En el año 2004, una crisis política doméstica en Haití fue utilizada para justificar una operación inédita: el despliegue de una fuerza militar multilateral en un país que no afrontaba una guerra civil, no agredía a terceros países, ni estaba cometiendo un genocidio. Una pequeña nación insular, empobrecida y en crisis, cuyas fuerzas militares habían sido disueltas en el año 1995, fue invadida por más de 10 mil soldados y policías oriundos de 31 países. Según las Naciones Unidas, la OEA, Estados Unidos, Francia y Canadá, Haití representaba por entonces una inusual amenaza a la seguridad internacional. ¿Cuáles eran los actores de dicha amenaza? Los campesinos y pobres urbanos que escapando de la ruina agrícola, la miseria y el hambre, armaban balsas improvisadas que intentaban navegar hasta las costas de la Florida. ¿Y cuál el estímulo de estos sujetos amenazantes? Pues las políticas neoliberales de liberalización comercial y financiera aplicadas desde mediados de la década del ’80 por el FMI y el Departamento de Estado norteamericano. Como castigo a su dolor, a Haití le será aplicado hasta el día de hoy el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, que establece las acciones a seguir «en caso de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión».
Pero volvamos a la MINUSTAH y sus tropas estabilizadoras. La mayoría de ellas (un 70%), provenía de vecinos caribeños y latinoamericanos y había sido enviada por gobiernos progresistas. La rotunda negativa de Venezuela y Cuba y su defensa del principio de no intervención, merecen una mención aparte. Los mayores contingentes militares serían provistos, entonces, por Uruguay, Brasil y Argentina. El comando militar, tras las diligencias llevadas a cabo por el ex-presidente francés Jacques Chirac y por George W. Bush, sería otorgado a Brasil, quién de esta forma arrimaba posiciones hacia el codiciado asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Los delirios de gran potencia pronto habrían de sumir al Brasil en una onerosa operación que le ofrecería escasos rindes estratégicos. En un terreno desconocido, sus soldados ejecutarían el trabajo sucio de la geopolítica imperial, dado que la orientación política y la asesoría militar del organismo siempre estuvo bajo el control directo de los Estados Unidos. Como correlato, la injerencia humanitaria formaría en técnicas de represión interna y control poblacional a una nueva camada de tropas y oficiales que luego aplicarían los aprendizajes del laboratorio haitiano sobre las poblaciones jóvenes y racializadas de las favelas del país. Dando, además, prestigio internacional a una serie de oscuros generales que ocupan hoy por hoy un papel de relevancia en el gobierno de Jair Bolsonaro, posicionados al frente de Ministerios e instituciones claves.
La guerra librada contra Haití por la «comunidad internacional» fue un conflicto sin parangón: sin combatientes, fue ganada sin disparar un solo tiro, al menos no contra fuerza regular alguna, pero si contra poblaciones civiles pacíficas e indefensas. Una victoria pírrica en toda la regla. Si en los siglos anteriores las fuerzas belicosas justificaban sus aventuras militares bajo las tentativas de «civilizar», «evangelizar», «occidentalizar» o «democratizar», el nuevo eufemismo acuñado fue el de la «estabilización». Haití, la nación que trastabillaba por las zancadillas que las potencias occidentales le tienden desde hace 200 años, debía ser estabilizada. Para ello fue creada la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (MINUSTAH). Concebida para actuar seis meses, su ocupación se prolongaría desde el 2004 hasta el año 2017, cuando sería reemplazada por su sucesora, la MINUJUSTH. «Estabilizado» Haití, la nueva misión se abocaría, presuntamente, a favorecer la impartición de justicia hasta el presente año, cuando daría paso a una enésima de misión, esta vez de carácter «político»: la BINUH. A 15 años de la ocupación militar, y a 26 años de la primera misión civil de la ONU y la OEA en el país, Haití es un país a todas luces más inestable, injusto y desigual. La emergencia de grupos delincuenciales que lograron equiparse comprando las armas que la ocupación ponía de pronto en circulación en el país, es tan solo uno de sus ejemplos.
Cuando la MINUSTAH fue concebida, las usinas de pensamiento occidental, no exentas de declaraciones bien intencionadas, desplegaron rápidamente una serie de argucias ideológicas: la necesidad de defender el «multilateralismo» (mientras se desarrollaba la unilateral Guerra de Irak), el principio de «no indiferencia» acuñado por la diplomacia brasileña, el oxímoron inmoral de la «injerencia humanitaria», la «responsabilidad de proteger» que presumía a una nación dependiente e incapaz, o los estados «fallidos» o «frágiles» descritos por los think tanks globales. O, en el sumun de la creatividad racista y colonial, las «entidades caóticas ingobernables». Incluso se acariciaba la idea de que la MINUSTAH fuera el puntapié inicial de la Organización del Atlántico Sur (OTAS), que debía plasmar una nueva concepción de seguridad colectiva regional. Incluso renombradas voces de la izquierda europea, como el periódico Le Monde, pedían a gritos una intervención internacional en una editorial del 18 de febrero del 2004: «¿Cuándo emplear el derecho a la injerencia? ¿Cuándo se hace necesario poner fin a la soberanía de un Estado? ¿No será demasiado tarde para llevar la seguridad a la población?» Las preguntas, claro está, eran meramente retóricas. Como durante las guerras europeas, la izquierda colonial, mas occidentalista que humanista, había estampado ya su firma en la aventura militar.
