Se aproximan las elecciones generales en Estados Unidos, el próximo 3 de noviembre, en las que serán puestos a escrutinio “popular” la Presidencia y Vicepresidencia, 35 puestos senatoriales (de un total de 100) y los 435 escaños de la Cámara de Representantes. A nivel local, miles de funcionarios serán electos.
Escribo “popular” entre comillas, porque en 2016 Trump fue electo –acorde con el sistema electoral vigente– a pesar de haber obtenido casi tres millones de votos menos que su rival, Hillary Clinton.
Por todos los elementos que se tienen hasta hoy, Trump está en desventaja y varios de los estados “cambiantes” dan señales de inclinarse por el candidato demócrata Joe Biden o ven disminuir la ventaja original de Trump. Si, como se espera, hay una votación cerrada y Trump pierde estrechamente en algunos estados sufriendo una derrota a nivel de todo el país, hay serias preocupaciones acerca de un intento de golpe de Estado o de que no admita la derrota. Lo mismo podría pasar en la eventualidad de que Trump comience arriba en un estado pero al final del conteo de votos ganen allí los demócratas. Surgen varias preguntas sobre tal situación:
¿Por qué es tan intensa la preocupación de que Trump no admita su derrota si esta se produce, lo que es bastante posible, según las encuestas?
El título de este artículo incluye dos frases atribuidas a Luis XIV, el Rey Sol francés, que representan diáfanamente la personalidad política de Trump.
Como se ha evidenciado en muchas ocasiones Trump considera que él es el Estado mismo y que tiene todas las atribuciones para gobernar en las condiciones de un monarca absoluto, tal como Luis XIV sentado en el Palacio de Versalles (para Trump la Casa Blanca) y pensando al estilo de los siglos XVII y principios del XVIII. Mas allá de su personalidad y fantasías, Trump no tiene ningún respeto o subordinación a las leyes, de las que se siente por encima y exento, lo que implica que no ser reelecto pueda parecerle algo intrínsecamente injusto e inmerecido para él y sus seguidores.
La segunda expresión manifiesta directamente –en un rango que va de la megalomanía a la mitomanía– el egocentrismo político y el más absoluto desprecio por lo que pudiera pasar en el futuro de Estados Unidos. Hitler también pensaba y actuaba así, llevando a Alemania a un desastre absoluto y expresando en sus días finales en el búnker de Berlín, que era un castigo merecido, porque los alemanes “no poseían el valor interno necesario”.
La megalomanía de Trump ha sido harto demostrada en distintas ocasiones, pero en el caso del enfrentamiento a la pandemia se ha evidenciado de una manera muy clara. A Trump y a muchos de sus seguidores les importan más el rendimiento de la economía y sus ganancias personales que la salud y la vida de las personas. Negar la ciencia, lo que dicen y repiten expertos y científicos serios y con décadas de carrera, incluso a pocos metros de distancia del presidente, ya es un problema mayor y roza el oscurantismo.
Aparte de la lentitud al reaccionar a la emergencia sanitaria y el desprecio por el peligro que representa la COVID-19, la creencia de que la cloroquina es eficaz para enfrentar la enfermedad y que inyectarse o tomar desinfectantes sería una buena opción (hace poco retuiteó un video –eliminado por YouTube y Facebook por considerarlo fake news– en que ciertos médicos consideraban innecesarias las mascarillas y afirmaban que la hidroxicloroquina es el tratamiento para esta enfermedad), Trump ha sido el principal promotor de una reapertura económica a la que se oponen especialista y gobernadores, “reapertura” que puede causar, como se observa en la tabla y va mostrando la realidad, decenas o cientos de miles de nuevas fatalidades.
Para el día de las elecciones, podría haber más de nueve millones de contagios. La gestión de la COVID-19 es el Vietnam de Donald Trump y de la ultraderecha fascista del actual Estados Unidos, con todas sus consecuencias.
Además de esos elementos de la personalidad dictatorial y vengativa, caprichosa de Trump, quien no admite objeción o escollo alguno para sus deseos, hay un factor objetivo de enfrentamiento social. Las elecciones podrían ser apretadas y la decisión en los estados “cambiantes” podría producirse por unos pocos votos entre millones de votantes habilitados.
