En este texto nos proponemos reflexionar sobre la contradicción principal –pues la fundamental es la de clase– que atraviesa nuestra historia desde que nos hemos independizado de los viejos imperios coloniales, el cual tiene por título: Bolivarianismo versus Monroísmo. Esta dicotomía lleva el nombre de quienes encabezaron dos proyectos contrapuestos para nuestro continente: uno de liberación y otro de sumisión y dependencia del cual se cumplen en 2023 doscientos años de vigencia.
De un lado, se apela a ese originario –y vigente– proyecto fundado por las mujeres y hombres protagonistas de la primera ola independentista del siglo XIX, cuya figura más relevante es Simón Bolívar, quien postulaba que el único camino para lograr una verdadera independencia e inserción en el mundo desde una posición de dignidad y de fortaleza, que posibilitara la realización concreta de la soberanía en toda su concepción, era de la mano de una integración regional. Más que eso: de la unión de lo que llamamos la Patria Grande. Esas banderas fueron adoptadas y conducidas por todos los principales referentes de las luchas emancipadoras de aquel entonces. José de San Martín, al igual que José Gervasio de Artigas –otra figura luminosa escondida de Nuestra América–, eran firmes defensores de una estrategia continental de liberación, en línea con lo sostenido por Bolívar.
Y, del otro lado, el Monroísmo, que ya tempranamente con el nombre y apellido del quinto presidente de los EE.UU., en 1823, pretendía todo lo contrario. Establecer la Doctrina Monroe, “América para los americanos”, apuntaba a ponerle freno a las potencias europeas –sobre todo a Inglaterra, el principal competidor– y a las ansias restauradoras de las viejas metrópolis española y portuguesa. Ya por ese entonces, se vislumbraba cierto empate hegemónico que se haría palpable a mitad del siglo XIX entre Estados Unidos y el Reino Unido. Por ejemplo, este se dibuja claramente en la disputa por el canal interoceánico, que primero iba a ser construido en Nicaragua, pero que finalmente lo fue en Panamá. Pero más allá de ello, subyacía, y lo hace hasta el día de hoy, la presunción de que toda esta gran isla americana tiene un dueño y líder, Estados Unidos, y naciones que deben admitir esa sumisión y acompañar los designios de Washington, absteniéndose de cualquier tipo de desobediencia.
El Bolivarianismo es una expresión que, de alguna forma, sintetiza la aspiración de los padres y las madres fundadoras de Nuestra América, protagonistas de una larga historia oculta que no ha sido registrada sino hasta fechas muy recientes. Lo que tenían en común Bolívar con San Martín –quienes no se habían visto antes del famoso encuentro en Guayaquil– y Artigas, era la idea de que el proceso emancipatorio solo sería viable a escala continental y que mal podía ser concebido como un proceso nacional. San Martín no hablaba de Argentina, sino del Virreinato de la Plata, que incluía lo que hoy serían Bolivia, Paraguay y Uruguay. Artigas jamás habló, en su larga vida, del Uruguay como una República independiente. Él fue un continentalista radical, extremo y, por eso mismo, condenado por las oligarquías de Uruguay y de Argentina, que lo silenciaron y lo sentenciaron al ostracismo. Bolívar también tenía esa gran visión y, a diferencia de los otros dos, la dejó plasmada en innumerables escritos, cartas, documentos y proclamas del más diverso tipo.
Un rasgo que caracteriza a estos tres personajes históricos es la enorme importancia que, junto a otros padres y madres fundadoras, le daban a la cuestión de la cultura, de la instrucción y de la educación. Bolívar tiene una frase que sintetiza esa actitud: “Nos dominan más por nuestra ignorancia y por nuestra superstición que por la fuerza”. San Martín también tiene numerosas frases de ese tipo. De hecho, fundar la Biblioteca Nacional del Perú es lo primero que hizo después de emancipar al país del dominio del virrey español. Lo mismo hizo al llegar a Chile y, por supuesto, durante su gestión como gobernador de Cuyo. Así que aquí vemos un componente muy interesante, una parte esencial del proyecto independentista: la lucha cultural.
