Discurso pronunciado en la velada artístico-literaria de la Sociedad Literaria Hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889, a la que asistieron los delegados a la Conferencia Internacional Americana.


Señoras y señores: Apenas acierta el pensamiento, a la vez trémulo y desbordado, a poner, en la brevedad que le manda la discreción, el júbilo que nos rebosa de las almas en esta noche memorable. ¿Qué puede decir el hijo preso, que vuelve a ver a su madre por entre las rejas de su prisión? Hablar es poco, y es casi imposible, más por el íntimo y desordenado contento, por la muchedumbre de recuerdos, de esperanzas y de temores, que por la certeza de no poder darles expresión digna. Indócil y mal enfrenada ha de brotar la palabra de quien, al ver en torno suyo, en la persona de sus delegados ilustres, los pueblos que amamos con pasión religiosa; al ver cómo, por mandato de secreta voz, los hombres se han puesto como más altos para recibirlos, y las mujeres como más bellas; al ver el aire tétrico y plomizo animado como de sombras, sombras de águilas que echan a volar, de cabezas que pasan moviendo el penacho consejero, de tierras que imploran, pálidas y acuchilladas, sin fuerzas para sacarse el puñal del corazón, del guerrero magnánimo del Norte, que da su mano de admirador, desde el pórtico de Mount Vernon, al héroe volcánico del Sur, intenta en vano recoger, como quien se envuelve en una bandera, el tumulto de sentimientos que se le agolpa al pecho, y sólo halla estrofas inacordes y odas indómitas para celebrar, en la casa de nuestra América, la visita de la madre ausente, para decirle, en nombre de hombres y de mujeres, que el corazón no puede tener mejor empleo que darse, todo, a los mensajeros de los pueblos americanos. ¿Cómo podremos pagar a nuestros huéspedes ilustres esta hora desconsuelo? ¿A qué hemos de esconder, con la falsía de la ceremonia, lo que se nos está viendo en los rostros? Pongan otros florones y cascabeles y franjas de oro a sus retóricas; nosotros tenemos esta noche la elocuencia de la Biblia, que es la que mana, inquieta y regocijada como el arroyo natural, de la abundancia del corazón. ¿Quién de nosotros ha de negar, en esta noche en que no se miente, que por muchas raíces que tengan en esta tierra de libre hospedaje nuestra fe, o nuestros afectos, o nuestros hábitos, o nuestros negocios, por tibia que nos haya puesto el alma la magia infiel del hielo, hemos sentido, desde que supimos que estos huéspedes nobles nos venían a ver, como que en nuestras casas había más claridad, como que andábamos a paso más vivo, como que éramos más jóvenes y generosos, como que nuestras ganancias eran mayores y seguras, como que en el vaso seco volvía a nacer flor? Y si nuestras mujeres quieren decirnos la verdad, ¿no nos dicen, no nos están diciendo con sus ojos leales, que nunca pisaron más contentos la nieve ciertos pies de hadas; que algo que dormía en el corazón, en la ceguera de la tierra extraña, se ha despertado de repente; que un canario alegre ha andado estos días entrando y saliendo por las ventanas, sin temor al frío, con cintas y lazos en el pico, yendo y viniendo sin cesar, porque para esta fiesta de nuestra América ninguna flor parecía bastante fina y primorosa? Esta es la verdad. A unos nos ha echado aquí la tormenta; a otros, la leyenda; a otros, el comercio; a otros, la determinación de escribir, en une tierra que no es libre todavía, la última estrofa del poema de 1810; a otros les mandan vivir aquí, como su grato imperio, dos ojos azules. Pero por grande que esta tierra sea, y por ungida que esté para los hombres libres la América en que nació Lincoln, para nosotros, en el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose tachárnoslo niños lo pueda tener a mal, es más grande, porque es la nuestra y porque ha sido más infeliz, la América en que nació Juárez.