Esa situación de duda y suspicacia en torno a los resultados electorales ha sido catalizada por el propio Trump, quien en varias ocasiones ha expresado que, si gana, pues democracia pura y bella; si pierde, ha insinuado versiones sobre un fraude organizado por cualquiera, desde demócratas extremistas hasta el comunismo internacional.
Considerables disturbios podrían ocurrir en estados que se decidan por menos del 1% de los votos, como sucedió en las elecciones de 2016 en Michigan, Pensilvania, Nuevo Hampshire, Wisconsin, con un total de 50 votos electorales, e incluso en Florida, con 27 votos electorales, donde la diferencia a favor de Trump fue de 1.2%. Casos de este tipo, con resultados ajustados, van probablemente a suceder este 3 de noviembre. Si Trump pierde, aunque sea de forma aplastante (que no es lo que se espera, sino por escasa o moderada diferencia), es muy probable que haya dilación en el reporte de resultados, demandas legales, recuentos y otros manejos desestabilizadores por parte del mandatario y de la ultraderecha.
La “desviación hacia el azul”, la gran diferencia con las elecciones de 2016:
La tabla arriba nos muestra algunas de las principales diferencias en el campo Demócrata entre las anteriores elecciones y las que se avecinan. Ya todas las principales cartas están sobre la mesa. Con la selección de la senadora Kamala Harris como compañera de fórmula de Joe Biden se completó “la desviación hacia el azul”, el movimiento del programa de Gobierno del Partido Demócrata hacia posiciones que en los Estados Unidos llaman confusamente liberales o progresistas, pero que son lo que denominaríamos en muchas partes del mundo de centroizquierda.
Algo que no se atrevió a hacer Hillary Clinton en 2016. Por eso, entre otras cosas, no logró la unidad dentro de su partido ni motivó a las minorías a ir a votar, perdiendo unas elecciones, que debió ganar, por estar tan distanciada y desatendida de los anhelos del pueblo. La candidatura Biden/Harris no solo desarrolla un programa, sino que convence a los votantes de su seriedad en tratar de llevarlo a cabo.
Trump, en cambio, está peleando su candidatura para la reelección en un país devastado por la pandemia, la incrementada desigualdad, la recesión y el racismo. Entonces, ¿qué está haciendo?: está peleando en una guerra de frases manidas y clichés, como en tiempos de R. Nixon, en un país muy diferente al de hace medio siglo y diferente, pese al poco tiempo transcurrido, al de 2016. Como buen monarca absoluto, Trump solo ofrece más de lo mismo.
La estrategia funcionó para él (apenas) en 2016, cuando derrotó con el voto de los colegios electorales a Hillary Clinton, considerada por muchos un icono de la generación de los años sesenta. Trump está tratando ahora de reeditar su campaña de 2016 avivando la división racial y rugiendo su grito de batalla contra los inmigrantes: “¡Terminemos el muro!”. Llama a Joe Biden “marioneta de la izquierda militante”, tuiteando que “ha sido atraído mucho más a la IZQUIERDA de lo que el loco Bernie Sanders nunca pensó posible”. Es decir, la misma música tradicional de la ultraderecha estadounidense: EE.UU. para los blancos, muerte al socialismo, abajo los inmigrantes (que son el problema, porque para Trump los culpables de todo son los otros, desde los inmigrantes y los chinos a los demócratas)… Y así. Aunque aún hay decenas de millones de votantes que responden a esas consignas, se ven ampliamente sobrepasados por aquellos que las rechazan.
Como resultado, la campaña de Trump está reuniendo a los votantes de derecha, ultraderecha y de pequeños grupos periféricos de la extrema izquierda. Pero no está abordando las preocupaciones de la gran mayoría de los estadounidenses promedio, más visiblemente después de que la COVID-19 ha costado la vida a miles de sus conciudadanos, sus bien zaheridos fellow Americans, los que rechazan en un porcentaje de entre 55% y 83% el “liderazgo” de Trump durante la pandemia. La cifra de muertos puede llegar a entre 220 000 y 290 000 (según los modelos usados) para el día de las elecciones generales, lo que es mucho más que el número de estadounidenses muertos en la Primera Guerra Mundial, Vietnam y Corea juntos.