Como cuando la Revolución Francesa, otra vez Haití era el límite infranqueable en el que se estrellaba la pretendida universalidad de los valores occidentales. Al oeste de la isla en la que los jacobinos pregonaban la compatibilidad de la libertad, la igualdad y la fraternidad con el régimen de la esclavitud y la plantación colonial, volvían a repetirse los absurdos de la historia. Mucho más franco había sido Thomas Jefferson, el insigne patriota norteamericano, en el año 1801: «En tanto impidamos a los negros poseer navíos, podremos permitir su existencia, y continuar manteniendo con ellos intercambios comerciales muy lucrativos». «Haití puede existir como un gran poblado de cimarrones, un Quilombo o un Palenque. Pero está fuera de debate la posibilidad de aceptarlos en el concierto de las naciones». Dos siglos después, la vieja y venerable ONU y los ganadores occidentales de la Segunda Guerra Mundial pregonaban la vigencia de los derechos humanos y la participación de todos los Estados en el «concierto de las naciones», mientras se arrogaban el derecho de tutela. Haití, como consecuencia, era invadida, militarizada, estuprada y asesinada. La larga lista de crímenes de la ONU y su guerra unilateral puede ser resumida, más no agotada, en tres grandes líneas:
1) La consecución de masacres y asesinatos selectivos en las periferias urbanas que resistieron y enfrentaron activamente la ocupación internacional. Su número de víctimas, jóvenes en su mayoría, nos es todavía desconocido. Tal vez el acontecimiento más emblemático de control poblacional haya sido la masacre de Cité Soleil, en la cual, en una presunta persecución de grupos criminales, decenas de inocentes, al menos en su mayoría, fueron asesinados en la barriada más populosa del país. Según las asociaciones de víctimas, la MINUSTAH habría operado desde helicópteros artillados que sobrevolaban esa y otras periferias de forma recurrente.
2) La participación y la organización por tropas de la MINUSTAH en redes de trata y explotación sexual de niños, niñas y mujeres. El caso más resonante, pero no el único, fue el de los cascos azules uruguayos. Los soldados cometieron un número también desconocido de abusos y violaciones que lejos de ser el acto de depredadores aislados, fueron actos de guerra que tuvieron el claro objetivo de aterrorizar a la población mediante la violencia ejercida sobre cuerpos y territorios, como nos lo describiera recientemente la socióloga y feminista haitiana Sabine Lamour. Hasta el día de hoy la ONU solo reconoce 114 denuncias de abuso y explotación, de las cuales solo 34 fueron conformadas, hubo 11 detenidos, y una sola víctima indemnizada.
3) La introducción de la bacteria del cólera en un país en el que este flagelo era desconocido, y que se había mantenido al margen de las grandes epidemias coléricas de los últimos siglos. La enfermedad se difundiría desde el campo Annapurna de la MINUSTAH, introducida por soldados nepalíes. A pesar de los conocidos riesgos epidemiológicos asociados a la movilidad de ejércitos, las Naciones Unidas no hicieron nada por preservar a la población haitiana: ni realizaron análisis previos capaces de detectar la presencia de la mortífera bacteria intestinal, ni realizaron tratamiento alguno de los desechos fecales que eran vertidos a cielo abierto y terminarían llegando a uno de los afluentes del río más extenso del país. Mientras que se reconocen oficialmente 9 mil víctimas fatales, diferentes especialistas independientes estiman en 30 mil la cifra real, así como en 800 mil la cantidad total de infectados. En tres años, el cólera mataría a mas personas en Haití que en toda el África. La ONU falsearía reportes médicos, obstruiría las investigaciones de interés sanitario sobre el origen de la cepa, e iniciaría una fenomenal campaña de desinformación para evadir su responsabilidad. Tardaría seis lagos años en disculparse, pero rechazando in limine su responsabilidad legal, y por lo tanto la posibilidad de que los familiares de las víctimas y la sociedad haitianas la demanden y le exijan actos de reparación.
Por eso es que bajo las consignas de desocupación, reparación y justicia, decenas de organizaciones haitianas y una veintena de delegados y delegadas internacionales se darán cita para realizar una evaluación sobre los 15 años de ocupación internacional de las Naciones Unidas en Haití. Convocado por movimientos sociales y organizaciones de derechos humanos, el Coloquio Internacional «Ocupación, soberanía, solidaridad: hacia un tribunal popular sobre los crímenes de la MINUSTAH en Haití» se extenderá del 7 al 10 de diciembre en la capital Puerto Príncipe.
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El año de finalización del mandato de la MINUSTAH, su jefa, Sandra Honoré, confió a la agencia EFE que «trece años después, Haití es un país muy diferente». Fue muy cuidadosa en no mencionar el sentido preciso de su evolución luego de una guerra larga, estúpida y completamente unilateral.
– Lautaro Rivara es sociólogo, periodista y brigadista de ALBA Movimientos en Haití
@LautaroRivara