Tengo muchas razones para sentirme orgulloso de ser cubano, y una de ellas es la de haber sido contemporáneo de Fidel. Por eso comprendo el origen de todas las infamias que se han querido levantar en contra de la obra a la que consagró su vida, la Revolución Cubana.
Mientras más intenso fuera el resplandor que desprendían sus acciones en favor de los demás, más profundo era y es el odio del enemigo por despreciar las motivaciones de su empeño.
En el contexto universal de estos tiempos, donde los preceptos de una milenaria ética humanista pretenden ser suplantados por la utilidad amoral que propician la avaricia desmedida y la indolencia ante el destino incierto que afrontamos como especie en el planeta, el legado de Fidel es inmenso.
A su constante preocupación por que el mundo pueda ser un mejor lugar para todos, le debemos este devenir de la nación cubana inspirado en su fidelidad a principios altruistas. Es esa voluntad compartida de entregarnos a los demás, cuyas raíces crecen desde el interior de aquellas almas donde la ética de ser prevalece por encima del egoísmo que predica el precio del tener como modo de vida.
Nombres de grandes líderes como los del escocés William Wallace, el hindú Mahatma Gandhi o el del sudafricano Nelson Mandela, juntos al de Fidel Castro Ruz, constituyen impactantes referencias de infinita lealtad de estos para con sus pueblos.
Por algo nadie recuerda el nombre de sus enemigos. Es que, como afirmó nuestro Apóstol José Martí: «La capacidad para ser héroe se mide por el respeto que se tributa a los que lo han sido».