La Administración McKinley evaluó que un convenio con Cuba negociado en forma de tratado tendría que ser aprobado por dos tercios del Senado y ello podía entorpecer sus miras; el modo más seguro de imponerlas era conseguir que el 55 Congreso —de mayoría republicana y responsable de la Resolución Conjunta— sancionara los términos de las relaciones antes del 3 de marzo de 1901, cuando finalizaba su legislatura. El 26 de febrero en la mañana Oliver H. Platt introdujo la iniciativa en el Senado como enmienda al proyecto de “Ley concediendo créditos para el Ejército en el año fiscal que termina el 30 de junio de 1902”, pues consideraron poco probable que los demócratas retardaran su votación y se expusieran a las críticas por no prestar auxilio al cuerpo armado debido al asunto cubano. Muchos senadores se preguntaron si la moción no modificaba la Enmienda Teller; pero las simpatías hacia Cuba habían disminuido como consecuencia de la campaña de descrédito que presentó al cubano como un pueblo ingrato.
“En la sesión del 27 de febrero, tras un debate en el que varios senadores denunciaron la Enmienda Platt como un ultimátum legislativo de franco carácter injerencista, se impuso tal como fue presentada: 43 votos contra 20”.
Otro hecho tuvo gran trascendencia. En sincronía con la presentación de la Enmienda Platt en el Capitolio, el general Wood ofreció declaraciones a la prensa estadounidense acreditada en La Habana. Concluida la conferencia, un cable que habla por sí solo acaparó la atención en Washington:
El general Máximo Gómez visitó al general Wood esta mañana y le aseguró que las noticias de intranquilidad y descontento por la continuación de la intervención de los Estados Unidos son falsas, y que se han interpretado mal sus declaraciones dándoles el sentido de que él aprueba una inmediata retirada de las tropas de los Estados Unidos para dar a Cuba la independencia absoluta. Si se retiraran ahora, él teme derramamiento de sangre fuera de toda duda. A los 60 días los cubanos estarían peleando entre sí. El general Gómez agregó: “Si se retiraran los americanos hoy, yo me iría con ellos”. El general Gómez no hizo objeción a señalar relaciones futuras entre los Estados Unidos y Cuba, como lo recomiendan los Estados Unidos (Rubens, 1956: 378).
Cuando llegaron a La Habana los periódicos con esta noticia, se levantó un clamor general. Indignado, Gómez impugnó la maniobra y reiteró su posición absolutamente contraria, por todos conocida. Cuando fue emplazado, el general Wood se escudó diciendo que los periodistas habían interpretado mal la información que brindó. Horatio S. Rubens, testigo excepcional del momento, lo puso en duda: “[…] pero es el caso que, a pesar de pertenecer esos corresponsales a periódicos de ideas contrarias, habían tomado la información de una fuente común y todos coincidían en los mismos puntos” (Rubens, 1956: 378).
La medida generó el golpe de efecto esperado y, en la sesión del 27 de febrero, tras un debate en el que varios senadores denunciaron la Enmienda Platt como un ultimátum legislativo de franco carácter injerencista, se impuso tal como fue presentada: 43 votos contra 20. Célebre por su narrativa y el estilo agudo e irónico de sus crónicas, Mark Twain denunció en el número de febrero de la influyente revista literaria North American Review, la proyección escondida detrás del supuesto cambio que se operaba en la proyección de McKinley:
Contemplando a Cuba, el maestro dijo: “He aquí una nacioncita, oprimida y sin amigos, dispuesta a luchar por su libertad. Entraremos en el juego como sus asociados y apostaremos con la fuerza de setenta millones de simpatizantes y los recursos de los Estados Unidos: ¡juguemos!”. Solo Europa unida podría ganar esta baza, pero Europa no puede unirse para nada. […].
[…]
[Ahora] contamos con todas las razones del mundo para esperar que tendremos oportunidad de romper el convenio firmado por nuestro Congreso con Cuba y poder concederle algo mucho mejor que él. Y sin tardar mucho. Es un país rico, y muchos de entre nosotros ya comienzan a ver que ese convenio fue un error sentimental (Twain, 1901: 169-175).
Ese 27 de febrero en La Habana la comisión que redactaría las bases de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos dictaminó como inaceptables algunas de las cláusulas del documento de Root; pero ya caminaban rumbo a la Cámara de Representantes y el 1.º de marzo las ratificó 159 votos contra 134.
