Nadie, salvo alguien increíblemente lúcido, hubiese imaginado antes de 1969 que el último genocidio del siglo XX sistematizado y estructurado como una logística para la muerte –el Holocausto judío– iba a estar emparentado con el primer genocidio de similares características del siglo XXI: la limpieza étnica palestina en Gaza y Cisjordania. ¿Quién hubiese podido prever que las víctimas de aquella Shoá perpetrada por los nazis durante la II guerra Mundial, se convertirían en los asesinos y arquitectos responsables de la aniquilación de otro pueblo?
El año 1969 que inicia este artículo no es azaroso. Ese fue el año en que la célebre primera ministra israelí, Golda Meir –la primera mandataria en ser llamada Dama de Hierro, antes que la británica Margaret Thatcher– asumió la dirección del Estado de Israel hasta 1974. Golda Meir era mujer inflexible que pregonaba la paz pero iba a la guerra de manera implacable y ayudó como nadie a forjar una filosofía supremacista en la geopolítica israelí. Famosa fue su frase “prefiero que nos critiquen a que nos compadezcan”.
Desde entonces, Israel fue convirtiéndose paulatinamente en un Estado agresor que no solo luchaba por su supervivencia en una geografía rodeada de países árabes que se declaraban enemigos, sino también en una potencia militar regional aupada a su alianza con Estados Unidos. Alianza que se estrechó hasta convertir a Israel en un verdadero lumpen-Estado al servicio de los intereses norteamericanos en Oriente Medio, con todas las prerrogativas que ello puede acarrear en términos estratégicos. En el caso de Israel, eso se tradujo en un flujo casi infinito de ayudas económicas que no requieren devolución alguna por parte de Tel-Aviv. Decenas de miles de millones de dólares al año que hicieron de Israel un productor-exportador de armas de dimensiones monumentales, además de permitirle desarrollar industrias tecnológicas de avanzada en materia farmacéutica, física nuclear, producción agropecuaria y tecnología aeroespacial, entre otras.
A diferencia de otros lumpen-Estados sostenidos o tutelados informalmente por Estados Unidos –como Colombia en nuestra región latinoamericana– Israel fue financiado y prohijado para que se convirtiera en un hegemón a sueldo en su área de influencia. Al punto que hasta se le facilitó la posesión de armamento nuclear, del cual se cree Israel posee unas 90 ojivas nunca confirmadas.
Este conjunto de factores y fortalezas inducidas desde Washington, sumado al sesgo racista y supremacista –el pueblo elegido por Dios– que es consustancial a la idiosincrasia de los judíos sionistas asentados en los territorios hoy denominado Estado de Israel, dieron forma a un verdadero enclave perturbador para la paz mundial, que no solo sobreactuó su idea de una defensa legítima para asegurar su integridad territorial luego de su formación en 1948, sino que ha derivado hacia formas de interpretación geopolítica claramente coloniales y expansivas, volcadas de lleno a la implementación de un sistema de crecimiento territorial de lesa humanidad injustificable, y que los estrategas sionistas renuevan y reinventan año tras año y década tras década. Basta mirar en un mapa político cómo su territorio fue ampliándose, en detrimento de sus vecinos palestinos, poseedores ancestrales del país y luego expoliados, reducidos a dueños de la porción asignada por las Naciones Unidas en la partición de 1947 (Resolución 181 de la ONU).
Israel ha demostrado su eficiencia y capacidad para acorralar geográficamente a la nación palestina, empujada cada vez más hacia verdaderas reducciones dentro de su propio y mermado territorio, confinada en verdaderos ghettos a cielo abierto, que es en lo que se han convertido la Franja de Gaza y Cisjordania.
Pero también el plan de exterminio Israelí se manifiesta cada vez más desembozado, luego de décadas de avasallamientos que intentaban pasar por medidas de seguridad para contener a los rebeldes palestinos irremediablemente desesperados. El arrasamiento de olivares milenarios, de aldeas completas, de edificios, de escuelas, centros de salud y granjas palestinas, ha ido permitiendo el avance de colones israelíes, en una verdadera estrategia de caracol: lenta pero sostenida, hasta que llegue el ansiado día en que se cumpla el objetivo anhelado: desaparecer del mapa a la nación palestina y llevarla hacia su definitiva Nakba (desastre o catástrofe, o bien éxodo palestino).
Una de las principales prerrogativas para Israel por ser un lumpen-Estado al servicio norteamericano, es el blindaje inmunitario ante las Naciones Unidas y la comunidad internacional, que no la somete a sanciones efectivas, ni embargos, ni medidas coercitivas por violar de manera continua y flagrante los más elementales derechos humanos contemplados por las Naciones Unidas.
