericanos (Cuba, Venezuela, Bolivia, el Ecuador de Correa, Bolivia, Nicaragua y, más recientemente, el México de López Obrador) y equipararlos con el nacionalismo catalán o vasco, en el caso de España, cuyos líderes, por lo que se vislumbra desde este lado del Atlántico, no están precisamente animados por un incontenible fervor antiimperialista, revela los extravíos a los que puede conducir el desprecio por la reflexión teórica y el análisis concreto, y su reemplazo por un seductor juego de palabras que nada explica pero que, al confundir, favorece los intereses más conservadores de la sociedad.

Ha escogido como hilo conductor de su aproximación crítica a la obra del Marqués su último libro, La llamada de la tribu. ¿Por algo en especial? ¿Le parece más relevante para su deconstrucción que otras obras del autor como, por ejemplo, El pez en el agua?

Sí, sin duda. Claro está que La llamada de la tribu no es el único libro autobiográfico de VLl. Tal como usted dice El Pez en el Agua también lo es, en un cierto sentido, como también su deliciosa novela La Tía Julia y el Escribidor. Pero hablando de ensayo, el El Pez en el Agua, publicado en 1993, es un libro de memorias cuya primera parte narra sus recuerdos de niño y adolescente y la segunda su frustrada apuesta por ser elegido presidente del Perú en 1980, cuando fue vapuleado por Alberto Fujimori. Sólo que a diferencia de La Llamada no hay en aquél una referencia puntual y detallada a quienes fueron los mentores ideológicos de su conversión. En todo caso esta multiplicación de textos autobiográficos dan un indicio del desmedido narcisismo del narrador peruano. Puedo equivocarme pero en principio no conozco otro autor que haya escrito tanto sobre sí mismo. Ahora bien, a diferencia de estos títulos La Llamada no sólo es un texto autobiográfico que revela su pasaje desde un marxismo de raíz sartreana a la derecha radical e imperialista sino que, cosa que no hizo en ningún de sus escritos, su autor presenta, uno por uno, a quienes fueron los pensadores que lo tomaron de la mano, como Beatriz al Dante, y lo llevaron del infierno del marxismo sartreano al Paraíso (¿o al purgatorio?) del liberalismo. En ese libro repasa a sus tutores, comenzando por Adam Smith, instalado en las alturas de la Ilustración escocesa para, desde allí, iniciar un descenso vertiginoso que culmina en el fango en el que medraba Jean-Francois Revel, un vulgar panfletario al servicio de la CIA, con estaciones intermedias en la obra de Ortega y Gasset, von Hayek, Popper, Aron y Berlin. Por eso La Llamada es una obra especial porque a diferencia de todos sus demás escritos en ella el novelista tiene la cortesía de presentarnos a sus tutores y guías ideológicos. Y al hacerlo no puede ocultar la precariedad de su fundamentación, la tergiversación en la que incurre –que llega a niveles escandalosos en el caso de Adam Smith- y la insanable inconsistencia teórica e histórica a la vez de la tesis central de su libro y de toda su obra propagandística, a saber: que sin liberalismo no hay democracia, y que nada que se llame así lo es de verdad si no cultiva las virtudes del libre cambio y el libre mercado. Abordo este tema, con mucho detalle, en el último capítulo de mi obra.

Sigue manifestándose muy crítico de la obra de Negri y Hardt. Escribe, por ejemplo, “…o en una abstrusa metafísica de lo social como lo hicieron Michael Hardt y Antonio Negri con su gaseosa teoría de un imperio que ya no es imperialista”. ¿Sigue estando muy alejado de sus últimas aportaciones? ¿Por qué han tenido y siguen teniendo tanto éxito e influencia entre sectores de la izquierda no sólo europea o usamericana?

Por la fenomenal desorientación que impera en la izquierda europea y usamericana y, en no menor medida, latinoamericana. Sólo a partir de esa lamentable confusión, madre de tantas derrotas políticas, puede entenderse este verdadero retruécano de un imperio que no es imperialista. Y este verdadero absurdo ha ejercido un impacto profundamente negativo sobre las fuerzas políticas y los movimientos sociales de todo el mundo. Es una lástima que un autor como Antonio Negri, que décadas atrás fue expresión de un marxismo refinado y fiel a su vocación de ser un instrumento para la transformación del mundo, se haya convertido en una expresión más de lo que Perry Anderson denominara “el marxismo occidental”. Es decir, un marxismo convertido en una narrativa inofensiva, pseudo-filosófica (porque tengo un profundo respecto por la filosofía del materialismo histórico), que en su extravío termina aportando a la dominación del capital a escala mundial al remover del horizonte de visibilidad de las masas populares la crucial cuestión del imperialismo.