Estados Unidos, independizado décadas antes que América del Sur, se encaminaba resueltamente en dirección a un vigoroso desarrollo capitalista, que tomó prelación con respecto a los países al Sur del río Bravo, todavía sumidos en una situación colonial y después en las turbulencias de las guerras de la independencia. Ese proceso se afirma y acrecienta luego del triunfo del Norte burgués sobre el Sur esclavista después de la sangrienta Guerra de Secesión o Guerra Civil estadounidense (1861-1865). Pero ya tempranamente su clase dirigente adquirió una visión muy clara: para poder proyectarse como aspirante a una hegemonía global tenía que apoyarse sobre un territorio con dimensiones continentales. El corolario de esta premisa fue la subordinación de una región como América Latina y el Caribe que siempre fueron considerados como “su patio trasero”. De ahí que el gobierno de Estados Unidos permanente y arduamente trabajó para lo que hoy llamaríamos “la balcanización” de América del Sur; es decir, en contra de estos proyectos fuertemente integracionistas y unionistas de los referentes políticos antes mencionados, a los cuales la historia oficial quiso poner en el bronce rescatando solamente su aspecto militar, y descartando, ninguneando u ocultando justamente la clarísima visión política integracionista que ellos tenían.
En este marco, es importantísimo rescatar la trascendencia que estos le asignaban al tema del “sentido común” y la batalla cultural que libraron en aquella época, teniendo en cuenta lo vanguardista que fueron, pues tal como dijo José Martí a finales de ese siglo XIX: “trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”. Nuevamente ponemos como ejemplo a Bolívar, educado por el maestro Simón Rodríguez (o Samuel Robinson como se llamaba cuando escapaba de las persecuciones realistas), ese adelantado de la pedagogía, tan libertario y antioligárquico. “Libertario” en el verdadero sentido de la palabra, no como ahora la utilizan ciertos personajes deleznables de manera deformada que pretenden robarnos esa palabra. ¡No lo permitamos, en honor a nuestros anarquistas que se cuentan entre los grandes forjadores de la historia social de principios del siglo XX!
Contra estas ideas de libertad plena de las personas y los pueblos, de democracia e integración, contra esta visión real y concreta, se levantó entonces el Monroísmo, doctrina que iría a tener una actualización permanente. Cuando ya se lo creía como algo vetusto, propio de los museos de la historia, nos encontramos con Donald Trump, el “inquilino de la Casa Blanca” que perdió su reelección, levantando una vez más la bandera de la Doctrina. Trump la gritó a viva voz, orgulloso, en varios discursos, a diferencia de los últimos presidentes que no se atrevían a invocarla tan abiertamente. Este y su primer Secretario de Estado, Rex Tillerson, fiel representante de la industria privada petrolera de Estados Unidos, la invocaron sin problema, incluso en la propia Asamblea General de la ONU en 2018:
En el hemisferio Occidental estamos decididos a mantener nuestra independencia de la intrusión de potencias extranjeras expansionistas. […] Ha sido la política formal de nuestro país desde el presidente Monroe rechazar la interferencia de naciones extranjeras en este hemisferio y en nuestros asuntos (Giussani, 2018).
Sólo han cambiado las potencias a las cuales amenaza. Antes eran Inglaterra y las europeas, ahora sus objetivos son China, Rusia e Irán. Seguir denunciando al Monroísmo no es una actitud nostálgica o anacrónica del activismo popular. No, son ellos mismos los que lo siguen utilizando para continuar amparando y justificando su injerencismo en la región.
La intención que EE.UU. tuvo, tiene y tendrá como imperio es anexarse –es decir: asegurarse su influencia sobre y control de– toda América, concebida como territorio propio, como su “retaguardia estratégica”, como recordaban Fidel y el Che, e impedir, en todas las épocas y por todas las tácticas, cualquier proyecto independiente y unionista que desafíe esa pretensión. Lo han logrado usando la Doctrina Monroe o dejando que sus aliados europeos hagan el “trabajo sucio” contra pretensiones soberanistas, como sucedió frente al bloqueo, ataque naval e invasión del Reino Unido, Alemania, Italia y otras potencias europeas, en 1902, contra la Venezuela del presidente Cipriano Castro, que se oponía a pagar una deuda externa que consideraba ilegal, ilegítima y fraudulenta.
