En el verano de 1967 viajé a África. De ese viaje tengo luminosos y vagos recuerdos a la vez. Fue mi primer viaje a ese continente maravilloso tan saqueado y vilipendiado por el llamado occidente cristiano. Después de una escala en Praga y otra de tres días en París, llegué a Costa de Marfil y particularmente a Abidjan, su ciudad más poblada, situada frente a la hermosa laguna de Ébrié. Costa de Marfil, y sus pobladores costeños sobre todo, fueron víctimas también del tráfico negrero que como se sabe duró casi 400 años. La Costa de Marfil, llamada así porque exportaba colmillos de elefantes, quedó siempre en mi memoria como un paraíso con ventanas abiertas al infierno. Allí, en aquella ciudad de grandes edificios y hoteles de lujo, tuvo lugar un congreso de africanistas en el que, con orgullo de principiante, expuse mi tesis sobre la función social del mito en la cultura cubana.

Entre los recuerdos más nítidos de ese viaje guardo como en un baúl abigarrado la visita a los mercados y a la selva tropical del Grand Bazzam. Sobre el mercado y la gran selva, a mi regreso a La Habana, escribí dos reseñas, una para Rogelio Martínez Furé y la otra para Fernando Ortiz, en las que describo el deslumbramiento que me produjo esa inolvidable experiencia. A don Fernando le leí la reseña en su casa, pues él ya había perdido la visión del ojo derecho y le era casi imposible leer.

Una de esas ventanas se abrió al infierno cuando una masa humana hambrienta irrumpió en los alrededores del hotel donde nos obsequiaban una cena con suculentos platos africanos y franceses. Las autoridades del país hicieron lo imposible por detener aquella multitud, pero fue inútil. Aun así nada pudo ensombrecer la belleza del país, sus playas, sus selvas húmedas, sus mercados y sus gentes. Fui testigo, sin dudas, de una experiencia contradictoria, que me llevaba como de golpe del paraíso terrenal a la dura realidad. Eso para no hablar de la ya concebida diferencia de clases sociales. Vale la pena recordar que la historia de África ha sido siempre muy trágica. Milenios antes de nuestra era África había sido un escenario de civilizaciones, imperios y reinos. La prehistoria africana se caracterizó por el avance tecnológico y el uso de los metales mucho antes que Europa, pero la horrenda trata atlántica cosificó al ser humano proveniente de África como un ente sin identidad, es decir, una simple mercancía, o mejor, una moneda de cambio. Para nadie es ya un enigma que África fue cuna de la especie humana, y entre otros patrimonios visibles están las pinturas rupestres que lo testifican. Las organizaciones sociales, los reinos y los imperios aún subsisten en el continente con expresiones de alto desarrollo cultural y político.

Treinta años después de ese primer viaje tuve la oportunidad de visitar otros países del África austral y de la zona que baña el río Congo, en el área lingüística bantú, es decir, en el oeste africano, tan familiar a los cubanos por las heroicas batallas en Angola y Namibia. Con el Programa Ruta del Esclavo de la Unesco, del que fui uno de sus fundadores, visité también países de la Costa de Guinea. Pero fue Benin, antiguo reino dahomeyano, asiento de los grupos étnicos ewe-fon, el sitio donde se crearon las bases de ese Programa, específicamente en el puerto de Ouidah, embarcadero de esclavos desde principios del siglo XVI hasta bien entrada la trata negrera en los siglos XVIII y XIX.

Como nunca sabremos con exactitud cuántos hombres, mujeres y niños fueron extraídos de las costas de África, ya que al prohibirse la trata en 1807 por los ingleses y luego refrendada diez años más tarde por España, mediante un tratado que nunca se cumplió, es imposible calcular la cantidad de «piezas de ébano» que llegaron a América.

El tráfico continuó de modo clandestino y se fueron a pique las estadísticas como se echaban por la borda a los esclavos que se enfermaban en la travesía. Ouidah tiene un triste pasado histórico. Para los africanos es emblema de oprobio y humillación. En complicidad con el rey tribal los esclavos del antiguo Dahomey eran conducidos a los barcos negreros con argollas en el cuerpo y grillos en los pies. El apellido De Sousa resuena como un baldón en la mente de los beninenses, ya que se sabe que los portugueses fueron los primeros en involucrarse en este sucio negocio mercantil. Ouidah es de casas de adobe con techos de argamasa de hierbas o de latón y pisos de tierra.

Desde Ouidah no se ve el mar, pero se siente como una fuerza maléfica. En Ouidah vive Hounou, el jefe supremo del vodú. No reparo en hacerle una visita. Hounou ya había sido visitado por otro cubano, el pintor Manuel Mendive, que dejó allí un bello mural que se integra perfectamente a la estética del lugar.

Hounou me recibe con su sombrero de tela sentado en una gran silla de caoba tallada profusamente. Me expresa su deseo de ir a Cuba, pues sabe que allá se practica el vodú por los haitianos y sus descendientes. Yo no he conocido a ningún Papa del Vaticano pero sí al Papa del Vodú, el majestuoso Hounou, alto y recio como un baobab.

Me despedí del él con un apretón de manos y con la mirada de sus ojos azulados de viejo gurú clavada en mi memoria. El sonsonete de una orquesta de salsa beninense es el recuerdo más vivo que tengo de esa despedida del país de los loas y los zombies.

De Benin cruzamos por uno de los puentes más largos del mundo a Nigeria, donde predomina la lengua yoruba y desde luego, el inglés. La frontera entre Benin y Nigeria, por la zona de Lagos es un hervidero de transeúntes y autos. Una frontera donde asoman sus caretas occidentales una gama de Mercedes Benz y Renaults.

Se contrasta de inmediato la laxitud beninense dejada atrás con la estruendosa energía de los nigerianos. Se respira agitación y holgorio cuando llegamos al país de los orishas, ya muy penetrado por la presencia musulmana. Pero un sentimiento de íntima familiaridad me asaltó de inmediato. Lo primero que hice fue dirigirme al Mercado de la Marina, tan cromático y deslumbrante como los mercados de Benin, pero de proporciones inimaginables. Creo que es el mercado al aire libre más grande del mundo. En realidad, es una ciudad. Una vez escribí que nada es más parecido a un solar habanero que un hueco del Mercado de la Marina. Hay hervor, gritos y violencia pero ni una pizca de procacidad. A las cinco de la tarde se aglomeran allí los musulmanes habitantes de Lagos para esperar el sagrado ritual del ramadán. ¡Agó, Agó! es la voz que se impone para abrirle paso a los clientes en el mercado. Majeobe, jefe religioso de la etnia yoruba, me cuenta que cuando Olofi hizo el mundo reunió muchos poderes y virtudes entre los pueblos del antiguo imperio de Oyó. Se despide de mí con un saludo de God bless you, y su sonrisa de sabio. Maje, como le llama el pueblo, es un ícono con todas las de la ley.

A pesar de la presencia musulmana, la cultura de los yoruba se siente viva. La tradición en Nigeria es como algo sacrosanto que subyace. Aun cuando no se pertenezca a la vieja religión de los orishas, ellos están ahí, en el fondo de los ríos, en las piedras y en las copas de los árboles, como Iroko. Y eso lo sabe, mejor que nadie, Wole Soyinka, el nigeriano de Abeokuta, Premio Nobel de Literatura, y mi anfitrión en los predios de Yemayá. Si ese no fue un viaje a una de las raíces más importantes de la cultura cubana, que venga el Supremo y me desmienta, porque Cuba sin África no sería Cuba.

Fuente: Granma

Por REDH-Cuba

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