En el apartado “Entre la historia y una urgente epifanía” recuerda la labor de algunos marxistas fallecidos en estos últimos años. Entre ellos, Manuel Sacristán ¿Le llegó a conocer? ¿Qué opinión le merece la obra del que fuera traductor de El Capital y autor de “Panfletos y materiales” y de Introducción a la lógica y al análisis formal?

Desgraciadamente no tuve la suerte de conocerlo personalmente. Sé que fue uno de los grandes marxistas del siglo veinte, con una obra creativa y esencialmente refractaria al dogmatismo prevaleciente en su tiempo y que, además, fue también un organizador y un promotor del pensamiento crítico no sólo en España sino en todo el mundo hispano-parlante. Pero desgraciadamente, y esto refleja un preocupante colonialismo cultural en el seno de la izquierda, se conoce mucho más al marxismo francés o al anglosajón que a la obra de un pensador original y punzante como Sacristán que habla y escribe en nuestra lengua. Es un lastre que aún nos hace mucho daño en Latinoamérica. Y no sólo ocurre con don Manuel sino también con algunos de los mayores marxistas de nuestra región que son apenas marginalmente conocidos entre los cuadros y la militancia de la izquierda. Ni siquiera el gran José Carlos Mariátegui se salva de este infortunio, para ni hablar del argentino Aníbal Ponce, el cubano Julio Antonio Mella. Y entre los más recientes, del hispano-mexicano Adolfo Sánchez Vázquez, autor de numerosos libros sobre estética y marxismo y filosofía política que son una fuente imprescindible para la formación de cualquier marxista en Nuestra América.

Al final de su Introducción, señala usted que el marqués “introduce, a lo largo del libro, las nociones estereotipadas que el pensamiento burgués promueve acerca de la buena sociedad, al democracia y el imperio de la libertad”. ¿No hay entonces aportaciones originales del autor de Pantaleón y las visitadoras en estos ámbitos? ¿Lee a su manera, interpreta, resume y nos cuenta con prosa brillante lo ya sabido?

Definitivamente es así. No hay una sola idea original en su libro. Es más, diría que inclusive en el ámbito del universo teórico del liberalismo hubo autores que, en la segunda mitad del siglo veinte, produjeron algunas innovaciones teóricas que sólo a partir de la ignorancia pueden ser descartadas. Me refiero, entre otros, a la obra del filósofo de Harvard John Rawls, que he examinado en detalle hace ya varios años y que en su notable Teoría de la Justicia (1971) introduce una serie de argumentos a favor de un igualitarismo radical que, en su extremo -al cual empero Rawls no llega- termina impugnando la legitimidad histórica de la sociedad burguesa. El profesor de Harvard fue, a mi juicio, la cumbre del pensamiento liberal a lo largo del siglo veinte y esa latente impugnación del capitalismo es lo que explica el cuidadoso ocultamiento sufrido por su obra, por contraposición a la sobreexposición que disfrutaran los liberales tradicionales, absolutamente fieles a las premisas de la sociedad burguesa, como von Hayek o Popper, sin ir más lejos. Rawls establece una inescindible vinculación entre justicia y equidad que es inaceptable para la ideología burguesa y para los defensores de la dominación capitalista. Uno de sus tesis centrales afirma que la justicia “es la virtud primera de las instituciones sociales” y no la libertad de mercado como afirman los divulgadores contemporáneos del liberalismo. Este autor también escribió posteriormente otra obra que ningún estudioso o divulgador serio del liberalismo puede ignorar: se trata de su Liberalismo Político, originalmente publicado en 1993 y en el que aborda muchos de los temas sobre los cuales sobrevuela la ágil pluma de Vargas Llosa. Tampoco considera la influyente obra de Robert Nozick, Anarquía, Estado y Utopía, de un sesgo claramente conservador pero que mal podría estar ausente en una revisión como la que hace el novelista en su obra, aunque Nozick, al igual que Rawls, no hubiera sido su fuente de inspiración. Otros autores también deberían haber sido tenidos en cuenta en sus reflexiones: Ronald Dworkin, por ejemplo, o el propio Milton Friedman, pero no lo hace. En síntesis: ninguna originalidad y, tampoco, ninguna revisión sistemática del estado del pensamiento liberal en el mundo actual. Evidentemente el tema sólo lo puede abordar de modo muy superficial, aunque la brillantez de su pluma pueda en parte ocultar esta falencia.