De lo más vehemente de la libertad nació en días apostólicos la América del Norte. No querían los hombres nuevos, coronados de luz, inclinar ante ninguna otra su corona. De todas partes, al ímpetu de la frente, saltaba hecho pedazos, en las naciones nacidas de la agrupación de pueblos pequeños, el yugo de la razón humana, envilecida en los imperios creados a punta de lanza, o de diplomacia, por la gran república que se alocó con el poder; nacieron los derechos modernos delas comarcas pequeñas y autóctonas; que habían elaborado en el combate continuo su carácter libre, y preferían las cuevas independientes a la prosperidad servil., A fundar la república le dijo al rey que venía, uno que no se le quitaba el sombrero y le decía de tú. Con mujeres y con hijos se fían al mar, y sobre la mesa de roble del camarín fundan su comunidad, los cuarenta y uno de la «Flor de Mayo». Cargan mosquetes, para defender las siembras; el trigo que comen, lo aran; suelo sin tiranos es lo que buscan, para el alma sin tiranos. Viene, de fieltro y blusón, el puritano intolerante e integérrimo, que odia el lujo, porque por él prevarican los hombres; viene el cuáquero, de calzas y chupa, y con los árboles que derriba, levanta la escuela; viene el católico, perseguido por su fe, y funda un Estado donde no se puede perseguir por su fe a nadie; viene el caballero, de fusta y sombrero de plumas, y su mismo hábito de mandar esclavos le da altivez de rey para defender su libertad. Alguno trae en su barco una negrada que vender, o un fanático que quema a las brujas, o un gobernador que no quiere oír hablar de escuelas; lo que los barcos traen es gente de universidad y de letras, suecos místicos, alemanes fervientes, hugonotes francos, escoceses altivos, bátavos eco nómicos; traen arados, semillas, telares, arpas, salmos, libros. En la casa hecha por sus manos vivían, señores y siervos de sí propio; y de la fatiga de bregar con la naturaleza se consolaba el colono valeroso al ver venir, de delantal y cofia, a la anciana del hogar, con la bendición en los ojos, y en la mano la bandeja de los dulces caseros, mientras una hija abría el libro de los himnos, y preludiaba otra en el salterio o en el clavicordio. La escuela era de memoria y azotes; pero el ir a ella por la nieve era la escuela mejor. Y cuando, de cara al viento, iban de dos en dos por los caminos, ellos de cuero y escopeta, ellas de bayeta y devocionario, a oír iban al reverendo nuevo, que le negaba al gobernador el poder en las cosas privadas de la religión; iban a elegir sus jueces, o a residenciarlos. De afuera no venía la casta inmunda. La autoridad era de todos, y la daban a quien se la querían dar. Sus ediles elegían, y sus gobernadores. Si le pesaba al gobernador convocar el conejo, por sobre él lo convocaban los «hombres libres». Allá, por los bosques, el aventurero taciturno caza hombres y lobos, y no duerme bien sino cuando tiene de almohada un tronco recién caído o un indio muerto. Y en las mansiones solariegas del Sur todo es minué y bujías, y coro de negros cuando viene el coche del señor, y copa de plata para-el buen Madera. Pero no había acto de la vida que no fuera pábulo de la libertad en las colonias republicanas que, más que cartas reales, recibieron del rey certificado de independencia. Y cuando el inglés, por darla de amo, les impone un tributo que ellas no se quieren imponer, el guante que le echaron al rostro las colonias fue el que el inglés mismo había puesto en sus manos. A su héroe, le traen el caballo a la puerta. El pueblo que luego había de negarse a ayudar, acepta ayuda. La libertad que triunfa es corno él, señorial y sectaria, de puño de encaje y de dosel de terciopelo, más de la localidad que de la humanidad, una libertad que bambolea, egoísta e injusta, sobre los hombros de una raza esclava, que antes de un siglo echa en tierra las andas de una sacudida; ¡y surge, con un hacha en la mano, el leñador de ojos piadosos, entre el estruendo y el polvo que levantan al caer las cadenas de un millón de hombres emancipados! Por entre los cimientos desencajados en la estupenda convulsión se pasea, codiciosa y soberbia, la victoria; reaparecen, acentuados por la guerra, los factores que constituyeron la nación; y junto al cadáver del caballero, muerto sobre sus esclavos, luchan por el predominio en la república, y en el universo, el peregrino que no consentía señor sobre él, ni criado bajo él, ni más conquistas que la que hace el grano en la tierra y el amor en los corazones,-y el aventurero sagaz y rapante, hecho a adquirir y adelantar en la selva, sin más ley que su deseo, ni más límite que el de su brazo, compañero solitario y temible del leopardo y el águila.

