La fallida invasión a Cuba en Bahía de Cochinos en 1961 fue un punto culminante para Estados Unidos en sus estrategias para evitar el triunfo de una Revolución socialista a las puertas del gigante capitalista.
Recordar la derrota norteamericana en Bahía de Cochinos el 16 de abril de 1961 significa no olvidar un axioma muy demostrado por la historia: que los imperialismos no son invencibles frente a la determinación de los pueblos.
En el caso del pueblo cubano, su historia grande -luego de la gesta martiana- se había iniciado el 1 de enero de 1959 con la entrada a La Habana del movimiento insurreccional comandado por Fidel Castro. Empezó así un período histórico sin precedentes para América Latina. La Revolución Cubana iniciaba su existencia y con ella una etapa de alcances políticos y filosóficos de muy difícil estimación pues, entre sus muchos legados, señaló un sendero claro para este siglo XXI que se anuncia peligroso para el género humano.
En 1959 presidía Estados Unidos Dwight Eisenhower, que en los años previos siguió de cerca las evoluciones táctico-militares del Movimiento 26 de Julio liderado por Fidel, que tras pocos años de victorias continuas consiguió finalmente derrocar a un gobierno criminal y opresor que se valía de la tortura, la explotación campesina y la entrega de los recursos isleños a las corporaciones norteamericanas, como condición perversa que lo mantenía en el poder. Caído Batista, fue también Eisenhower el que autorizó a la CIA a que ejecutase los planes de desestabilización interna contra el nuevo gobierno revolucionario.
Sin embargo, fue el siguiente ocupante del Salón Oval -el presidente John Fitzgerald Kennedy (1961-1963)- el que intervendría de manera directa en 1961 para frenar las conquistas sociales de aquellos hombres de barba espesa y fumadores de habanos, que combatían junto a mujeres tormentosas vestidas de fajina y que portaban fusiles. Juntos habían liberado a un país en el Patio Trasero norteamericano.
La Guerra Fría estaba en su cúspide y Cuba ya contaba con apoyo soviético, pero aun así no dejaba de ser una isla pequeña que retaba a un gigante dispuesto a aplastarla. El exitoso experimento cubano se atrevía a cuestionar al sistema capitalista y las formas neocoloniales que Washington imponía en todo el Caribe. Fue entonces que Kennedy decidió iniciar los habituales procedimientos violentos de intervención directa que habían signado la política exterior estadounidense desde sus inicios. Para ello los estrategas y asesores presidenciales echarían mano de mercenarios serviles a sus fines: los residentes cubanos en Miami. La gusanera.
Para el presidente Kennedy y sus halcones Richard Bisell (funcionario de alto rango de la CIA) y el propio hermano del presidente, Robert Kennedy, resultaba prioritario que una invasión armada pareciera una iniciativa de disidentes cubanos sin la intervención de Washington, algo que finalmente no pudo ocultarse. El plan inicial diseñado por Bisell fue modificado por los Kennedy, influenciados por el Secretario de Estado, Dean Rusk, preocupado por la imposibilidad de negar la participación estadounidense ante un gran despliegue logístico. Se decidió entonces reducir el número de aeronaves atacantes a la mitad –apenas 8 aviones– entre otras medidas.
Durante las primeras horas del sábado 15 de abril de 1961, aviones B-26 pintados con insignias cubanas en su fuselaje, entraron al espacio aéreo cubano para bombardear los aeropuertos militares de San Antonio de los Baños, el aeródromo Antonio Maceo de Santiago de Cuba y la base de Ciudad Libertad. Y a pesar de que alcanzaron a destruir algunos aparatos de la exigua fuerza aérea revolucionaria, el ataque no fue definitorio.
Esa misma mañana, el embajador cubano ante la ONU, Raúl Roa, señaló directamente a los Estados Unidos como responsable de la incursión. Su par norteamericano, Adlai Stevenson, rechazó categóricamente la acusación cubana y afirmó que aquel ataque era obra de pilotos disidentes sublevados contra Castro, pero –como registra la historia moderna y pretérita estadounidense– las argumentaciones para sostener sus acciones hegemónicas suelen ofender la inteligencia más básica en los ámbitos diplomáticos. La mano de Washington en esa pequeña guerra focal que apenas duraría 65 horas, resultaba indisimulable. Imposible ocultar la verdadera naturaleza de esa intentona claramente imperialista.