¿Cree usted que Mario Vargas ha trabajado suficientemente estos autores que cita: Adam Smith, Ortega y Gasset, Von Hayek, Popper, Aron, Berlin, Revel? ¿O habla un poco de oídas o con lecturas no suficientemente reposadas?

Definitivamente no, aunque hay matices. Se ha apropiado de algunos clichés absolutamente falsos elaborados por la derecha para desfigurar el pensamiento humanista de Adam Smith y, en los demás casos, ha tomado sus tesis medulares pero sin aportar ningún aparato mínimamente crítico que faculte una acabada interpretación de la obra de esos autores. Además, apenas si formula algunas reservas en los casos más escandalosos, como el de von Hayek, por ejemplo, y su abierta apología de la dictadura de Pinochet en Chile a partir de la superstición, que no una teoría, que reza que la libertad del mercado es condición necesaria y también suficiente para el florecimiento de la democracia, por lo que aún la más corrupta y feroz tiranía cuenta con la bendición del economista austríaco. Vuelvo a repetirlo: no son lecturas que nuestro autor haya realizado de modo metódico y sistemático, y eso se nota en su libro. Vargas Llosa es como un violinista virtuoso, pero que a veces, como en La Llamada de la Tribu, se avienta a interpretar una partitura que apenas si conoce y los resultados están a la vista.

En su opinión, ¿puede aprender algo el pensamiento de izquierdas de la obra estos grandes y sólidos autores del pensamiento burgués?

Creo que hay que leer a los principales intelectuales del pensamiento burgués, aunque muy selectivamente. No creo que, por ejemplo, Ortega pueda ser de utilidad para comprender eso que él denominó “la rebelión de las masas”; tampoco me parece que Popper aporte conocimientos que puedan ofrecer una clave interpretativa para comprender al capitalismo contemporáneo. Von Hayek y Berlin son un poco más apropiados para tales fines, pero en todos estos casos para comprender como se intenta justificar lo injustificable. Es decir, como se pretende hacer pasar a la sociedad capitalista como una buena sociedad cuando se funda en el despojo y el saqueo de las mayorías y la destrucción implacable del medio ambiente. Pero, más allá de estos autores, creo firmemente que la izquierda y las jóvenes generaciones deben estudiar muy seriamente el pensamiento de la derecha norteamericana porque si se quiere derrotar al imperio lo primero que hay que hacer es conocerlo. Esto es tan viejo como el manual de arte de la guerra de Sun-Tzu que tiene ya 2500 años. Más que estudiar a von Hayek o el mismo Berlin es necesario que las nuevas generaciones de luchadores sociales europeos, latinoamericanos y de todo el mundo lean el pensamiento de los estrategas del Pentágono, los documentos oficiales del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos, los informes desclasificados de la CIA –o los aún clasificados pero descubiertos y dados a conocer por Julian Assange y sus colaboradores, que son un aporte inestimable para el estudio del imperio y sus planes- o la obra de autores como Henry Kissinger, el ya difunto Zbigniew Brzezinski, o Joseph Nye y por supuesto, sus críticos al interior de Estados Unidos como Tom Engelhardt, Noam Chomsky, Peter Dale Scott, Sheldon Wolin, Michael Parenti, Jim Petras, Malcolm X, Angela Davis y tantos otros. Existe una poderosa aunque arduamente combatida corriente antiimperialista subterránea en Estados Unidos que no debemos subestimar ni desconocer. Por eso hay que leer a los ideólogos del imperio para anticipar sus definiciones, diagnósticos e iniciativas; y hacer lo propio con sus críticos en Estados Unidos, que suelen tener mejor acceso a fuentes originales que nosotros, para aprender, también desde y con ellos, la mejor forma de desbaratarlas.

Mil preguntas quedan pendientes dada la riqueza de su libro. No le robo más tiempo. Muchísimas gracias por todo.

Fuente: Rebelión

Primera parte de la entrevista:

Atilio A. Borón, “Vargas Llosa sigue siendo un gran escritor. Otra es la opinión que nos merecen sus ensayos u opiniones políticas”

Por REDH-Cuba

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