Ya vencido el viejo Imperio colonial español, desalojado de “su territorio en la gran isla americana” luego de la firma del Tratado de París en 1898, los estadounidenses, bajo la presidencia de Theodore Roosevelt, no intervinieron activamente contra estas potencias europeas invocando la Doctrina Monroe, sino que “casualmente” les convenía aplastar a ese molesto gobierno venezolano de Cipriano Castro que atentaba contra los intereses de varias empresas norteamericanas y alentaba un proyecto de nación independiente. Como dice el personaje del representante de Washington en la película La Planta insolente: “los intereses de nuestros negocios son los de nuestro gobierno”. Frente a la potente unidad nacional lograda, en contraposición de su objetivo, gracias a “la planta insolente del extranjero”, los Estados Unidos instaron a las potencias navales europeas a retirarse de las costas venezolanas y redujeron drásticamente la deuda por cobrar, antes que el inusitado ataque imperialista potencie aún más los anhelos soberanistas y patrióticos del venezolano pueblo agredido. Pero no podrán sacar del medio a Castro sino años después, mediante traiciones de dirigentes cooptados por el establishment y las potencias colonialistas.
Estados Unidos había argumentado que no aplicaría la Doctrina Monroe para apoyar a un país americano que se viese afectado por ataques de potencias europeas que “no se originasen con intención de recuperar territorios y colonizarlos”. Frente a ello, Luis María Drago –que era canciller de Julio A. Roca, el adalid de la consolidación del Estado Nacional Argentino bajo la hegemonía de la oligarquía pampeana, terrateniente, agropecuaria, asociada al capital británico– se asombra que Washington no aplique la Doctrina Monroe, y establece las bases de la doctrina que llevará su nombre, la cual plantea “que la deuda pública de los Estados no sirva de motivo para una agresión militar”.
Así es de contradictoria la historia que, recordemos, es la política del pasado. El representante de ese gobierno argentino que expresaba una alianza con intereses británicos plasmada en el modelo agroexportador, se opone activamente a la agresión británica y de otras potencias europeas defendiendo la soberanía venezolana. Legitimar una invasión para cobrar una deuda no resultaba muy conveniente para las élites gobernantes de las excolonias que se endeudaban para desarrollar al capitalismo por la vía oligárquico-dependiente, como lo señala el sociólogo ecuatoriano Agustín Cueva (1977).
Así en 1902, Estados Unidos se negó a utilizar la Doctrina Monroe porque adujeron que fue concebida para impedir los intentos de recolonización del territorio americano por parte de las potencias europeas, pero no podía aplicarse para invasiones que “solo” pretendan exigir el pago de la deuda externa. Dicha doctrina la utilizarían a conveniencia, al igual que años más tarde harían con el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), establecido en 1947 en pleno auge de la Guerra Fría para frenar lo que alucinaban como cualquier intento de avance de la URSS en su “patio trasero”. Pero cuando la dictadura genocida argentina (1976-1983) lo invocó para obtener el apoyo de Estados Unidos a su desesperado intento de recuperación bélica de las Islas Malvinas en 1982, Washington se negó a utilizarlo. Más cerca en la historia, precisamente en 2019, los EE.UU. invocaron el TIAR en la Organización de Estados Americanos (OEA), junto con un gobierno imaginario inventado por la misma potencia para intentar invadir, ¡sí, otra vez!, a Venezuela. Nos referimos al exdiputado Juan Guaidó, autodesignado como “presidente encargado” en una plaza de Caracas y reconocido como tal por Donald Trump para hacer el ridículo, pero siempre bien apañado por la prensa corporativa multinacional, y que, increíblemente, es el “representante” de Venezuela en la OEA. Bueno, no es tan increíble… por algo Fidel y su canciller Raúl Roa bautizaron a ese engendro de la Guerra Fría, la OEA, como el “ministerio de colonias de los EE.UU.”.
Es llamativo y debemos ser conscientes acerca de cómo una y otra vez, esa tierra estratégicamente ubicada al norte de Suramérica, cuna de libertadores, vuelve a estar en el ojo del huracán, en el centro de la disputa geopolítica de Nuestra América. Se entrometieron en Venezuela a comienzos del siglo XXI, comienzos del siglo XX y comienzos del siglo XIX. Se condensan así contradicciones, luchas fundamentales y batallas decisivas. Citemos a Neruda en su maravilloso poema que así lo dice:
Yo conocí a Bolívar una mañana larga,
en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento,
Padre, le dije, ¿eres o no eres o quién eres?
Y mirando el Cuartel de la Montaña, dijo:
“Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo”.
