En todas las civilizaciones y todos los tiempos existieron hombres y mujeres que supieron interpretar su momento y su circunstancia histórica. Personas lúcidas que posaron su mirada allende el pensamiento dominante, enfrentando las corrientes de su época y entorno. El polaco Nicolás Copérnico fue uno de ellos. Él había comprendido cómo funcionaba el universo y que la Tierra orbitaba en torno al sol, y no al revés según la doctrina dominante. En el campo político y artístico, en el filosófico y el científico existen ejemplos análogos por doquier: el emperador romano Constantino, Mahatma Gandhi, Olympe de Gouges, Martin Luther King, Emiliano Zapata, Eva Duarte de Perón o George Washington. A esta lúcida raza de mujeres y hombres decididos pertenecieron sin dudas Fidel Castro, el egipcio Gamal Nasser y Hugo Chávez. Todos ellos grandes intérpretes de las fuerzas subyacentes de la historia, dispuestos a actuar según su idea del mundo y su sentido histórico.
Curiosamente entre el unificador arabista Gamal Nasser (presidente de Egipto entre 1954 y 1970) y Hugo Chávez existen analogías insoslayables, pues sus derroteros fueron similares en múltiples aspectos. Parecidos ideales y ansias de unión estratégica, cada uno en su entorno natural. Algún día alguien escribirá un libro todavía pendiente sobre ambos personajes, hermanos de causa a pesar de pertenecer a universos diferentes: los dos fueron socialistas y surgieron de ámbitos castrenses. Ambos buscaron la unión estratégica, económica y cultural de sus naciones hermanas. Sus obras políticas fueron vertebradas por una oposición tenaz a todo colonialismo. Fueron también líderes que murieron jóvenes, en la plena madurez quincuagenaria (Nasser con 52 años y Chávez con 58). Y de la misma manera que el legado de Nasser sigue intacto en el espíritu colectivo de las naciones árabes, separadas y sometidas por las diferentes hegemonías europeas a lo largo de historia moderna; la herencia revolucionaria de Hugo Chávez y su visión estratégica permanece intacta allende su inesperada –y acaso sospechosa– muerte.
Hugo Chávez supo, vio, entendió y concluyó que el camino irremplazable de América Latina era uno: la unión orgánica y la confrontación efectiva con aquel poder que históricamente avasalló la dignidad continental década tras década: Estados Unidos de Norteamérica.
La voluntad común latinoamericana de Hugo Chávez nos fue legada para entender que se puede (y se debe) enfrentar toda forma de imperialismo. Al igual que Fidel, Chávez fue el líder moderno que renovó el camino señalado por Simón Bolívar. De allí que asumió como propio el nombre de bolivariano, como una encarnación casi mística y continuadora de aquel sendero trazado en los inicios de nuestra emancipación.
Por todo lo señalado y por mucho más, creer que el legado chavista murió con Chávez resulta un absurdo error de cálculo. Un análisis fallido desde todo punto de vista, pues la propia historia nos da la respuesta.
Ni el legado de Nasser, ni el de Gandhi, Fidel o Nelson Mandela, si vamos al caso, pudo aún ser enterrado o ignorado, pues ellos todavía influyen y modifican la realidad de este siglo XXI. De idéntica manera, Hugo Chávez solamente fue enterrado en cuerpo, pero sus ideas siguen intactas mudando el decurso continental de múltiples maneras. Su pensamiento político y su liderazgo personal rebozante de amor hacia las sociedades con vocación de liberación, convierten a la herencia chavista en un protoplasma vital para el crecimiento de nuestro continente. Una sangre nueva disponible para cada generación futura de nuestras comarcas. Hoy Chávez sigue vivo. Pero no sólo vivo, sino vigente e inspirador y –lo más importante– pleno de una fuerza revolucionaria que es terrenal y a la vez extraterrena. Es decir, inmortal.