Durante la primera quincena del presente mes de agosto, la prensa estadounidense ha tenido entre sus principales titulares los relacionados con nuevos cargos judiciales presentados contra el expresidente Donald Trump, así como anuncios sobre la posibilidad de que se sumen otros.

Este tema, sin embargo, no ha recibido suficiente cobertura en los medios internacionales, ni se han analizado en profundidad las posibles consecuencias de dichas acciones respecto a las elecciones generales de noviembre del 2024, o sobre ese concepto impreciso que se denomina democracia estadounidense.

Al momento de escribir estas líneas, Trump ya enfrenta cargos (34) en una corte de Manhattan, Nueva York, por un supuesto fraude empresarial relacionado con el pago a una actriz de cine para adultos (evitan decir pornográfico), con el objetivo de evitar una acción incriminatoria. Adicionalmente fue inculpado a partir de dos investigaciones que se realizan en Florida por el mal manejo de documentos clasificados, sumando otros 40 cargos.

Otra dimensión tienen las cuatro imputaciones presentadas en una corte de Washington DC, asociadas al intento de Trump de que no se refrendaran los resultados de las elecciones del 2020. Entre estas, aparece la relacionada con la incitación a los hechos violentos y masivos que tuvieron lugar en el Capitolio federal el 6 de enero del 2021, expresión más clara y visible de oposición directa al poder legislativo constituido y a sus funciones.

De forma adicional, una fiscal de la ciudad de Atlanta, Georgia, acaba de presentarle cargos por sus acciones dirigidas a cambiar los resultados de la votación específicamente en ese estado, para que el dato repercutiera en los registros totales que se computaron en el 2020 a nivel nacional.

En las acusaciones que están relacionados directamente con el proceso electoral estarían incriminadas también relevantes cargos de la política republicana que, eventualmente, podrían optar por colaborar con la Fiscalía para evitar ser procesados, lo cual significaría que aparecieran nuevas evidencias contra Trump.

Las acciones que se tomen en el largo proceso de cada uno de esos casos se producirán de forma paralela con los distintos hitos del proceso electoral estadounidense, tanto al interior de cada partido (primarias) como de la realización de las convenciones, la votación en sí misma y la proclamación de los resultados. Se producirá entonces una afectación mutua entre ambos procesos que se reflejará en la opinión de los votantes, influencia sobre jurados, ulteriores acciones judiciales, reclamaciones y un sinnúmero de otras iniciativas.

Aunque de momento ninguno de los procesos mencionados inhabilita al expresidente de forma expresa para convertirse en candidato a la presidencia, o incluso para ser reelegido, de por sí estos hechos no tienen precedentes en la historia del país.

Respecto a todo lo anterior, las opiniones entre los estadounidenses están divididas en dos grandes grupos, con decenas de ramificaciones, a saber:

1.- Los que consideran que de por sí la presentación de los cargos, sin ni siquiera imaginar que pueda ser condenado, descalifica a Trump en el plano político y de hecho significa un deterioro de la imagen del país hacia el exterior. Aquí se cuentan los que estiman que su probable elección, después de haber sido hallado culpable en alguno de dichos cargos, sería un cuestionamiento profundo a las reglas consensuadas hasta el presente para el “juego político” estadounidense, llegando a ser muy difícil encontrar un balance posterior, que evite la multiplicación de la violencia hasta los albores de una guerra civil.

2.- Los que permanecen firmes en su creencia de que todas estas acciones son parte de un plan concertado desde el Partido Demócrata para incapacitar al precandidato líder entre las huestes republicanas. La base principal de este sector es el importante grupo de partidarios que tres años después de los comicios del 2020 aún considera que las elecciones fueron “robadas” y que Joe Biden nunca debió proclamarse como presidente. Este parecer alimenta el interés de políticos republicanos en el Congreso que estarían valorando el inicio de un proceso de destitución (impeachment) contra el actual mandatario, como forma de responder a los dos procesos similares a los que fue sometido Trump durante el final de su mandato.

A partir del escenario que se plantea con el inicio, o la continuidad, de estos procesos, se tejen en estos momentos un sinnúmero de teorías que tratan de calcular hasta dónde podría avanzar cada uno de ellos o, incluso, las alternativas de contraofensiva por las que podría optar el equipo legal del expresidente, antes y después de una posible condena.

A estos se unen innumerables variables de diverso signo, relacionadas con la posible actuación de las cortes de los distintos niveles en cada uno de los casos, así como la probabilidad de que alguno de ellos llegue a ser de conocimiento de la Corte Suprema, ahora mismo con una inclinación preponderante hacia las posturas republicanas, pero enfrentando ella misma denuncias por corrupción de varios de sus integrantes.