La Doctrina Drago sigue siendo muy importante en momentos donde América Latina vuelve a estar profundamente endeudada. Además, hay que agregar que ese cuerpo doctrinario fue incorporado a su jurisprudencia por el Tribunal Internacional de la Haya en 1907, lo que no es una cuestión menor. Y claramente Estados Unidos utiliza todos sus instrumentos legales según su conveniencia, porque, como lo han dicho reiteradamente diferentes presidentes de ese país, “Estados Unidos no tiene amistades permanentes, tiene intereses permanentes”.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que la Doctrina Monroe fue evolucionando, la fueron adaptando a las épocas. En 1904, después del incidente del bloqueo naval a Venezuela, el presidente Theodore Roosevelt, en su discurso anual ante el Congreso sobre el “Estado de la Unión” en 1905, dijo que esa Doctrina requiere también que cuando haya países o gobiernos en “su” área de influencia que ataquen los intereses de los Estados Unidos, perjudiquen a sus empresas o propiedades, o tengan alguna actitud hostil hacia sus ciudadanos y ciudadanas, el gobierno de Estados Unidos debe preservar sus derechos para intervenir en esos países y enseñarle a esos malos gobiernos a actuar de acuerdo a las formas civilizadas de gobernanza. Esto es lo que se llamó el “Corolario de Roosevelt” de la Doctrina Monroe, que, como se puede apreciar, es una apología abierta a la intervención estadounidense.
Si la Doctrina Monroe en su versión original de 1823 se proponía impedir la intervención de potencias extracontinentales, con el Corolario de Roosevelt (inmediatamente posterior al bloqueo naval y cuando ya habían conseguido, además, la secesión de Panamá de Colombia en 1903 asegurándose el control de la construcción del canal interoceánico y el cuidado de sus empresas monopólicas fruteras), el presidente Roosevelt anuncia que tienen “el derecho de intervenir”. Actualmente, aunque no lo digan textualmente, sigue siendo la norma para la mayoría de los gobiernos de Estados Unidos. En 1905 harán uso de esta prerrogativa para, ahora ellos mismos, intervenir tomando las aduanas de la República Dominicana para pagar a los acreedores extranjeros de la deuda, estadounidenses y europeos.
La visión temprana de Bolívar respecto al proyecto imperialista de los Estados Unidos, expresada en aquella famosa frase: “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia a sembrar la América de miseria en nombre de la libertad”, sigue indicándonos cuales son los anhelos hasta el día de hoy de esa potencia del Norte. También recordemos que al momento del congreso de La Angostura (entre febrero de 1819 y julio de 1821), Estados Unidos quiso hacer penetrar por el río Orinoco de manera clandestina, armas para venderle al imperio español, en plena lucha emancipatoria de los patriotas contra el colonialismo. Esos barcos fueron interceptados por las fuerzas de Bolívar, quien les captura las armas, con lo cual Estados Unidos manda un emisario para pedir su devolución, a lo que Bolívar se niega.
Por eso, esas banderas y sus referentes que pusieron freno a los anhelos imperialistas, después continuados por los nacionalismos populares a mediados del siglo XX de Nuestra América y en el siglo XXI por Hugo Chávez y tantos otros patriotas de la actualidad, son fuertemente repelidas y rechazadas por los Estados Unidos.
Se trata aquí de analizar el escenario que nos dibuja el imperialismo, ayer y hoy, siempre pretendiendo obstaculizar cualquier proyecto independiente, aun dentro de los marcos del capitalismo.
La desarticulación del ímpetu emancipador, sobre todo luego de la traición de Páez y Santander con la secesión de Venezuela respecto de la gran Colombia y más tarde la de Panamá, coronarán el proyecto de fragmentarnos e impedir la integración latinoamericana. Esto es lo que calma un poco las aguas de la política agresiva norteamericana, por lo menos con respecto a Sudamérica, pero no así con relación a Centroamérica y el Caribe, la “tercera frontera” del imperio y territorio clave para el naciente poderío global de los Estados Unidos. Como lo muestran, por ejemplo, las reiteradas invasiones de marines estadounidenses en Nicaragua, el posterior asesinato de Augusto C. Sandino y la masacre a los combatientes de su ejército, dejando a cargo del país a la dictadura hereditaria sangrienta de los Somoza. Historia que repiten con tristes similitudes en varios territorios.
