De naciones relativamente jóvenes y forjadas bajo dominación colonial y en lucha contra ella puede oírse que su cultura peligra por la invasión de expresiones ajenas. Centrado en manifestaciones artísticas, ese juicio suele magnificar lo que representan para la cultura sus componentes artísticos y literarios, que no por importantes dejan de ser una parte y no procede desgajarlos del todo al cual pertenecen.
“El estreno en 1868 de ‘La Bayamesa’, que hasta entonces había tenido únicamente música, coronó la toma de Bayamo por las tropas mambisas”.
Aunque sea un hecho consabido —o se suponga—, vale insistir en que la selección del 20 de octubre como el Día de la Cultura en Cuba no solo rinde tributo a la melodía y al texto que integran su Himno Nacional, y a lo que este representa en sí mismo. El estreno en 1868 —con ambos elementos y en campaña— de “La Bayamesa”, que hasta entonces había tenido únicamente música, coronó la toma de Bayamo por las tropas mambisas, capítulo relevante en la epopeya iniciada el 10 de aquel propio mes con el levantamiento que encabezó Carlos Manuel de Céspedes en su ingenio Demajagua.
El carácter feriado —de asueto, para efectos prácticos— del 10 de octubre puede dar una idea menguada, en comparación con las festividades en torno al 20, asociadas al Himno, como si estas fueran una realidad autónoma. Pero el valor de esta efeméride, consagrada a la cultura, lo calza en rigor la jornada que se inicia el día 10 como tributo al hito fundacional por antonomasia en la historia de la nación.
Todo apunta al peso que tuvo —y se le reconoce aunque a veces parezca ocurrir de manera inconsciente— el hecho de que Cuba, y su cultura como alma y espada, se fraguaran en la lucha armada por la independencia. Cuando Fidel Castro sostuvo criterios resumibles en que la cultura es lo primero que el país debe salvar, abrazaría la noción más amplia de cultura: acervo que incluye valores, tradiciones, historia, pensamiento y todo aquello que define la identidad nacional. Ese proceso no partió de un brote mecánico el 10 de octubre de 1868, sino que tuvo —lo puntualizó José Martí en el Manifiesto de Montecristi— una “preparación gloriosa y cruenta”.
Hasta en la búsqueda interna de justicia —como la oposición a la esclavitud— fue una historia signada por la confrontación con fuerzas externas, que en 1868 eran las de la metrópoli española y sus aliados dentro de Cuba. El propio Martí, en la crónica que a raíz de la muerte de Cristino Martos le dedicó a ese político español en el periódico Patria el 14 de febrero de 1893, testimonió haber aprovechado en 1879 la posibilidad de entrevistarse con él en Madrid.
Le habló sobre irregularidades de un pleito judicial que se dirimía en La Habana, pero su interés era dar a conocer la causa de su patria y buscarle apoyo. Lo hizo de tal modo que el experimentado político llegó a esta conclusión: “O ustedes, o nosotros”. En 1893, cuando preparaba una nueva guerra emancipadora, Martí validó ese juicio como juramento combativo con perspectiva cubana: “¡O ellos, o nosotros!”. No era algo nuevo para él. En 1869, aún adolescente, había plasmado en el periódico estudiantil El Diablo Cojuelo el cardinal dilema: “O Yara o Madrid”.
La feliz frase se inscribe en la vindicación del combate que el 11 de octubre de 1868, al día siguiente del pronunciamiento de Céspedes en su ingenio Demajagua, tuvo lugar en Yara. Aunque militarmente desfavorable para las tropas mambisas, inexpertas y en desventaja material frente al enemigo, por su significación como bautismo de fuego la tradición independentista asumió con tal sentido del honor aquel combate que todavía hoy circula el equívoco histórico de asumir que la contienda comenzó supuestamente con un Grito de Yara.
De lo que no hay duda alguna es de la perdurabilidad de una disyuntiva que ha seguido recorriendo la historia —la vida— de Cuba, lejos de agotarse en lo anecdótico. Martí mismo previó, y trató de impedir con la guerra de 1895, la tragedia que se consumaría en 1898, y confirmó que, en acto de lealtad al pensamiento martiano, la alternativa para la salvación de Cuba como nación podía resumirse en “O Yara o Washington”.