Aunque el 2 de marzo más de 15 000 personas marcharon en manifestación de protesta por varias calles de La Habana hasta la sede del Gobierno interventor, la historia no iba a cambiar su curso: ese día McKinley sancionó la Enmienda Platt. En un mitin multitudinario de la Liga Antimperialista Americana en el Faneuil Hall, de Boston, el exgobernador de esa ciudad, George Boutwell, denunció el golpe legislativo: “Rompiendo nuestra promesa de libertad y soberanía para Cuba, estamos imponiendo en dicha isla unas condiciones de vasallaje colonial” (Zinn, 2004: 223). En virtud del engendro, el presidente de Estados Unidos recibió la facultad de mantener la ocupación hasta tanto no se estableciera un Gobierno bajo una Constitución, en la cual, como parte de ella o en una ordenanza agregada, se definieran las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Vale la pena ilustrar las tres cláusulas en las que se centró la polémica por parte de los cubanos:
3.—Que el Gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos pueden ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un Gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones […] impuestas a los Estados Unidos por el Tratado de París […].
[…]
6.—Que la Isla de Pinos será omitida de los límites de Cuba propuestos por la Constitución, dejándose para un futuro arreglo por Tratado la propiedad de la misma.
7.—Que para poner en condiciones a los Estados Unidos de mantener la independencia de Cuba […] así como para su propia defensa, el Gobierno de Cuba venderá o arrendará a los Estados Unidos las tierras necesarias para carboneras o estaciones navales en ciertos puntos determinados que se convendrán con el presidente de los Estados Unidos. […] (Roig, 1973: 23-24).
Dos días más tarde, McKinley tomó posesión de su segundo mandato. Y ante más de 70 000 personas anunció la nueva era neocolonial: “Nuestra nación demostrará plenamente su actitud para administrar cualquier nuevo Estado que los acontecimientos confíen a su cuidado, no en virtud de ningún acto nuestro, sino por destino manifiesto de la providencia que nos lo confíe como nuestro subordinado en la escala de la familia de las naciones” (Martínez, 1929: 282, vol. II).
“Aunque el 2 de marzo más de 15 000 personas marcharon en manifestación de protesta por varias calles de La Habana hasta la sede del Gobierno interventor, la historia no iba a cambiar su curso: ese día McKinley sancionó la Enmienda Platt”.
La indignación en Cuba fue tal, sobre todo contra el tema de las estaciones navales —al grito de “nada de carboneras”—, que el 6 de marzo Wood consultó al secretario de la Guerra: “¿Puede usted indicarnos lo que debemos hacer en caso de que la Convención se niegue a aceptar la Enmienda Platt?” (Foner, 1978: 285, t. II). Al día siguiente, la presentó oficialmente a la Convención en el teatro Martí; la reacción entre los delegados lo llevó a escribirle a Root esa tarde: “Vamos a presenciar discusiones políticas iracundas” (Márquez, 1941: 87, t. II).
Wood inició entonces la más corruptora arremetida de todo su mandato y acudió al chantaje económico como recurso político. Luis V. de Abad, secretario de la Comisión de Corporaciones Económicas, viejo autonomista a quien se le tenía por gente bien relacionada con los círculos financieros yanquis, declaró el 21 de marzo a La Discusión que los hombres de negocio en Estados Unidos apreciaban que desde la aprobación en el Capitolio de la Enmienda Platt, el valor de la propiedad en Cuba subió en un 50 %. Si la convención no cedía, el Congreso se cerraría a conceder franquicias a los productos cubanos y la situación económica del país, ya gravísima, sería espantosa: “Cuba tiene ahora la oportunidad de elegir su marcha futura por dos caminos diferentes: uno, hermoso y fácil, la conducirá a su engrandecimiento rápido y seguro, otro accidentado y peligroso, llevará al abismo a los cubanos. A tiempo están de tomar el mejor rumbo” (Roig, 1973: 154-155).
Juan Gualberto Gómez, delegado a la Constituyente por Santiago de Cuba, presentó un dictamen demoledor: consentir el derecho a la intervención les da a los estadounidenses “la llave de nuestra casa para que puedan entrar en ella a todas horas, cuando les venga el deseo, de día o de noche, con propósitos buenos o malos”; mientras el precepto “para el mantenimiento de un Gobierno ordenado”, les ofrece de hecho y de derecho la facultad de dirigir el país: “Solo vivirían los Gobiernos cubanos que cuenten con su apoyo y benevolencia”. En cuanto a la Isla de Pinos, está comprendida dentro de los límites de Cuba “geográfica, histórica, política, judicial y administrativamente”. No puede pertenecer a Estados Unidos, pues forma parte de los “límites constitucionales de Cuba” y, por tanto, no es necesario dejar la cuestión de su propiedad a un futuro arreglo mediante tratado.
