Desde un inicio, fueron los pueblos -y no los gobiernos- los que perfilaron el camino de América. Desde que el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica atacó México y cercenó su territorio, el sentimiento antiimperialista anidó en el corazón de millones, y fue la base para el desarrollo de una lucha infatigable. La Revolución Mexicana, en su momento, marcó un punto crucial en esta historia.
Cuando Augusto C. Sandino, a fines de los años veinte del siglo pasado derrotó a los Infantes de Marina del país del norte que hollaran su suelo, se confirmó lo que bien podría denominarse una legítima opción: expulsar a los representantes del Imperio, y forjar la construcción de un escenario continental de progreso y paz. Mariátegui saludó esa lucha.
Ese camino pasó por variadas experiencias en las que se perfilaron destacadas personalidades. Jacobo Arbenz, en la Guatemala derribada en 1954, fue una. Pero Fidel Castro y sus compañeros, triunfante en 1959, fue la otra, que dejó huella indeleble en el suelo americano.
A lo largo del siglo XX América conoció de victorias y de contrastes, pero, como dijera el viejo Marx, la historia fue avanzando en espiral. Y al calor de ese proceso, se fue consolidando la vida americana.
Episodios notables fueron los pronunciamientos armados que alumbraron estas tierras en los inicios de los años sesenta, un tanto al influjo de la Revolución Cubana. En nuestro caso, Luis de la Puente y quienes cayeron con él, reflejaron la poco frecuente identidad entre palabras y acciones; pero el “Che” fue la cumbre de esa luz americana. Sembró una semilla que fue germinando incluso en la conciencia de quienes los combatieron.
Quizá por eso ocurrieron episodios imprevistos: la propia institución castrense, la que vivía a la sombra del Imperio y era adiestrada en la Escuela de las Américas en el Istmo Panameño, asomó imbuida de sentimientos nacionales y sentido patriótico; y alumbró figuras que alarmaron a Washington.
Liber Seregni, el militar uruguayo que fundara el Frente Amplio y que años después viviera largos años encarcelado por la dictadura fascista entronizada en su país a partir de junio de 1973; ; fue, el precursor de lo que los voceros de la Casa Blanca llamarían “los generales rojos”. Hombres como él, dejaron huella
Allí estuvieron también los militares venezolanos de Puerto Cabello y Carúpano, que se alzaron contra los regímenes reaccionarios de Acción Democrática; y el marino Hugo Felipe Morales, que hizo historia.
Más al sur, generales como René Schneider y Carlos Prats, corroyeron las bases de una institución fascista –el Ejército de Chile- y pagaron con sus vidas la osadía.
Pero nuestra patria fue el lugar donde esa experiencia rindió frutos. Fue el Proceso de Velasco, que demostró que la Institución Armada no tenía que actuar como cancerbero del pueblo, y estaba llamada a cumplir un compromiso de honor liberando al país del vasallaje.
Los avances del proceso peruano afirmaron una línea que puso en jaque la estrategia del Pentágono. Y que dio lugar a que surgiera lo que se dio en llamar “el triángulo rojo” de América Latina, cuando el general Juan José Torres, desde la bella Bolivia sumó sus armas.
Esas acciones, maceradas al calor de los combates populares, diseñaron mejor el Proceso Bolivariano en América Latina. Así, se cumplió el presagio de Neruda: Bolívar despierta cada cien años, cuando despierta el pueblo.
Y con la Espada de Bolívar fue la rica experiencia de Hugo Chávez, que hoy desata la vesánica ira del Imperio. El más reciente discurso de Donald Trump lo confirma, pero al mismo tiempo constituye ´la más clara advertencia, y un llamado de alerta.
El camino de América está planteado. La dignidad y el honor de los pueblos concitan deberes y tareas. Y ellos, nos llaman sin demora.