“La revolución de independencia, iniciada en Yara después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra”. Como muchos recordarán, así comienza el Manifiesto de Montecristi, aquella proclama que redactara José Martí en la ciudad dominicana de ese nombre, el 25 de marzo de 1895, bajo el título de “El Partido Revolucionario Cubano a Cuba”. Junto a su firma está la de Máximo Gómez, el General en Jefe del Ejército Libertador, electo mediante una votación de jefes organizada por Martí en su condición de delegado del Partido Revolucionario Cubano (PRC). Así, en este documento, las dos principales personalidades de la contienda desatada casi exactamente un mes atrás exponían el programa que la sustentaba, es decir, sus objetivos mediatos e inmediatos de miras continentales y universales, y el tipo de república inclusiva y popular que sería instaurada al triunfo de los patriotas sobre el colonialismo español.
Mucho se dice en esas pocas palabras iniciales. Si omitimos las frases entre comas, la lectura de la idea principal quedaría así: “La revolución de independencia (…) ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra”. Mas, para que no haya dudas de la continuidad entre la contienda del 68 y la del 95, la idea intercalada identifica con el topónimo de Yara la guerra de 1868. Uno se pregunta: ¿por qué Martí no escribió Demajagua, el nombre del ingenio de Céspedes donde fue dado el grito de independencia el 10 de octubre de 1868? Quizás influyó el hecho de que ya muchos se referían al Grito de Yara, o tal vez lo escogió por ser el lugar del primer choque armado; suceso muy significativo, pues a pesar de que no ocurrió una victoria patriótica, constituyó el verdadero inicio de las operaciones militares de la Guerra de los Diez Años. Relevante es la tesis central expuesta desde la apertura del Manifiesto: los alzamientos del 95 son continuidad de la Guerra del 68. Se trata, entonces, de un mismo proceso revolucionario. El primer período fue muy cruento, desde luego, pero glorioso, lo cual deja un saldo positivo, si bien no puso fin a la colonia.
Obsérvese, además, que Martí establece la existencia de una “revolución de independencia” que ha abierto un período de guerra. Con ello deja implícito que al término de esta se continuaría esa revolución bajo otro período, obviamente la república. Más adelante, en el cuerpo del documento, nos habla de este tema. La lucha armada, por tanto, era parte de un proceso mayor que pasaría a ese otro período tras el triunfo.
La Guerra de los Diez Años, y de cierto modo la Guerra Chiquita, dieron lugar a análisis y discusiones en el campo patriótico para exponer las causas del fracaso de sus objetivos anticoloniales y abolicionistas respecto a la esclavitud. Como expresé hace muchos años, dos tendencias opuestas explicaron la frustración de la Guerra Grande, y desde ellas se fundamentaron los criterios para continuar la batalla por la patria libre. Para muchos jefes militares la responsabilidad de las divisiones internas que debilitaron a los patriotas recayó en la estructura acordada durante la Asamblea de Guáimaro: los choques entre los dos poderes civiles de la República en Armas —la Cámara de Representantes y el presidente. Por ello, defendieron el criterio de que la dirección patriótica estuviese en manos militares. Para otros, temerosos de un caudillismo castrense, fueron las indisciplinas de los jefes militares las culpables del fin de la Guerra del 68, por lo que defendían la necesidad de un aparato civil que dirigiese cualquier nueva contienda.
Sin duda, fue Martí quien encontró la salida adecuada al fundar el Partido Revolucionario Cubano en 1892. Trascendió así aquella disputa cuando creó una agrupación política propia del mundo moderno, cuyo fin no era alcanzar el control del poder del Estado, sino impulsar la lucha armada para eliminar la subordinación colonial y crear el Estado independiente. El PRC fue un mecanismo de unidad por encima de las facciones patriotas, cuyo radio de acción abarcaba las emigraciones y a los conspiradores dentro de la Isla, obligados, desde luego, a actuar en la clandestinidad. El Partido tenía que ensayar los modos de ser de la futura república, y por eso no dio lugar a un voluminoso aparato tendente a la burocratización, sino que se basó en un ejercicio democrático con una sencilla estructura sometida a elecciones anuales: los clubes elegían sus directivas y sus presidentes formaban por derecho propio el Cuerpo de Consejo de la localidad, y de su seno elegían al presidente de ese instancia. En todos los clubes se votaba, año tras año, para elegir al tesorero y al delegado, los dos únicos cargos de la instancia máxima. Para cerrar esa práctica democrática, cada club tenía amplia libertad de acción, solo limitada por los Estatutos, que establecían las estructuras, y las Bases, que fijaban los objetivos de la organización. Estos últimos perseguían preparar la guerra de espíritu republicano y, una vez conquistada la independencia, instaurar una república plenamente soberana ante cualquier gobierno extranjero.
El proyecto martiano era, pues, una suerte de escalones que se relacionaban entre sí: cada uno no constituía un fin en sí mismo, sino que conducían, con la independencia y la creación del Estado nacional, a una revolución en la sociedad cubana que debía eliminar las estructuras, los modos de vida y la cultura social de cuatro siglos de colonia. La república ha de entenderse entonces como el remate de un proceso iniciado desde los preparativos insurreccionales, por eso nos habla Martí en el Manifiesto de Montecristi de “la revolución de independencia”. El Apóstol une ambos conceptos: la revolución requiere de la independencia. Añade que esa revolución había entrado desde el 24 de febrero de 1895 en “un nuevo período de guerra” para llegar a esa independencia política. Sin embargo, sabemos, como lo desarrolla in extenso en el propio Manifiesto y como años atrás había repetido, que esa revolución no era meramente el cese del dominio colonial español, sino las hondas transformaciones para alcanzar “toda la justicia”; no para no echar a un lado a los sectores populares, a ese “hombre natural” que él había identificado como el indio, el negro y el campesino en su ensayo magistral titulado “Nuestra América”.
Por eso en 1880, durante su lectura en el Steck Hall, donde por primera vez habló ante los emigrados de Nueva York, dejó fijados dos principios básicos que significaban la novedad de la revolución por la que había que luchar luego del Pacto del Zanjón. Por una parte, no se trataba de la revolución de la cólera, sino de la revolución de la reflexión; es decir, no podía ser el estallido ante la violencia hegemónica de la dominación colonial, sino la materialización de un proyecto transformador muy bien pensado, estructurado y conducido. Por otra parte, tal proyecto debía partir de considerar que el pueblo, la masa adolorida, era el verdadero jefe de las revoluciones. Sobre semejantes principios pensó y trabajó Martí hasta fundar en 1892 el PRC. Dedicó su esfuerzo a concientizar a los patriotas en torno a ese proyecto y a preparar la guerra “necesaria”, porque el colonialismo español no dejaba otra salida.
Esa revolución martiana sería plena, y trabajaría por cumplir deberes continentales y universales tales como la concertación de la acción defensiva de los pueblos de nuestra América y la eliminación de la amenaza de las fuerzas expansivas de los Estados Unidos, cuyos monopolios y políticos imperialistas pretendían dominar estas tierra en su provecho. Para el Maestro ese era el servicio oportuno que el “heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo”. Por eso cuando cayó el primer combatiente en el primer choque armado del 24 de febrero, lo hizo por la independencia y la república de Cuba, pero también por una revolución por el “bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América y la creación de un archipiélago libre”, como escribió Martí en las páginas finales del Manifiesto de Montecristi. Tal fue y es la convocatoria de revolución de José Martí.