La séptima cláusula es consecuencia de la tercera. Si en decisión soberana rechazaban el artículo 3.º, tenían que objetar el 7.º. Las consecuencias morales de instalar fortificaciones extranjeras en territorio cubano saldrían a luz si Estados Unidos se envolvía en una guerra contra otra nación y usaba sus estaciones navales en la Isla. Cuba sería arrastrada “a una lucha en cuya preparación no hayamos intervenido, cuya justicia no habremos apreciado de antemano, cuya causa directa tal vez no nos interese en lo más mínimo” —alertó. A su vez, los estadounidenses asentados en el país podían promover un conflicto interno: “Imposible es, por tanto, esa cláusula séptima, que envuelve con una mutilación del territorio patrio una amenaza constante de nuestra paz interior” (Foner, 1978: 287-293, t. II).
Espoleado por los principales medios de la prensa habanera, el debate se polarizó: de un lado los independentistas, que se rehusaban a admitir un régimen incompatible con la soberanía nacional; del otro, hacendados y hombres de negocios —la mayoría españoles e inversionistas estadounidenses—, los antiguos autonomistas y la clase media vinculada al mundo empresarial yanqui, entre la que se encontraban no pocos oficiales del Ejército Libertador. En el medio, un segmento no despreciable del independentismo que se sentía impotente ante las estratagemas yanquis para prolongar por tiempo indefinido su intervención.
Quedaba solo el recurso de la guerra y nada se podía por la fuerza de las armas contra Estados Unidos —fue la idea que difundió el bando que abogó por el protectorado y de la cual se hizo eco la mayoría de la prensa, en una campaña reforzada con entrevistas a los partidarios de la Enmienda Platt, porque —según decían— era el único modo de salir de la crisis económica y de preservar la paz social, discurso que alcanzó mayor resonancia entre las clases alta y media de la burguesía cubana cuando se convirtió en la posición oficial del Círculo de Hacendados y Agricultores y de la Sociedad Económica de Amigos del País.
“(…) consentir el derecho a la intervención les da a los estadounidenses ‘la llave de nuestra casa para que puedan entrar en ella a todas horas, cuando les venga el deseo, de día o de noche, con propósitos buenos o malos’”.
Sobre la nación desangrada, arruinada, inerme y sola, comenzó a formarse un estado favorable a ceder, impulsado por influyentes personalidades de la guerra. Desde Santiago de Cuba, el general Joaquín Castillo Duany, muy vinculado al capital norteño, aconsejó a Juan Gualberto Gómez doblegarse ante la realidad de los hechos; para colmo, en La Discusión Manuel Sanguily, hasta ese minuto la voz que más se alzó contra los anexionistas en la prensa de la Isla, hizo un infortunado giro táctico que irradió su escepticismo: “La independencia con algunas restricciones es preferible al régimen militar”, escribió (Martínez, 1929, 287: vol. II), y sus palabras cayeron en el teatro Martí como un balde de agua congelada sobre el fuego prendido por Juan Gualberto Gómez y Salvador Cisneros Betancourt.
La presión popular se dejó sentir. Desde hacía más de cuatro décadas el anexionismo había sido derrotado en Cuba como corriente ideológica y el 15 de abril la Convención Constituyente comisionó a cinco delegados para viajar a Washington: el presidente de la asamblea, Domingo Méndez Capote; los generales Pedro Betancourt y Rafael Portuondo Tamayo, y los exautonomistas Pedro González Llorente y Diego Tamayo. Y aunque Elihu Root declaró que no contaban con invitación oficial, no tendría más remedio que recibirlos…
Bibliografía
Foner, Philip S. (1978): La guerra hispano-cubano-norteamericana y el surgimiento del imperialismo yanqui, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
Martínez Ortiz, Rafael (1929): Cuba: los primeros años de independencia, París, Editorial Le Livre Libre.
Márquez Sterling, Manuel (1941): Proceso histórico de la Enmienda Platt, La Habana, Imprenta “El Siglo XX”, t. II.
Roig de Leuchsenring, Emilio (1973): Historia de la Enmienda Platt, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
Rubens, Horatio S. (1956): Libertad. Cuba y su Apóstol, La Habana, La Rosa Blanca.
Twain, Mark (1901): “To the person sitting in darkness”, North American Review (Boston), No. DXXXI, February, 1901.
Fuente: La Jiribilla
También puede leer:
20 de mayo de 1902: la nación de rodillas” (I parte). Por Ernesto Limia Díaz
20 de mayo de 1902: la nación de rodillas (II parte). Por Ernesto Limia Díaz
20 de mayo de 1902: la nación de rodillas (III Parte). Por Ernesto Limia Díaz