Martí lo sabía cuando proclamó el ideal de una República “con todos, y para el bien de todos” en el mismo discurso donde el 26 de noviembre de 1891 ratificó una idea presente a lo largo de su obra: la existencia de fuerzas políticas y sociales internas que se autoexcluían de ese todos. La guerra de 1895, cuyo primer programa fue el Manifiesto de Montecristi, la concibió Martí para librar a Cuba del coloniaje español y a la vez frustrar los planes intervencionistas de los Estados Unidos, nación que, como España, tuvo en Cuba celestinos a quienes el dirigente fundador repudió a fondo.
Que Cuba alcanzara finalmente su independencia en 1959, y siga dispuesta a defenderla y mantenerla cueste lo que cueste, y que la gran mayoría de su población se sienta representada en esa actitud y la haga suya, no resta realidad a una contradicción que perdura y de distintos modos se renueva. En ese camino ocupó y ocupa su lugar el conocido deslinde: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”.
La hostilidad estadounidense contra Cuba se ha expresado no solo en agresiones armadas, sino también en las de índole económica, tal el férreo bloqueo que dura ya seis décadas. Abarca asimismo una guerra cultural —de símbolos y realidades— que pretende dejar al país antillano sin alma y sin escudo en el desafío que enfrenta no solamente cerca de las fauces de los Estados Unidos, sino con una base militar que dentro de su territorio mantiene esa potencia contra leyes jurídicas y morales, y con una embajada que apadrina contrarrevolucionarios domésticos no solo por locales.
El dilema “O Yara o Washington” lo pensará contra Cuba el imperialismo desde sus intereses y de un modo que permite recordar la respuesta de Martos a Martí: “O ustedes, que no aceptan doblegarse, o nosotros, llamados a someterlos en nuestra misión de dominar al mundo”. Aunque se supone que nadie lo ignore, parece haber suficientes señales de desconocimiento de tan crucial asunto como para estimar necesario repasar los fines básicos con que hace seis décadas decretaron los Estados Unidos su bloqueo contra Cuba, en el que se ven envueltos asimismo otros países, mientras la arrogante potencia se burla de la reprobación mundial que suscita y cada año se ratifica en la Organización de Naciones Unidas.
El memorando —del 6 de abril de 1960— con que un funcionario del Departamento de Estado de la potencia imperialista fijó los propósitos del bloqueo partió de reconocer que “la mayoría de los cubanos apoyan a Castro”, por lo cual “el único modo previsible de restarle apoyo interno es mediante el desencanto y la insatisfacción que surjan del malestar económico y las dificultades materiales”. De ahí la recomendación de “emplear rápidamente todos los medios posibles para debilitar la vida económica de Cuba”, con el fin de privarla “de dinero y suministros, para reducirle sus recursos financieros y los salarios reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno”.
“Las artes son un terreno de intercambio por excelencia”.
Frente a eso, aunque las expresiones artísticas de la cultura tengan todo el valor que en sí mismas tienen, y también sufran las tenazas del bloqueo, el hecho de que haya quienes prefieran manifestaciones musicales y otras distintivas de los Estados Unidos, o promovidas desde allí, está lejos de agotar el tema. Las artes son un terreno de intercambio por excelencia, y se ha recordado, por ejemplo, que Arsenio Rodríguez supo sacar sonoridades jazzísticas de su tres. Al mismo tiempo, diversa como su población y sus fuentes —y marcada por los herederos de quienes, como en el conjunto de las Américas, fueron víctimas de la esclavitud—, la música estadounidense debe no poco a nuestra América en general y a Cuba en particular.
Que aquí haya quienes prefieran el rock y no el son podría verse como algo natural en un contexto de enriquecimientos mutuos. Aparte de que sería aberrante comparar a los grandes cultivadores del rock, ya internacionalizado, con algunos reguetoneros que burdamente hacen coro a las pretensiones imperialistas de los Estados Unidos. Lo más grave está en la existencia de una poderosa maquinaria mediática encargada de que circule como natural el empeño de una potencia imperialista obsesionada con reimponerle sus “derechos de conquista” a una nación que defiende su soberanía.
“En todos los terrenos debe Cuba actuar, crear, fundar, sin esperar que el bloqueo y la hostilidad de los Estados Unidos desaparezcan”.