Y ¿cómo no recordar, para gloria de los que han sabido vencer a pecar de ellos, los orígenes confusos, y manchados de sangre, de nuestra América, aunque al recuerdo leal, y hoy más que nunca necesario, le pueda poner la tacha de vejez inoportuna aquel a quien la luz de nuestra gloria, de la gloria de nuestra independencia, estorbase para el oficio de comprometerla o rebajarla? Del arado nació la América del Norte, y la Española del perro de presa. Una guerra fanática sacó de la poesía de sus palacios aéreos al moro debilitado en la riqueza, y la soldadesca sobrante, criada con el vino crudo y el odio a los herejes, se echó, de coraza y arcabuz, sobre el indio de peto de algodón. Llenos venían los barcos de caballeros de media loriga, de segundones desheredados, de alféreces rebeldes, de licenciados y clérigos hambrones. Traen culebrinas, rodelas, picas, quijotes, capacetes, espaldares, yelmos, perros. Ponen la espada a los cuatro vientos, declaran la tierra del rey, y entran a saco en los templos de oro. Cortés atrae a Moctezuma al palacio que debe a su generosidad o a su prudencia, y en su propio palacio lo pone preso. La simple Anacaona convida a su fiesta a Ovando, a que viera el jardín de su país, y sus danzas alegres, y sus doncellas; y los soldados de Ovando se sacan de debajo del disfraz las espadas, y se quedan con la tierra de Anacaona. Por entre las divisiones y celos de la gente india adelanta en América el conquistador; por entre aztecas y tlaxcaltecas llega Cortés a la canoa de Cuauhtémoc; por entre quichés y zutujiles vence Alvarado en Guatemala; por entre tunjas y bogotáes adelanta Quesada en Colombia; por entre los de Atahualpa y los de Huáscar pasa Pizarro en el Perú: en el pecho del último indio valeroso clavan, a la luz de los templos incendiados, el estandarte rojo del Santo Oficio. Las mujeres, las roban. De cantos tenía sus caminos el indio libre, y después del español no había más caminos que el que abría la vaca husmeando el pasto, o el indio que iba llorando en su treno la angustia de que se hubiesen vuelto hombres los lobos. Lo que come el encomendero, el indio lo trabaja; como flores que se quedan sin aroma, caen muertos los indios; con los indios que mueren se ciegan las minas. De los recortes de las casullas se hace rico un sacristán. De paseo van los señores; o a quemar en el brasero el estandarte del rey; o a cercenarse las cabezas por peleas de virreyes y oidores, o celos de capitanes; y al pie del estribo lleva el amo dos indios de pajes, y dos mozos de espuela. De España nombran el virrey, el regente, el cabildo. Los cabildos que hacían, los firmaban con el hierro con que herraban las vacas. El alcalde manda que no entre el gobernador en la villa, por los males que le tiene hechos a la república, y que los regidores se persignen al entrar en al cabildo, y que al indio que eche el caballo a galopar se le den veinticinco azotes. Los hijos que nacen, aprenden a leer en carteles de toros y en décimas de salteadores. «Quimeras despreciables» les enseñan en los colegios de entes y categorías. Y cuando la muchedumbre se junta en las calles, es para ir de cola de las tarascas que llevan el pregón; o para hablar, muy quedo, de las picanterías de la tapada y el oidor; o para ir a la quema del portugués; cien picas y mosquetes van delante, y detrás los dominicos con la cruz blanca, y los grandes de vara y espadín, con la capilla bordada de hilo de oro; y en hombros los baúles de huesos, con llamas a los lados; y los culpables con la cuerda al cuello, y las culpas escritas en la coraza de la cabeza; y los contumaces con el sambenito pintado de imágenes del enemigo; y la prohombría, y el señor obispo, y el clero mayor; y en la iglesia, entre dos tronos, a la luz vívida de los cirios, el altar negro; afuera, la hoguera. Por la noche, baile. ¡El glorioso criollo cae bañado en sangre, cada vez que busca remedio a su vergüenza, sin más guía ni modelo que su honor, hoy en Caracas, mañana en Quito, luego con los comuneros del Socorro; o compra, cuerpo a cuerpo, en Cochabamba el derecho de tener regidores del país; o muere, como el admirable Antequera, profesando su fe en el cadalso del Paraguay, iluminado el rostro por la dicha; o al desfallecer al pie del Chimborazo, «exhorta a las razas