Alguien me había dicho a fines de marzo que Harry Belafonte estaba enfermo. Pensé en una oportunidad para el gladiador, mas el desenlace fatal acaeció el último 25 de abril. ¿Cómo retener a Harry en nuestra memoria? ¿El actor, el músico, el activista social, el ser humano? ¿El de la sonrisa abierta y generosa? ¿El amigo de Cuba?
Único e indivisible, quizás la manera de aprehenderlo esté en sus palabras. “Más de una vez me he preguntado quién soy; es como si saliera de mí mismo y mirara a otra persona, no porque no sepa quién soy, sino porque nunca sé lo que cada día pueda traer de nuevo, de estimulante”, confesó al cineasta cubano Orlando Rojas en 1982 en el documental A veces miro mi vida, película que convendría revisitarse en nuestras pantallas.
Cada estación recorrida por Belafonte (1927-2023), de principio a fin, revela el eslabonamiento de una trayectoria consecuente y lúcida, en la que paso a paso, aun sabiendo que no se puede conseguir todo lo que se quiere, quedó como la siembra de una vocación ejemplar, que se tradujo en la ansiedad que José Martí llamó “fe en el mejoramiento humano”.
El artista no se despide en la medida en que es posible reencontrarlo. Mirar su vida es asomarse al niño de padre martiniqués, cocinero de barcos mercantes, y madre empleada doméstica, que lo llevó a Jamaica con la ilusión de sostener a la familia. Hubo que regresar a Harlem, Nueva York, lugar de su nacimiento. La década de los 40 fue decisiva para comprender el mundo en que le tocó vivir.
Hay que observarlo en la escuela secundaria George Washington en el Alto Manhattan en 1944 y su alistamiento en la Marina hacia la conclusión de la II Guerra Mundial, encargado de la estiba de municiones. El color de la piel como un peso en el trato discriminatorio de los jefes y una bendición entre sus iguales, que le enseñaron los textos de W. E. B. Du Bois y el valor de la poesía de los negros.
Se divisa al actor en las prácticas del Taller Dramático de Erwin Piscator, al lado de Marlon Brando y Tony Curtis; en su acercamiento al American Negro Theatre en Manhattan, donde conoció a Sidney Poitier. Le dolió que para iniciados como él solo ofrecieran, en otros colectivos, papeles de negros sumisos.
La música fungió como plataforma de lanzamiento. Con el guitarrista Millard Thomas, que se convertiría en su acompañante, y el dramaturgo y novelista William Attaway, que colaboraría en muchas de sus canciones, se sumergió en el estudio de la música folclórica. En Broadway puso en alto su talento como actor y cantante, con la obra Almanac, que le valió en 1953 el premio Tony. El disco Calypso (1956) consolidó su estrellato. Donde quiera que iba tenía que cantar “The banana boat song” y “Jamaica farewell”.
Pero nada de eso le cegó. Bienvenida la fama como instrumento para hacer algo que le apasionaba; luchar por los derechos civiles de los afroamericanos y las minorías, por la emancipación de los pobres y excluidos.
Hizo suya la prédica de Martin Luther King Jr. Participó en la histórica marcha de 1963 y suscribió las palabras del reverendo, I have a dream. Al ser asesinado Luther King apadrinó a la familia de este. Tocó a las puertas de los gobernantes de la época para que no cayera en el olvido tan valioso legado. Gesto quijotesco; en la nación norteña el racismo ha continuado siendo un fenómeno estructural hasta el día de hoy.
Su misión trascendió fronteras. Se contó entre los más decididos activistas contra el régimen del apartheid en Sudáfrica. Colaboró con Miriam Makeba en la grabación de un disco que obtuvo el premio Grammy. Al ser liberado Nelson Mandela, con quien mantuvo una relación estrecha, propició que el líder sudafricano encontrara al pueblo estadounidense.
Una de sus acciones más reconocidas fue la convocatoria a conjurar el hambre de millones de africanos y, por extensión, habitantes del Tercer Mundo. Tras conmoverse con las muertes por inanición en Etiopía, incitó a Michael Jackson y Lionel Richie a escribir el tema “We are the world”. La grabación quedó registrada el 28 de enero de 1985 y en ella intervinieron, entre otros, Ray Charles, Diana Ross, Tina Turner, Stevie Wonder, Cyndi Lauper, Billy Joel, Bruce Springsteen y Bob Dylan, quien por cierto había debutado en un estudio como músico de la mano de Belafonte. La recaudación fue destinada a los fondos de la organización benéfica USA for Africa.
Cuba ocupó un sitio muy especial en el corazón de Harry. Antes de la Revolución conoció La Habana. En sus memorias, My song, describió el deplorable estado social y las prácticas discriminatorias maquilladas por los oropeles del circuito turístico que el capital estadounidense y Batista habilitaron en la ciudad.
Volvió a pisar tierra cubana en 1979 y desde entonces repitió varias veces. Lo mismo a los festivales de cine de La Habana que por el marcado interés en mostrar su solidaridad con un proceso con el que se identificó emocional y racionalmente. De ello dejó testimonios, como de sus encuentros con Fidel Castro, a quien en una oportunidad explicó las raíces populares del hip hop y su papel en la resistencia de las comunidades afroamericanas. Fue invariable su posición contra el bloqueo de Estados Unidos contra Cuba y promovió las relaciones interculturales de las dos naciones.
El 27 de septiembre de 2003 resonaron sus palabras en la Iglesia de la Reconciliación, de Harlem, en favor de la liberación de cinco cubanos prisioneros en cárceles de EE.UU., por sus actividades antiterroristas. Él habló con conocimiento de causa; meses antes había señalado al entonces presidente George W. Bush como el verdadero terrorista por la invasión a Irak. El 23 de julio de 2020 recibió en Nueva York la Medalla de la Amistad, concedida por el Estado cubano.
En los últimos años de su vida se pronunció con amargura sobre la administración Trump. “Hemos aprendido exactamente cuánto teníamos que perder, una lección que se ha infligido a los negros una y otra vez en nuestra historia, y no seremos comprados por las promesas vacías de este hombre”, escribió.
El ejemplo de Harry Belafonte debe servir de llama impulsora para el saneamiento de una nación donde la voracidad corporativa, los tambores de la guerra y las enormes brechas de equidad se acrecientan, y se ve a sí misma como dueña y señora de los destinos del planeta. Falta haría que Joe Biden hiciera realidad en actos, y no como retórica vacía, las palabras que dijo al conocer la partida de Belafonte acerca de “su legado de activismo, compasión y respeto por la dignidad humana”.
Fuente: La Jiribilla