Todos estos ejemplos (los cuales son apenas algunos, porque hay muchos más) indican que en la política exterior de los Estados Unidos hay algunas constantes, la primera de ellas es su concepción territorial. De ahí se deriva que el pensamiento militar de Estados Unidos sea el que revela las grandes directivas de sus orientaciones y opciones geopolíticas y estratégicas.
La clase dominante estadounidense y sus representantes políticos e intelectuales siempre se pensaron como los líderes naturales de la gran isla americana que va de Alaska a Tierra del Fuego. Por lo tanto, en esa gran isla era completamente inaceptable la injerencia de potencias extrarregionales como Gran Bretaña, Francia, Holanda, o como hoy son China, Rusia e Irán. Este legado cumplirá dos doscientos años el 2 de diciembre de 2023.
El internacionalista argentino Juan C. Puig decía que había dos constantes de la política exterior de Estados Unidos hacia Latinoamérica. Si la primera procuraba garantizar para los Estados Unidos el control de la inmensa geografía nuestroamericana, la segunda exigía trabajar activamente para impedir y obstaculizar cualquier proceso de integración de América Latina. Todo intento de coordinación entre los gobiernos de América Latina y el Caribe, de los movimientos populares e incluso de sus grupos intelectuales, es visto como una amenaza para la hegemonía norteamericana. Y esto tiene una tremenda actualidad, aunque, como hemos visto, sus raíces se hunden profundamente en la historia. Pues bien, se trata de revisar y comprender el significado y las consecuencias de aquellas constantes para así poder enfrentarlas exitosamente.
Otra figura extraordinaria de finales del siglo XIX fue el cubano José Martí. Su importancia también ha sido negada por toda la historiografía oficial en la Argentina que lo muestra como un inofensivo poeta, pero no como el gran intelectual y político que fue, un preclaro pensador de la emancipación de los pueblos de América Latina que, a finales del siglo XIX, retoma la herencia de Bolívar, San Martín, Artigas, Belgrano, Sucre, Morazán, Juana Azurduy, Manuela Sáenz, Moreno, Monteagudo y de tantos otros y otras, y la revive con una nueva formulación. Era consciente de los peligros que destilaba la futura nueva potencia, pues había vivido en los Estados Unidos, y de ahí esas famosas frases que plasmó en la carta dirigida a Manuel Mercado un día antes de morir en combate:
Ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber de impedir a tiempo que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan con esa fuerza sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy y haré, es para eso. […] Impedir que en Cuba se abra por la anexión de los imperialistas el camino que se ha de segar –con nuestra sangre estamos segando– de la anexión de los pueblos de nuestra América al Norte revuelto y brutal que los desprecia. Viví en el monstruo y le conozco las entrañas y mi honda es la de David (18 de mayo de 1895).
Martí, para nosotros los argentinos, es una figura muy importante. Fue cónsul honorario de la Argentina en Nueva York y, además, corresponsal del diario La Nación en ese país, criticando en sus columnas las políticas expansionistas estadounidenses. Posteriormente, la derecha Argentina lo ha ocultado, lo ha puesto en el subsuelo de sus archivos; no quiere saber nada con Martí y el estrecho vínculo que durante décadas tuvo con nuestro país. El Apóstol planteó muy claramente sus críticas a lo que fueron los prefacios del proyecto del Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA), porque este no salió de la noche a la mañana; no fue un invento de George W. Bush o de Bill Clinton, sino la maduración de un proyecto que ya venía gestándose desde el siglo XIX.
En efecto, en la Primera Conferencia Internacional Panamericana de 1889, Martí fue enviado a cubrir el evento para el diario La Nación y observó con mucha atención el comportamiento de la Delegación Argentina, voz cantante que se opuso a la Unión Panamericana que proponía Estados Unidos. Esta postura tenía sus fundamentos en la acérrima defensa del modelo agroexportador de la Argentina, asentado en un cierto librecambismo y en los sólidos lazos entretejidos entre la oligarquía pampeana, el capital y el gobierno británico. El objetivo de la Unión Panamericana era, ni más ni menos, formar un área de libre comercio, una unión aduanera y la adopción del “patrón plata” utilizado entonces por Estados Unidos, entre otras medidas, lo que dejaría a economías tan heterogéneas como las nuestras bajo la hegemonía de la moneda y la economía del más fuerte, igual a lo que pretendieron hacer más de cien años después con el ALCA.