a que afiancen su dignidad». El primer criollo que le nace al español, el hijo de la Malinche, fue un rebelde. La hija de Juan de Mena, que lleva el luto de su padre, se viste, de fiesta con todas sus joyas, porque es día de honor para la humanidad, el día en que Arteaga muere! ¿Qué sucede de pronto, que el mundo se para a oír, a maravillarse, a venerar? ¡De debajo de la capucha de Torquemada sale, ensangrentado y acero en mano, el continente redimido! Libres se declaran los pueblos todos de América a la vez. Surge Bolívar, con su cohorte de astros. Los volcanes, sacudiendo los flancos con estruendo, lo aclaman y publican. ¡A caballo, la América entera! Y resuenan en la noche, con todas las estrellas encendidas, por llanos y por montes, los cascos redentores. Hablándoles a sus indios va el clérigo de México. Con la lanza en la boca pasan la corriente desnuda los indios venezolanos. Los rotos de Chile marchan juntos, brazo en brazo, con los cholos del Perú. Con el gorro frigio del liberto van los negros cantando, detrás del estandarte azul. De poncho y bota de potro, ondeando las bolas, van, a escape de triunfo, los escuadrones de gauchos. Cabalgan, suelto el cabello, los pehuenches resucitados, voleando sobre la cabeza la chuza emplumada. Pintados de guerrear vienen tendidos sobre el cuello los araucos, con la lanza de tacuarilla coronada de plumas de colores; y al alba cuando la luz virgen se derrama por los despeñaderos, se ve a San Martín, allá sobre la nieve, cresta del monte y corona de la revolución, que va, envuelto en su capa de batalla, cruzando los Andes. ¿Adónde va la América, y quién la junta y guía? Sola, y como un solo pueblo, se levanta. Sola pelea. Vencerá, sola.

¡Y todo ese veneno lo hemos trocado en savia! Nunca, de tanta oposición y desdicha, nació un pueblo más precoz, más generoso, más firme. Sentina fuimos, y crisol comenzamos a ser. Sobre las hidras, fundamos. Las picas de Alvarado, las liemos echado abajo con nuestros ferrocarriles. En las plazas donde se quemaba a los herejes, hemos levantado bibliotecas. Tantas escuelas tenemos como familiares del Santo Oficio tuvimos antes. Lo que no hemos hecho, es porque no hemos tenido tiempo para hacerlo, por andar ocupados en arrancarnos de la sangre las impurezas que nos legaron nuestros padres. De las misiones, religiosas e inmorales, no quedan ya más que paredes descascaradas, por donde asoma el búho el ojo, y pasea melancólico el lagarto. Por entre las razas heladas y las ruinas de los conventos y los caballos de los bárbaros se ha abierto paso el americano nuevo, y convida a la juventud del mundo a que levante en sus campos la tienda. Ha triunfado el puñado de apóstoles. ¿Qué importa que, por llevar el libro delante de los ojos, no viéramos, al nacer como pueblos libres, que el gobierno de una tierra híbrida y original, amasada con españoles retaceros y aborígenes torvos y aterrados, más sus salpicaduras de africanos y menceyes, debía comprender, para ser natural y fecundo, los elementos todos que en maravilloso tropel y por la política superior escrita en la Naturaleza, se levantaron a fundarla?¿Qué importan las luchas entre la ciudad universitaria y los campos feudales? ¿Qué importa el desdén, repleto de guerras, del marqués lacayo al menestral mestizo? ¿Qué importa el duelo, sombrío y tenaz, de Antonio de Nariño y San Ignacio de Loyola? Todo lo vence, y clava cada día su pabellón más alto, nuestra América capaz e infatigable. Todo lo conquista, de sol en sol, por el poder del alma de la tierra, armoniosa y artística, creada de la música y beldad de nuestra naturaleza, que da su abundancia a nuestro corazón y a nuestra mente la serenidad y altura de sus cumbres; por el influjo secular con que este orden y grandeza ambientes ha compensado el desorden y mezcla alevosa de nuestros orígenes; y por la libertad humanitaria y expansiva, no local, ni de raza; ni de secta, que fue a nuestras repúblicas en su hora de flor, y ha ido después, depurada y cernida, de las cabezas del orbe, libertad que no tendrá, acaso, asiento más amplio en pueblo alguno- ¡pusiera en mis labios el porvenir el fuego que marca!-que el que se les prepara en nuestras tierras sin límites para el esfuerzo honrado, la solicitud leal y la amistad sincera de los hombres.