En ese cuadro se inscribe todo lo relativo a la cultura, incluyendo el deporte entre sus componentes de mayor impacto popular. En todos los terrenos debe Cuba actuar, crear, fundar, sin esperar a que el bloqueo y la hostilidad de los Estados Unidos desaparezcan. Si un sector de la realidad cubana ejemplifica la actitud que debe guiar a Cuba en todas las esferas es el de las ciencias, afanadas en lograr vacunas en proporciones que largamente desbordan el tamaño y los recursos del país.
Los Estados Unidos, de lleno en una etapa de decadencia que los hace aferrarse cada vez más criminalmente a la hegemonía planetaria que se le escapa, no apuestan por un intercambio espontáneo y sano con Cuba. Cuentan con su poderío, y en él se halla el bloqueo, para que la Isla no logre un desarrollo que satisfaga a su pueblo, heterogéneo como todos, y con generaciones que han nacido y crecido en medio de las penurias provocadas por un cerco económico tan orgánico y establecido que algunas personas parecen no verlo.
Mientras esa arma criminal se ha reforzado con medidas que orquestó la administración republicana de Donald Trump y la demócrata de Joseph Biden mantiene, el gobierno de esa nación imposta aviesamente la imagen del mecenas generoso que da becas a jóvenes de Cuba. Lo hace —tanto en los mismos Estados Unidos como en otros países y con apoyo de esos gobiernos— para formar agentes sociales al servicio de sus planes imperialistas. Resultados para mostrar no faltan. Otra cosa es que haya quienes rehúsan percatarse de tal realidad y aboguen por una desprevención olímpica, en la que a veces cuesta creer que no se hacen los chivos con tontera y pose intelectual.
En semejante contexto no se deben evaluar las actitudes de quienes no solo prefieran el rock en detrimento del son, lo que podría merecer una atención específica; se debe analizar, sobre todo, lo que significa abandonar Cuba para buscar prosperidad personal en el poderoso país que intenta asfixiarla, o en otros sometidos a él. Lógrese o no se logre esa prosperidad, aunque se respete el derecho a escoger esa opción, existe igualmente el derecho a considerar que quienes la buscan no parecen reparar en la ínfima proporción que puede significar frente a la plusvalía con que se enriquecen empleadores que representan el sistema en que se desenvuelven.
“La precarización recorre en distintos medios la irracional saña agresiva contra Cuba, especialmente en las redes sociales”.
Existen expresiones musicales —aceptemos que lo son— que no cuesta mucho esfuerzo ni se debe considerar dogmatismo asociar a una precarización mental que abre el camino a la vulgaridad y a la enajenación que convierte en sabio aristotélico al Bobo de la Yuca. El asunto no se agota ni remotamente en lo musical: cubre muchos terrenos, desde el sector industrial y constructivo hasta el de servicios, pasando por el artístico, el deportivo, el científico y el académico. La precarización recorre en distintos medios la irracional saña agresiva contra Cuba, especialmente en las redes sociales. Ejemplo de ello es la manipulación de las aspiraciones de peloteros cubanos de medirse —ganancias mediante— en las Grandes Ligas de los Estados Unidos, aunque ventajas prometidas no son siempre ventajas logradas. En el tema deportivo hay espacios y voces que le hacen swing de lleno a cuanta bola se preste para la cizaña anticubana.
De los efectos que provoca la manipulación de lo artístico —aceptemos que siempre lo es— hay ejemplos hasta lo inmundo, con la chusmería como nutriente para el éxito fuera de Cuba, y repercusiones dentro. No terminan ahí los frutos de la abyección en distintas áreas, no solo en la deportiva, aunque también en ella existan muestras, como la maquinaria en que se ubicó —y aún se manipula contra Cuba— la deserción de peloteros de su equipo en el campeonato mundial juvenil celebrado recientemente.
Suponer que es casual la fruición —no solo fuera del país— con que se responsabiliza al gobierno cubano por carencias que son en alto grado fruto del bloqueo sería cuanto menos un acto de ilimitada ingenuidad. No es necesario idealizar las instituciones cubanas y creer que no tienen ninguna responsabilidad —por omisión o por comisión— en las carencias que el país sufre, para saber que hasta sus errores o deficiencias se deben en gran medida a ese plan, y a veces se afianzan viéndolo como justificación. Esa actitud conspira contra el ineludible afán de alcanzar, haya o no haya bloqueo, el funcionamiento necesario para que el pueblo tenga la vida amable que merece.