Martí fue un agudo observador de esas intenciones nuevamente anexionistas y dictaminó: “Quien dice unión económica, dice unión política. El pueblo que compra, manda. El pueblo que vende, sirve. El influjo excesivo de un país en el comercio de otro se convierte en influjo político” (2001: 53, 54). Por lo tanto, la idea de una anexión económica de nuestros países a los Estados Unidos por la vía del dólar es claramente una anexión política, es la subordinación, el fin de la autodeterminación nacional.
Vemos otra vez que no podemos encontrar un momento en la historia de Nuestra América sin que la injerencia de los Estados Unidos esté presente, adecuada o aggiornada a los tiempos, más o menos virulenta, más o menos agresiva, más o menos violenta, pero siempre presente.
Por eso la derrota del ALCA en 2005 fue un golpe tremendo para Washington, porque era el proyecto anexionista más acabado concebido para todo el siglo XXI, comprendido como “el siglo americano”. Era un proyecto que comenzaba por lo económico, pero que implicaba la subordinación política de todo el continente. Fue frustrado por las campañas populares continentales y la dignidad de un grupo de presidentes latinoamericanos que “se parecían a sus pueblos”, que con la voz muy alta y muy firme le dijeron en la cara de la máxima autoridad del imperio, como hizo Hugo Chávez en el estadio mundialista de Mar del Plata: “ALCA, ALCA, al carajo”. Presidentes que tenían muy claro que era un proyecto anexionista y que iba a acabar con las pocas bases materiales para gestar la verdadera integración e independencia que nuestros pueblos necesitan.
Aquellos dirigentes tuvieron una claridad estratégica muy grande, tempranamente, allá en 2005, cuando todavía estaba comenzando eso que llamamos el ciclo progresista de Nuestra América. La mirada estratégica, de largo plazo de Fidel y la eficacia táctica de Chávez y su irresistible capacidad persuasoria fueron decisivos en esa empresa, secundada valientemente por Néstor Kirchner, en su delicado papel de anfitrión de la Cumbre de Mar del Plata, y por Lula en Brasil. La derrota del ALCA posibilitó que ese ciclo se desarrollara y experimentara un auge sin precedentes desplegándose por la mayor parte de nuestro territorio. Nos referimos a la conformación de alianzas que integraron a los pueblos y lograron acceder a los gobiernos de los Estados, imprimiendo una dirección política diferente a la establecida por la hegemonía neoliberal en años anteriores. Recordemos que, por ejemplo, para 2009 el 60% del territorio nuestroamericano estaba gobernado por opciones progresistas, populares, nacional-populares, de izquierda, reformistas, en toda su heterogeneidad, que apuntaban a proyectos independientes, soberanos y alternativos a la ruta que nos imponía o quería imponer Washington. Estos caminos de búsqueda de soberanía y de integración explican el surgimiento y fortalecimiento de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) en 2008 y todas sus iniciativas en diversos planos, junto a la formación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en 2010. No fue casual que fuera justamente en el año 2008 cuando se reactivó la IV Flota de los Estados Unidos con jurisdicción en toda Sudamérica, Centroamérica y el Caribe. Esta misma estaba sumida en la pasividad de sus apostaderos desde 1950. Es preciso conectar esta reactivación con el descubrimiento en esos años de los yacimientos de petróleo del presal (capas submarinas) brasilero. Esto forma parte del despliegue de la contraofensiva imperialista frente a esta ola emancipadora en Nuestra América en el siglo XXI.
Otra de las grandes estrategias imperialistas que puso en marcha el poderoso del Norte a mediados del siglo XX. Nos referimos a la Alianza para el Progreso, que fue una especie de muy módico Plan Marshall que apuntaba a fortalecer cierto desarrollo dentro del marco capitalista para contrarrestar el enorme influjo que tuvo el triunfo de la Revolución cubana después de 1959 y sobre todo de 1961, cuando derrotada la invasión yanqui de Playa Girón, Fidel declara abiertamente “el carácter socialista de la Revolución cubana”. Como lo expresó el presidente del Banco Nacional y ministro de Industria de la República de Cuba, Ernesto Che Guevara, el 8 de agosto de 1961, en la Conferencia del Consejo Interamericano Económico y Social (CIES) de la OEA en Punta del Este: “Hemos denunciado la Alianza para el Progreso como un vehículo destinado a separar al pueblo de Cuba de los otros pueblos de América Latina, a esterilizar el ejemplo de la Revolución Cubana y después a domesticar a los pueblos de la región con las indicaciones del imperialismo”.
