La vileza define el ambiente de violencia estatal desde Cali (Colombia) hasta Durban (Sudáfrica), aunque cada contexto es diferente y la profundidad de la violencia es particular al lugar. Las imágenes de las fuerzas de seguridad reprimiendo a personas que buscan expresar sus derechos políticos se han vuelto cotidianas. Es imposible seguir la pista de los acontecimientos, que pasan rápidamente de manifestaciones públicas a escenas en tribunales, de disparos de gases lacrimógenos a la frustración invisible de la celda de prisión. No obstante, en la base de estos eventos y en medio de todos los sentimientos que les dan forma, subyace un sentido de negación, la Gran Negación, la negación a aceptar los términos dictados por quienes están en el poder y la negación a expresar este desacuerdo en términos conciliadores.

El gobierno de Colombia decidió impulsar la extrañamente llamada Ley de Solidaridad Sostenible que transfería el costo financiero de la pandemia a la población, que reaccionó —como era de esperar— con rabia. Frente al paro nacional del 28 y 29 de abril, el Estado colombiano respondió, como suele hacerlo, con una violencia brutal, incluyendo la movilización del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). Quienes estaban en la calle salieron con rabia y música, una diversidad de respuestas unida por la antipatía hacia el gobierno del presidente Iván Duque.

La inquebrantable oligarquía colombiana, que ha recurrido a la violencia para mantener su poder, se debe haber estremecido cuando vio que las personas que protestaban en Cali derribaron la estatua de Sebastián de Benalcázar, un conquistador. Este acto sugería que las manifestaciones no cesarían con el solo retiro de la ley propuesta, sino que buscaban acabar con las rígidas jerarquías que gobiernan la sociedad. Duque no ve a las personas que protestan como ciudadanos y ciudadanas, para él son solo “vándalos”. No sorprende que Duque haya dado rienda suelta a la violencia policial, siendo las ciudades de Bogotá, Cali y Medellín las más afectadas. A pesar del llamado de lxs alcaldes de Bogotá (Claudia López) y Medellín (Daniel Quintero), la represión estatal continuó, haciendo que las calles se transformaran en un campo de batalla que se asemejaba a Irak, en palabras de un amigo colombiano que ha cubierto las guerras de Asia occidental.

Como Irak. O como Israel, recientemente nombrado Estado de apartheid por Human Rights Watch (HRW). Apartheid es una palabra en afrikaans que significa “separación”, es decir, mantener a las personas blancas separadas de las demás o, en el caso de Israel, mantener a lxs ciudadanxs judíxs separados del pueblo palestino. El informe de HRW está en línea con muchos otros emitidos anteriormente por la Comisión Económica y Social para Asia Occidental (CESPAO) de la ONU, que usan la palabra “apartheid” para describir las políticas racistas de Israel hacia el pueblo palestino. HRW, que se ha tomado su tiempo para llegar a estas conclusiones elementales, afirma que Israel priva duramente a lxs palestinxs del derecho a sostener la vida: “estas privaciones son tan graves que califican como crímenes contra la humanidad del apartheid y la persecución”.

El vínculo entre el término “apartheid” y “crimen de lesa humanidad” tiene relación con la resolución de la Asamblea General de la ONU de diciembre de 1966, que “Condena la práctica la política de apartheid practicada por el Gobierno de Sudáfrica como delito contra la humanidad”. En 1984, el Consejo de Seguridad de la ONU describió el apartheid como “sistema ha sido calificado de crimen de lesa humanidad”. El término “crimen de lesa humanidad” fue posteriormente consagrado en el Artículo 7 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (1998). No es coincidencia que el 3 de marzo de 2021, la fiscal principal de dicha Corte, Fatou Bensouda, dijera que la CPI abriría una investigación por los crímenes cometidos en Israel desde 2014. Israel se ha negado a cooperar con la CPI.

Los tribunales israelíes decidieron proceder con la expulsión de seis familias del barrio palestino de Sheik Jarrah en Jerasulén oriental, una zona con tres mil residentes, a pesar de que dichos tribunales no tienen jurisdicción en los territorios ocupados. En 1967, Israel tomó control de Jerusalén oriental, que forma parte de los territorios palestinos ocupados. La resolución 242 de la ONU (1967) afirma que el poder de ocupación, es decir Israel, debe respetar la soberanía, la “inviolabilidad territorial” e independencia política de todos los Estados de la zona. En 1972, los colonos israelíes recurrieron a sus tribunales para expulsar a miles de palestinxs que vivían en la zona, un proceso al que el pueblo palestino se ha resistido por cincuenta años. La violencia descarada de la Policía de Fronteras de Israel, o Magav, se intensificó aún más con la entrada de soldados israelíes fuertemente armados a la mezquita al-Aqsa en Jerusalén el 7 de mayo, algo similar a la violencia ejercida por la ESMAD en Colombia.