El creciente y vibrante movimiento Black Lives Matter, que ha ganado mayor comprensión y apoyo en el total de la población estadounidense en los últimos meses, tiene una importancia fundamental en estas elecciones. Siempre las minorías han simpatizado con los candidatos menos conservadores, pero el 3 de noviembre será la primera vez que tengan una masiva asistencia a las urnas. La selección de la senadora de California Kamala Harri es considerada por muchos como el remate que garantizará una masiva participación de los votantes de las minorías.
Trump tiene demostrados delirios de grandeza y mesianismo, y quiere, al igual que casi todos los fascistas, ser un icono histórico (J. Bolsonaro es otro triste ejemplo actual). Para poder completar sus objetivos de hacer a “America grande de nuevo”, él “necesita” un segundo término y probablemente más (dijo el 14 de mayo de este año en Allentown, Pensilvania, que podría estar en la presidencia nueve o 13 años).
Supongo que también hay sólidos intereses materiales para Trump, su familia y allegados que requieren, para su materialización, controlar el poder político. Siempre pensando en el estilo de Luis XIV, Trump quizás se imagina ser el iniciador de una dinastía donde personas como su hija Ivanka, el yerno Jared Kushner y su primogénito Donald Jr. podrían estar vislumbrados como sus seguidores en la Casa Blanca después de que él salga en el 2025. Una idea como esta sería considerada como pura locura por un estadounidense promedio, pero no nos olvidemos de que Trump, en paralelo con su maldad, ha demostrado sobradamente vivir en “otro planeta”.
¿Como podría manifestarse tal situación en la práctica?
Ya desde ahora mismo, Trump y muchísimos republicanos creen que las elecciones no van a ser efectuadas de una forma justa y cabal. A eso se le llama en castellano “poner el parche antes de que se salga el grano”. Un 65% de los republicanos han sido convencidos por la demagogia de Trump de que las elecciones van a ser “irregulares”; de ellos, el 37% afirma no confiar mucho en los resultados, mientras que el 28% dice no confiar en lo absoluto.
¿Cuáles serían los resultados más probables de un intento de violar lo establecido por la Constitución y las leyes de Estado Unidos?
Una gran parte del pueblo estadounidense está convencido de que Donald Trump no es un líder para guiar al país en una lucha a muerte contra la pandemia ni de cara a otros problemas que enfrenta la nación. Como consecuencia, es probable que una gran parte de los votantes “indefinidos” decidan sustituirlo por un candidato como Joe Biden, quien, aunque no tenga un gran liderazgo personal, sí ha mostrado una probada capacidad de trabajar en equipo, permite actuar a los especialistas y los apoya.
Puede ser que este día de las elecciones se parezca más a una semana de elecciones o a un mes de las elecciones, gracias a las complicaciones relacionadas con el coronavirus y las diversas formas de votar. Si muchas personas no están dispuestas a esperar pacientemente los resultados finales, y si Trump y sus seguidores cínicamente ponen en duda la integridad del voto, los resultados podrían ser socialmente catastróficos.
Los estadounidenses se han acostumbrado a esperar resultados en la propia noche electoral. Abraham Lincoln se enteró de que había ganado en 1860 aguardando en la oficina de telégrafos hasta las dos de la madrugada. En 1948, en las elecciones que enfrentaron a Harry Truman y Thomas Dewey, el Chicago Daily Tribune anunció la victoria del candidato republicano Dewey en un gran titular de primera plana, para tener que rectificar y excusarse al día siguiente.
Aún está en el recuerdo un fenómeno tan irregular como el recuento de votos en el estado de Florida en las elecciones de 2000, donde Jeb Bush como gobernador del estado vio a su hermano George W. “ganarle” a Al Gore por 537 votos y, con los votos del colegio electoral floridano, obtener la presidencia 271 -266. Si eso se produjera ahora, de alguna forma parecida, el nivel de explosión social sería difícil de predecir, pero sería de inusitada envergadura, socavando las bases del injusto sistema bipartidista de manera irrevocable.
No es probable que Donald Trump y sus cómplices se salgan con la suya por la fuerza. Desde ahora, resulta evidente que Trump está perdiendo influencia política entre los congresistas de su propio partido, cada vez menos comprometidos con él. Una decisión en el Congreso o en la Corte Suprema de Justicia sería, con toda seguridad, aciaga para Trump. Cientos de millones de estadounidenses no aceptan más las manías caprichosas de Trump, la filosofía de que el “el Estado soy yo” o de que “después de mí, el diluvio”.
Fuente: Cubadebate