Y más tarde en 1967, el heroico presidente socialista chileno Salvador Allende nos explicaba:
Ese fue el único y verdadero papel de la Alianza para el Progreso. Mejorar la imagen de los Estados Unidos en el continente, después de que este había conocido la Revolución cubana con el más demostrativo de los ejemplos […]. Pero el gobierno de los Estados Unidos requiere en la actualidad el apoyo de los aliados incondicionales, porque afronta la crítica universal por su agresión al pueblo de Vietnam (Allende, 2008).
La Revolución cubana, como sabemos, realmente tuvo una influencia enorme sobre las juventudes y las organizaciones políticas en toda Nuestra América; hizo florecer y renovar el auge de lucha en todos nuestros pueblos, y frente a eso el entonces presidente de los EE.UU., John Fitzgerald Kennedy, claramente vio que, sin dejar de usar manu militari como lo hizo en la propia Cuba en abril de 1961, debía apelar a invertir un poco de dinero para generar un poco de desarrollo, algo de distribución de la riqueza y un poco de reforma agraria para salir de esa estructura latifundista que impedía cualquier tipo de desarrollo modernizante de Nuestra América.
Algunos proyectos se hicieron, como algunas reformas agrarias, pero no las que necesitábamos. No eran reformas agrarias integrales en un sentido progresista, sino que más bien se trataba de redistribuir la tierra entre la burguesía o hacer muy módicos repartos de tierras en zonas de baja productividad para poder dinamizar un tanto las economías nacionales. Hubo un cierto flujo de inversiones en infraestructura, especialmente en abastecimiento de agua y construcción de redes cloacales. Esto motivó el sarcasmo del Che Guevara que en la Conferencia de Punta del Este se refirió a la Alianza para el Progreso como la “letrinización de América Latina”. Pese a su escasa dotación de recursos, con el asesinato de Kennedy dos años después del lanzamiento de la Alianza y que esos desembolsos terminaran usándose para fines que no fueron los propuestos en su gran parte, el proyecto terminó diluyéndose por completo, sin dejar rastros.
Ello nos muestra que lo que Estados Unidos pretendió y logró hacer en Europa, es decir, generar un territorio estable política y económicamente del capitalismo como escudo ante la posibilidad de avance de las ideas comunistas hacia Occidente, aquí en Nuestra América fracasó por completo. No podían generar un desarrollo capitalista tal que nuestros países dejaran de ser dependientes y periféricos. El capitalismo imperialista, como bien lo explicó Lenin en su famoso libro El imperialismo, fase superior del capitalismo, necesita de esa periferia dependiente. Por ende, no podían tampoco permitir algún tipo de Estado de bienestar “a la criolla”. Por ello aquellas experiencias de tinte soberanista nuevamente fueron obstaculizadas con toda la fuerza. Eso sucedió en plena Guerra Fría, en otro marco. Pero tampoco pudieron frenar una ola revolucionaria que con distintas intensidades, grados y combinaciones se desarrolló en toda la región.
La Alianza para el Progreso pergeñada como respuesta a la revolución cubana fracasó estrepitosamente, y en cambio los EE.UU. pasaron a entronizar en su política exterior a la Doctrina de la Seguridad Nacional y el fomento a las dictaduras militares. El continente se cubrió de espanto. Un año después de la muerte de Kennedy se da el golpe de Estado en Brasil en 1964, la invasión a República Dominicana en 1965, el golpe de Estado en Argentina en 1966 y luego del triunfo de la Unidad Popular en Chile en 1970, el despliegue de un plan inmediato que forjó Washington para destruir, la misma noche del triunfo de Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970, al Chile de la revolución socialista pacífica, objetivo que se concretaría tres años después. El listado del intervencionismo norteamericano en Nuestra América es interminable y continúa hasta el día de hoy.
*Este texto hace parte del libro próximo a publicarse en Argentina que lleva por título: Segundo turno. El resurgimiento del ciclo progresista en América Latina y el Caribe, de autoría de Atilio A. Boron y Paula Klachko, el cual será editado por la editorial Luxemburg y la Universidad Nacional de Avellaneda.
Fuente:: Cronicon