A casi dos semanas de los comicios del 3 de noviembre, la distopía electoral estadunidense exhibe aristas propias de una “república bananera” y profundiza la crisis múltiple de la “democracia” liberal, anclada en un bipartidismo cuya dicotomía liberalismo vs. conservadurismo, como demuestra la historia, más que antagonizar se complementan y combinan para retroalimentar la cultura dominante y reproducir el consenso y, con ello, el sistema de dominación con sus estructuras y mecanismos.
Todo indica que Donald Trump y el nacionaltrumpismo, como producto de la descomposición del capitalismo y de la generación en sus entrañas del totalitarismo y el neofascismo, va de salida; que la retórica patriotera, populista, chauvinista, nativista, machista, negacionista, racista y xenófoba apoyada en la cultura del miedo del matón de la Oficina Oval, ha sido derrotada.
Como definió el profesor Cornel West, la elección fue “entre el fascistoide de la Casa Blanca y el ala neoliberal del Partido Demócrata”; “entre el peor y el malo” (Atilio Borón dixit). El 20 de enero próximo Joe Biden y Kamala Harris llegarán al gobierno a hacer el control de daños; pero la naturaleza del sistema seguirá intacta. En virtud del pragmatismo que caracteriza la vida política en Estados Unidos, ambos tratarán de aplicar correctivos y limar la herencia más extremista del prepotente y peligroso Trump. Pero no llegarán a cambiar el status quo sino a reproducir la lógica del imperialismo, con su base clasista común –hoy más elitista y excluyente−, la de la plutocracia monopólica y financiera (la “guerra de clases” de Buffett, pero con esteroides), cuyo núcleo se resume en la esencia blanca, anglosajona y protestante (white, anglosaxon, protestant, WASP por sus siglas en inglés).
Como ha señalado Biden, dado que el mundo necesita un líder y Estados Unidos debe retomar ese papel, su misión −con eje en un “credo” basado en estereotipos y mitos difundidos en el imaginario popular, como el de la Tierra Prometida, el Destino Manifiesto y el “excepcionalismo” estadunidense− será regenerar el sistema capitalista, monopolista-estatal, imperialista. Su mensaje ha sido “Build Back Better” (“Volver a construir mejor”), eufemismo para aplicar la agenda salvacionista del great reset y la “nueva normalidad” de Davos. Lo que augura un recrudecimiento de la diplomacia de guerra, consustancial al papel de EE.UU como potencia hegemónica del capitalismo mundial, desafiado hoy por China en los campos de la producción y las comunicaciones de quinta generación (5G), y del multilateralismo en las Naciones Unidas.
A diferencia de Trump, quien pese a su fama de apocalíptico fue el único presidente de EE.UU que no inició ninguna guerra en varias décadas, Biden sabe cómo hacerlo, ya que durante 40 años en los laberintos del poder en Washington −36 como senador y ocho como vicepresidente de Barack Obama, quien lo apadrinó ahora a la presidencia− fue cómplice, beneficiario y/o testigo de los jugosos contratos y concesiones ofrecidas a las corporaciones del complejo militar-industrial; uno de los arquitectos clave en la implementación del Plan Colombia en 1999 (bajo la administración Clinton), que militarizó y paramilitarizó a la sociedad de ese país sudamericano, con saldo de 7.4 millones de desplazados internos, así como de la reconversión de los narcotraficantes en “narcoterroristas” después del 11 de septiembre de 2001, con Bush, para justificar el modelo de “guerra a las drogas” que luego se exportó a México durante el gobierno de Felipe Calderón; proporcionó cobertura política para la invasión a Irak del republicano George W. Bush con eje en la fake news sobre las armas de destrucción masiva; después del crash de las hipotecas subprime de 2008 apoyó el salvataje concedido por el Tesoro a los banqueros corruptos; como vicepresidente del Premio Nobel de la Paz, Obama, el “somnoliento” Joe (como lo llamó Trump) impulsó la doctrina de la “guerra preventiva” de Bush para desatar una guerra civil en Siria armando a los “rebeldes” terroristas de Estado Islámico (ISIS), intervenir y destruir el Estado libio, apoyar la agresión saudita en Yemen y un largo etcétera.
Amén de que con una renovada retórica propagandística de “guerra fría”, Biden calificó al gobierno de Vladimir Putin como un “sistema de cleptocracia autoritario” y llamó “matón” al presidente chino Xi Jinping. Y de que con Kamala Harris haya declarado que Venezuela y Cuba son “dictaduras”, lo que augura la continuación de la política bipartidista de “cambio de régimen”, misma que según Obama no funcionó durante 60 años con la isla.
Como lo demuestran los millonarios donativos para las campañas de Trump, (Mike) Pence, Biden y Harris, los partidos Demócrata y Republicano responden a los intereses de los grandes fondos de inversión y las corporaciones, lo cual −aunque representan a fracciones diferenciadas del gran capital− les imprime una similar identidad clasista. Ambos partidos son los administradores del imperio. La actual polarización en EU no es entre esos partidos, sino refleja la contradicción antagónica básica del sistema capitalista: capital/trabajo; deriva de la desigual distribución de la riqueza entre explotadores y explotados, contradicción que en la coyuntura electoral los aparatos ideológicos y otros mecanismos de control y poder del Estado han ocultado, para imponer la ideología de la clase dominante.
La fórmula Biden-Harris fue acuñada por los intereses del complejo digital-financiero, por lo que el poder real seguirá en manos de BlackRock, Vanguard, State Street; los consorcios digitales (Big Tech) de los plutócratas del Silicon Valley: Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft); las grandes compañías farmacéuticas (Big Pharma) y fundaciones privadas como Gates y Wellcome Trust. La agenda de Davos requiere al dúo Biden/Harris, no a los ahora disfuncionales Trump/Pence. Y con Larry Fink “asesorando” a la Reserva Federal (FED), a partir de enero Washington intentará una nueva “revolución” mundial; la instauración de una distopía planetaria sin precedentes.