Sin embargo, cuando en un espacio televisivo cubano, con la noble intención de mostrar la probable diversidad de voces, se exhibe a un padre que dice haber salido a protestar el pasado 11 de julio porque hacía mucho calor y los apagones lo obligaban a echarle aire con un abanico a su pequeño hijo, la más elemental inteligencia sugiere hacerse algunas preguntas. No es abusivo suponer que la primera sería por qué ese padre salió a manifestarse contra el gobierno cubano y no organizó —aunque por razones comprensibles no pudiera hacerlo frente a la embajada de los Estados Unidos— un acto de repudio contra el bloqueo, el cual está en la raíz de la escasez de combustible en Cuba y de la desactualización u obsolescencia de sus recursos para generar electricidad.
Sin menospreciar lo que haya de legitimidad en los disgustos o insatisfacciones que básicamente provoca la realidad económica impuesta a Cuba por la mayor potencia imperialista, hay un hecho relevante que no se debe soslayar: quienes sobresalen en las quejas ante esas insatisfacciones suelen ser “indiferentes” frente a injusticias palmarias perpetradas o consentidas por esa misma potencia.
No es falta de opciones lo que podría explicar tal silencio: no cabe aquí la lista de hechos que denunciar, cometidos o apoyados por el gobierno de los Estados Unidos fuera y dentro de su propio territorio. Muchas de las voces que protestan contra Cuba parecen ignorar que este país, pese a todos los intentos de la potencia imperial por impedírselo, ha hecho mucho más contra la Covid-19 que aquellos, incluyendo los Estados Unidos, en los que ellas buscan apoyo y paradigmas democráticos.
Razones sobran para preguntarse si es posible no ver que se está ante un plan dirigido a que un virus complete el genocidio puesto en marcha por el bloqueo. O si cuesta mucho esfuerzo apreciar que el robo de talentos en todas las esferas busca privar a Cuba de la fuerza capacitada que pese a todo consigue formar, y de la cual es parte —para no ir más lejos— el personal científico que ha dado al mundo un ejemplo rotundo de sabiduría y proeza en la producción de vacunas, no solo contra el SARS-CoV-2. Que haya quienes, en pos de ventajas personales para sí, se entreguen con fruición a esa maquinaria no mengua el carácter criminal de tales prácticas.
Mucho más podría decirse sobre un tema en que le va la vida a Cuba como nación, pero lo apuntado podría bastar para entender —si no se entendía ya, aunque es algo que está a la vista— un hecho: por muy importante que sea dirimir entre la preferencia por un ritmo musical u otro, y sin desconocer lo que esa preferencia pueda tener o tiene si de abrazar y defender expresiones culturales se trata, está en pie una verdad mayor.
En el centro de esa verdad se halla que entre los desafíos que la cultura cubana —es decir, Cuba como nación, como sustrato insustituible de esa cultura— tiene ante sí se ubica en el camino —tempranamente esbozado por el “O Yara o Madrid” martiano— el dilema “O ellos, o nosotros”. Con él, a un país que se fraguó y vive en la lucha por la salvaguarda de su independencia le corresponde seguir asumiendo su posición y su papel en el mundo.
De ahí la importancia de cultivar y seguir una política cultural que del modo más abarcador y orgánico atienda cómo debe el país mantenerse abierto a su relación con el mundo, y qué debe aceptar o rechazar en esa relación, sin dejarse seducir por los supuestos encantos de moda y cantos de sirena capitalistas.
“A un país que se fraguó y vive en la lucha por la salvaguarda de su independencia le corresponde seguir asumiendo su posición y su papel en el mundo”.
La vigencia del gran dilema resumido en “Patria o Muerte” no ha mermado, sino crecido. No es fortuito el afán con que desde territorio enemigo se ha intentado devaluarlo, apropiándose incluso verbalmente de conceptos que son parte de la disyuntiva y le pertenecen asimismo a la cultura revolucionaria, no a la promovida por quienes intentan derrocar a la Revolución con actos lobunos disfrazados de Caperucita de colores.
Fuente: La Jornada