Esa brutal represión viene acompañada por el continuo intento de deslegitimar cualquier proyecto político del pueblo palestino. Si el pueblo palestino se alza, Israel dice que son terroristas. Esto recuerda al modo en que el gobierno del apartheid sudafricano y sus aliados occidentales describían al movimiento Congreso Nacional Africano (CNA) durante el apogeo de la lucha contra el apartheid. En 1994, la alianza del CNA tomó el poder del Estado de Sudáfrica, comenzando un largo proceso para desmantelar las arraigadas estructuras de desigualdad y apartheid. Se requerirá la resistencia de generaciones para deshacer lo que ha sido instalado con tanta fuerza en las últimas décadas.

En agosto de 2020, el Instituto Tricontinental de Investigación Social publicó un dossier titulado La represión política en Sudáfrica: una “política de sangre”. Al principio del texto citamos Los condenados de la tierra (1961) de Frantz Fanon, que utiliza varias veces la palabra “incapacidad” para referirse a las clases gobernantes de los nuevos Estados coloniales. Cuando las personas forman sus propias organizaciones y desarrollan sus demandas por formas participativas de democracia, la clase dominante es incapaz de comprender esta acción popular como racional —dice Fanon—, en cambio, ve la acción popular como una amenaza a su dominio. Esa actitud es la que tiene hoy la oligarquía colombiana y la clase del apartheid israelí. También define a la clase dominante en Sudáfrica, cuyos instrumentos políticos no permiten abrir espacio para el crecimiento de organizaciones políticas independientes de la clase trabajadora.

El 4 de mayo de 2021 las autoridades arrestaron a Mqapheli George Bonono, vicepresidente de Abahlali baseMjondolo (AbM), el movimiento de habitantes de barracas en Sudáfrica. Las autoridades acusaron a Bonono de “conspirar para cometer un homicidio”. AbM —que reúne a 82.000 personas— organiza ocupaciones de tierras y luchas por la vivienda, y ha debido enfrentar la represión desde su fundación en 2005.

En 2018 entrevistamos al líder de AbM, S’bu Zikode, para nuestro dossier, en el que dijo:

La política se ha convertido en una forma de enriquecerse y la gente está dispuesta a matar o hacer lo que sea para enriquecerse y permanecer rica. Vamos de un funeral a otro. Enterramos a nuestros compañerxs con la dignidad que se les negó en vida. Muchxs de nuestros compañerxs no pueden dormir en sus propios hogares o no pueden salir de sus casas después del anochecer en la así llamada Sudáfrica democrática postapartheid. La represión llega en oleadas.

Bonono es solo el último de lxs miembrxs de AbM que enfrenta la represión política. Desde un rincón del planeta hasta el otro, activistas valientes se enfrentan con la intimidación y el asesinato por construir organizaciones que luchan contra las condiciones de vida actuales. Esta represión tiene resultados como el reciente asesinato por parte de la policía del artista Nicolás Guerrero en Cali (Colombia) y el asesinato político de Kakali Khetrapal del Partido Comunista de India (Marxista) de Nabagram, en Burdwan oriental (Bengala occidental, India). A Guerrero lo mataron en la calle durante las primeras horas de esta ola de protestas, mientras Ketrapal fue asesinada por miembros del partido que ganó la elección legislativa en Bengala occidental. Esto es limpieza política o “politicidio”, el asesinato de activistas cuyas muertes merman la confianza de las masas para combatir contra el gran bloque de granito del poder. Afilando sus cuchillos en la sombra, los asesinos reciben sus órdenes de teléfonos móviles que comunican a las casas de los poderosos.

Este uso del poder, estos asesinatos en la impunidad, son viles. El 6 de mayo, escuadrones de la Policía Civil de Río de Janeiro entraron a la favela de Jacarezinho (Brasil) y abrieron fuego, matando al menos a veinticinco personas que parecen haberse rendido antes de que les dispararan. Las Naciones Unidas hicieron un llamamiento para que se realice una investigación, pero esto no llegará muy lejos. La Constitución de Brasil de 1988 abolió la pena de muerte, pero la evidencia señala que la policía cree que, si vives en una favela, sigue vigente, y sin juicio de por medio.

¿Qué tiempos son estos en los que la represión política opera sin generar suficiente indignación? Muin Bseiso escribió poemas para animar a sus compañerxs palestinxs en Gaza, que se asfixiaban por el apartheid israelí. En su poema épico, Al-Ma’raka [La batalla], Bseiso encontró este consuelo:

Si caigo en la lucha, compañerx, toma mi lugar.
Contempla mis labios mientras detienen la locura del viento.
No he muerto. Todavía te llamo desde más allá de mis heridas.
Toca tu tambor para que el pueblo te escuche llamar a la batalla.

Fuente: ALAI

Por REDH-Cuba

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