En Cuba, en sus ciudades, sierras y llanuras, el pueblo se movilizó con las armas otorgadas por la Revolución para enfrentar el peor escenario posible: una invasión estadounidense a gran escala para volver las cosas al viejo orden colonial. Lo que ese pueblo liberado no llegó a comprender en aquel momento histórico, fue que el enemigo no estaba a su altura. Muy atrás quedaba el valor estadounidense comparado con el espíritu que movilizaba a aquellos cubanos renacidos. En perspectiva, los halcones militares norteamericanos se parecían más a una ardilla nerviosa que a un águila imperial. Estados Unidos (y todas sus administraciones desde 1959), siempre supieron que una guerra frontal contra Cuba terminaría en una costosa carnicería fracasada (como más tarde sería Vietnam). Cuba se había convertido en una roca poderosa e inexpugnable a los ojos de ese gigante armado pero sin testosterona.
Al día siguiente del primer ataque aéreo, Fidel Castro dirigió personalmente las acciones defensivas, no sin antes dar un histórico discurso en las calles de La Habana que escucharon miles de ciudadanos muñidos de fusiles listos para defender el patrimonio de todos: la nueva Cuba emancipada. Fue también en esa hora que Fidel anunció al mundo que la Revolución Cubana era además socialista y marxista-leninista.
Mientras Fidel hablaba a su pueblo, ya estaban en camino desde Puerto Cabezas –en Nicaragua– las fuerzas expedicionarias terrestres que llegaron a Playa Girón (actual provincia de Matanzas) durante la madrugada del lunes 17 de abril. Fueron 1200 mercenarios de la denominada Brigada 2506 y transportados por los buques provistos por la CIA.
La cabecera desembarcó sin dificultades, pero al amanecer aviones Hawker Sea Fury y Lockheed T-33 que no fueron destruidos por el ataque a las bases cubanas del día 15, derribaron siete bombarderos B-26 que integraban las fuerzas invasoras. La aviación cubana también logró dañar seriamente los buques Houston y Río Escondido, cerca de Playa Larga, malogrando así el apoyo logístico a los atacantes (armas y pertrechos contenidos en sus bodegas).
El miércoles 19, ante la inevitable derrota estadounidense mediante diversas acciones imposibles de detallar en este simple artículo, el gabinete de Kennedy se halló en la disyuntiva de acudir en auxilio de los expedicionarios y evidenciar así ante el mundo su maniobra imperialista, o bien abandonar a su suerte toda la operación fallida que culminó en una humillante derrota, convirtiéndose en la primera y absoluta capitulación del imperialismo estadounidense en América Latina.
Como de costumbre y de manera pragmática, Washington decidió abandonar a sus soldados mercenarios, en tanto eran para ellos simples peones al servicio de su política exterior. A Estados Unidos jamás le tembló el pulso para dejar en el fango a sus servidores coloniales: Vietnam, La Contra nicaragüense o las dictaduras del Cono Sur corrieron la misma suerte cuando éstas ya no les sirvieron a sus fines.
La victoria revolucionaria de Playa Girón fue la hora decisiva para Cuba y para el resto del continente, no sólo porque afianzó la autodeterminación de toda una sociedad, sino porque demostró que un pueblo resuelto siempre vence, sin importar la talla del opresor. Una lección de enorme significancia en estos años de reacomodamientos geopolíticos, en los cuales Estados Unidos comienza a perder el rumbo de su hegemonía cada vez más tambaleante, mientras mira con ojos ávidos hacia nuestro sur, suponiendo que en nuestras comarcas hallará refugio para continuar su decadente sueño imperial. Pero desde aquí decimos, iluminados por el hermoso resplandor de Playa Girón… ¡No pasarán!
Fuente: Blog REDH-Argentina