Como parte de la cobertura de prensa de estos hechos, emergen testimonios, documentos y otras evidencias que ya analizan los fiscales, algunas de ellas facilitadas por ex funcionarios administrativos o políticos cercanos a Trump, entre los que se cuenta el propio exvicepresidente Mike Pence, así como ex consejeros legales que colaboran con la Fiscalía.

El propio Trump ha dicho que una buena parte de los fondos recaudados para su carrera electoral han sido ya dedicados a su defensa legal, incluyendo los gastos de transporte en aviones ejecutivos de gran porte hasta las sedes de las distintas cortes.

Lo que continúe sucediendo en la escena legal repercutirá de uno u otro modo en la carrera electoral y viceversa. Trump no prevé dar un paso atrás en ninguno de los casos, pues considera que la única manera eficaz que tiene para defenderse de las acusaciones es llegar nuevamente a un cargo ejecutivo de primer nivel, a toda costa.

Lo sucedido hasta el momento en este tema, y lo que está aún por venir, apunta de forma directa a una mayor polarización dentro del sistema político estadounidense y, eventualmente, al cuestionamiento en toda la línea de las reglas constitucionales o consensuadas entre las élites políticas, para compartir el ejercicio del poder con cierta periodicidad en el tiempo y a los distintos niveles en las estructuras federales, estaduales y locales.

Una nominación de Trump como candidato y su eventual elección como presidente, sin tener que responder ante el sistema legal estadounidense, significaría un inmediato “vale todo”, incluido el irrespeto más abierto de las reglas que han servido a la clase dominante del país para aparentar que los elegidos en sufragios periódicos realmente representan los intereses de la mayoría.

Si ese fuera el caso, al menos en teoría ese sistema de reglas debería ser sustituido por otro, que evite un caos mayor y que prevenga que las distintas clases y grupos de un país tan fracturado socialmente promuevan sus intereses mediante el uso de la violencia.

Dicho de otra manera, sería el fin del llamado “gobierno basado en reglas” que Estados Unidos ha proclamado durante años, como la base de la globalización que construyó bajo su hegemonía de posguerra.

Si los hechos avanzan en el sentido contrario, es decir, que el empresario-político sea condenado por alguno de los cargos presentados e inhabilitado de forma efectiva, o por pérdida de prestigio, entonces cabe esperar que nos repitan una y otra vez que el sistema estadounidense es un paradigma de la democracia, de los principios y que cuenta con mecanismos propios de autorregulación que corrigen sus desvaríos coyunturales.

Ello depende de que del otro lado del espectro político estadounidense, demócrata o no, se articulen suficientes fuerzas que aboguen por la sobrevivencia del estado de cosas imperante y decidan sacar de la escena a Donald Trump. Hay suficiente experiencia en la política estadounidense al respecto. El último de esos ejercicios se produjo al interior de la estructura demócrata en el 2020, por razones muy distintas, y la víctima fue Bernie Sanders.

De momento, el “vale todo” de Trump y sus seguidores, que parecía ser apenas un hecho accidental o una sombra pasajera en la historia de Estados Unidos, ya ha tenido su reproducción externa y, por qué no, caricaturesca en otros países. Son varios los casos de figuras que no militan en estructuras partidistas tradicionales (outsiders), que se constituyen rápidamente en líderes de opinión basados en la utilización masiva de las plataformas digitales y otros artilugios, que crean propuestas de programas de gobierno con dos o tres ideas recicladas y llegan a acceder a altos niveles ejecutivos para entregar la nación a intereses foráneos.

Estos fenómenos tendrán consecuencias diversas para cada uno de esos países, pero también para el conjunto de la comunidad internacional, para el nuevo orden que se pretende crear y para la capacidad humana de construir un futuro previsible.

En momentos en que pensamos que el trumpismo extremo puede ser la última de las aberraciones, nos llegan noticias sobre la posibilidad de que dos multibillonarios que dominan y deciden desde sus respectivas empresas los contenidos que consume en sus teléfonos digitales gran parte de la humanidad, han decidido exponer su masculinidad en el Coliseo Romano, para ventilar supuestas diferencias.

¿Será solo una experiencia de placer pasajero, o estaremos a las puertas de una nueva etapa en que se creen otras formas de liderazgo que distorsionarán aún más los procesos políticos? ¿Será una manera de ponerle rostro humano a los superhéroes construidos desde los juegos de acción digitales, que cuentan ya con una base social de consumidores?

Fuente: Cubadebate

Por REDH-Cuba

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