De aquella América enconada y turbia, que brotó con las espinas en la frente y las palabras como lava, saliendo, junto con la sangre del pecho, por la mordaza mal rota, hemos venido, a pujo de brazo, a nuestra América de hoy, heroica y trabajadora a la vez, y franca y vigilante, con Bolívar de un brazo y Herbert Spencer de otro; una América sin suspicacias pueriles, ni confianzas cándidas, que convida sin miedo a la fortuna de su hogar a las razas todas, porque sabe que es la América de la defensa de Buenos Aires y de la resistencia del Callao, la América del Cerro de las Campanas y de la Nueva Troya. ¿Y preferiría a su porvenir, que es el de nivelar en la paz libre, sin codicias de lobo ni prevenciones de sacristán, los apetitos y los odios del mundo; preferiría a este oficio grandioso el de desmigajarse en las manos de sus propios hijos, o desintegrarse en vez, de unirse más, o por celos de vecindad mentir a lo que está escrito por la fauna y los astros y la Historia, o andar de zaga de quien se le ofreciese de zagal o salir por el mundo de limosnera, a que le dejen caer en el plato la riqueza temible? ¡Sólo perdura, y es para bien, la riqueza que se crea, y la libertad que se conquista, con las propias manos! No conoce a nuestra América quien eso ose temer. Rivadavia, el de la corbata siempre blanca, dijo que actos países se salvarían: y estos países se han salvado. Se ha arado en la mar. También nuestra América levanta palacios, y congrega el sobrante útil del universo oprimido; también doma la selva, y le lleva el libro y el periódico, el municipio y el ferrocarril; también nuestra América, con el Sol en la frente, surge sobre los desiertos coronada de ciudades. Y al reaparecer en esta crisis de elaboración de nuestros pueblos los elementos que lo constituyeron, el criollo independiente es el que domina y se asegura, no el indio de espuela, marcado de la fusta, que sujeta el estribo y le pone adentro el pie, para que se vea de más de alto a su señor. Por eso vivimos aquí, orgullosos de nuestra América, para servirla y honrarla. No vivimos, no, como siervos futuros ni como aldeanos deslumbrados, sino con la determinación y la capacidad de contribuir a que se la estime por sus méritos, y se la respete por sus sacrificios; porque las mismas guerras que de pura ignorancia le echan en cara los que no la conocen, son el timbre de honor de nuestros pueblos, que no han vacilado en acelerar con el abono de su sangre el camino del progreso, y pueden ostentar en la frente sus guerras como una corona. En vano, -faltos del roce y estímulo diario de nuestras luchas y de nuestras pasiones, que nos llegan ¡a mucha distancia! del suelo donde no crecen nuestros hijos,-nos convida este país con su magnificencia, y la vida con sus tentaciones, y con sus cobardías el corazón, a la tibieza y al olvido. ¡Donde no se olvida, y donde no hay muerte, llevamos a nuestra América, como luz y como hostia; y ni el interés corruptor, ni ciertas modas nuevas de fanatismo, podrán arrancárnosla de allí! Enseñemos el alma como es a estos mensajeros ilustres que han venido de nuestros pueblos, para que vean que la tenemos honrada y leal, y que la admiración justa y el estudio útil y sincero de lo ajeno, el estudio sin cristales de présbita ni de miope, no nos debilita el amor ardiente, salvador y santo de lo propio; ni por el bien de nuestra persona, si en la conciencia sin paz hay bien, hemos de ser traidores a lo que nos mandan hacer la naturaleza y la humanidad. Y así, cuando cada uno de ellos vuelva a las playas que acaso nunca volvamos a ver, podrá decir, contento de nuestro decoro, a la que es nuestra dueña, nuestra esperanza y nuestra guía: «¡Madre América, allí encontramos hermanos! ¡Madre América, allí tienes hijos!”.

Fuente: José Martí

Por REDH-Cuba

Shares