Stephen Zunes, catedrático de Estudios de Medio Oriente de la Universidad de San Francisco, señaló recientemente que Washington ha vetado no menos de 45 resoluciones críticas con Israel, “haciendo así que el Consejo de Seguridad sea efectivamente impotente”.
Esta impunidad internacional ha provocado en los sectores duros de Israel, tanto militares como políticos (con el premier Benjamin Netanyahu a la cabeza), un verdadero síndrome de autocomplacencia supremacista, muy semejante en esencia a la mística que sobrevolaba en las Schutzstaffel del ejército nazi. Las siniestras SS, que desplegaban tácticas de aniquilación, deportación y éxodo de los judíos en toda Europa, tal y como el ejército israelí hace hoy con los palestinos. Ambos ejércitos fueron imbuidos de consignas dogmáticas de origen racial y cultural que se autoperciben como elegidos y con derecho a tutelar o disponer de los pueblos inferiores que se interponen en sus planificaciones estratégicas.
Esta morfología del pensamiento judío sionista (no de todo el pueblo judío, rico también en humanistas solidarios con sus vecinos palestinos), va siendo cada vez más visible, en tanto este supremacismo sionista está a las puertas de alcanzar los objetivos planteados medio siglo antes, tras la triunfal guerra del Yom Kippur (octubre de 1973) contra sus vecinos sirios, egipcios, jordanos y otras naciones árabes.
El líder del Partido Zehut (Identidad, en hebreo), Moshe Feiglin, ensayista y activista político sionista, incluso ha planteado públicamente propuestas de exterminio, desplazamiento y usurpación irrestricta de los territorio palestinos de Gaza. Sus propuestas señalan que: “Todo punto de donde haya partido un ataque contra Israel o contra las fuerzas armadas de Israel se convertirá de inmediato en blanco y será atacado masivamente sin consideración alguna por los escudos humanos y los daños al medio ambiente.” Y también: “Cuando las fuerzas armadas de Israel hayan debilitado lo suficiente los blancos enemigos mediante bombardeos aéreos y artillería de largo alcance, dichas fuerzas lanzarán su infantería a la conquista de todo el territorio de Gaza, velando por hacer correr el mínimo de riesgos y sufrir el mínimo de daños a sus soldados y sin tomar en cuenta ningún otro tipo de consideración. Las Fuerzas de Defensa de Israel y los Servicios de Seguridad israelíes (GSS o Shin Bet) eliminarán hasta el último de todos los enemigos de Israel sobre las armas.”
Estas expresiones, que bien podrían ser interpretadas como las efusiones de un político del ala dura sionista como es Moshe Feiglin, son en realidad cristalizaciones visibles de un sustrato orgánico cada vez más tangible en el campo de acción, en donde las metodologías genocidas van perdiendo sus máscaras y se practican de manera infame a plena luz y a la vista internacional. Ya queda menos territorio palestino, debido sobre todo al desequilibrio en la correlación de fuerzas: un ejército todopoderoso como el israelí, frente a intifadas populares que se sirven de piedras contra carros blindados, topadoras y soldados pertrechados con la más avanzada tecnología antipersonal.
Lo interesante de esta última escalada contra el pueblo palestino, es que va despejando de plumajes y artificios dialécticos a la genuina agenda israelí en el tema. Y aunque esta cáscara ya resultaba endeble en 1978 cuando se celebraron los Acuerdos de Paz de Camp David, bajo el auspicio de Jimmy Carter, es ahora en donde la sombra hitleriana parece avanzar de manera inconfundible sobre la filosofía y la praxis de un Estado que nació como el fruto venenoso de los imperialismos europeos. Israel surgió al amparo del imperialismo británico para terminar refugiándose en su continuador, que es el imperialismo estadounidense.
Por otra parte, Israel nos obliga a reflexionar sobre nuestra criminal pasividad. Sobre cómo el mundo, los líderes nacionales, nuestros presidentes y representantes miran pusilánimes un genocidio televisado sin apenas mover un dedo del poder que les fue conferido. Aunque más no sea diciendo una frase directa, clara y revulsiva contra el aparato genocida estatal. O aislando a Israel diplomáticamente, como expresión fáctica de que no aprobamos ni toleramos un nuevo genocidio tras las lecciones que nos dejó el siglo XX. Eso significaría, ni más ni menos, que abonar nuestro propio genocidio en ciernes, en esta civilización necrófila dominada por genocidas de cuello blanco y códigos de barras.
“Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Así que, por sus frutos los conoceréis.” (Mateo, Cap. 7: 15,18, 20)
Fuente: Blog REDH Argentina