Ilustración de Isis de Lázaro.

Han pasado una vez más el 19 y el 20 de mayo, pero no cesan las consecuencias de los hechos —de 1895 y 1902, respectivamente— a los cuales esas fechas remiten, ni las interpretaciones diversas que ellos suscitan. El presente artículo, que no busca originalidad ni exhaustividad, apenas roza elementos de un asunto que el mismo autor ha tratado en otras páginas.

Ahora se concentra, de preferencia, en la segunda efeméride, aunque la sucesión entre ellas pueda motivar conjeturas incitantes. La sucesión inmediata que las vincula ¿habrá sido fortuita, o pensada para compensar en el imaginario colectivo, con los reales o supuestos logros condensados en la segunda, lo que significó la real tragedia ocurrida en la primera? El hecho es que la República neocolonial se proclamó al día siguiente de cumplirse siete años de la caída de José Martí en combate.

Al morir en Dos Ríos, rubricó él con su sangre un afán al que se había dedicado crecientemente y sin cesar desde que, niño aún, “juró / Lavar con su vida el crimen” de la esclavitud. En carta interminada, pero de orientación irrefutable, y que devino testamentaria, plasmó en la víspera de su muerte para qué era y sería —son sus palabras— “cuanto hice hasta hoy, y haré”.

Su proyecto podría resumirse en frenar a tiempo la expansión estadounidense, independizar a Cuba —de España, y de los Estados Unidos— y garantizar con ello no solo la independencia de nuestra América toda, sino también el equilibrio del mundo y hasta el honor de la América inglesa. Todo ello constituía un plan afianzado sobre pilares éticos y justicieros, y cuyo líder echaba de veras su suerte con los pobres.

Ese plan debía darle a Cuba lo que en distintos momentos el propio Martí llamó una república moral y, ¡vaya meta!, “un pueblo nuevo y de sincera democracia”. Tales términos ubican sus ideales en un plano de emancipación y dignidad al que no había llegado ningún país del mundo.

Muerto Martí, y desatada en 1898 la intervención imperialista que él había intentado impedir, quedó abierto el camino para que los patriotas verdaderos tuvieran que coexistir con anexionistas y autonomistas, dos bandos antipopulares que tenían el apoyo del nuevo amo extranjero al que servían como los celestinos que Martí repudiaba, y se aprecia en su carta póstuma. Se fundó así en Cuba una república muy diferente de la que él deseaba.

Pero la prédica y el ejemplo de Martí, la guerra que él contribuyó decisivamente a preparar con el apoyo resuelto de los pobres, a cuyos sacrificios los más opulentos abandonaban cada vez más, en bloque, los destinos de Cuba, sembró realidades y lecciones fundamentales. La unidad que el héroe concebía y lograba no se basaba en ilusiones, sino en el claro conocimiento de qué fuerzas la nutrían y cuáles se oponían a ella. Así fue como su labor unitaria propició que Cuba se alzara en armas el 24 de febrero de 1895, con la voluntad de justicia y soberanía de la vanguardia y las masas patrióticas, un alzamiento necesario para salvar la nación.

No es casual que al venerable puertorriqueño Ramón Emeterio Betances, colaborador de Martí en el Partido Revolucionario Cubano, se atribuya una expresión desesperada ante el levantamiento en Cuba: “¡Qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan!” A ese hermano pueblo no le faltaban hijos e hijas de gran valor, a quienes el propio Martí enalteció. Muchos de ellos fueron miembros activos del Partido fundado por él, y se sumaron al Ejército Libertador cubano. Es justo recordar que el pronunciamiento del ingenio Demajagua lo antecedió, el 23 de septiembre, el protagonizado en Lares por la avanzada independentista que encabezó Betances.

El ahogo de Puerto Rico remite al éxito que allí tuvieron las maniobras autonomistas, urdidas por España y sus cómplices. En Cuba tales maniobras no prosperaron, gracias, entre otros hechos, a la estela que fijó en ella el levantamiento de 1868 y los diez años de guerra que le siguieron, y a la batalla de Martí contra esas maniobras desde cualquier lugar donde él se hallara en su trayectoria de desterrado y organizador revolucionario.

En Cuba, que se alzó nuevamente en 1895, se formó un Ejército Libertador, el mambisado, que los Estados Unidos no podrían desconocer. Aunque aviesamente se las arreglaron para disolverlo, y en 1898 sufría los estragos causados por una guerra desigual, era una fuerza que no cabía desestimar. Con ello se evidenciaba tanto el acierto de Martí como la legitimidad de la desesperación de Betances.

A Puerto Rico, por cuya liberación había bregado también Martí —quien en las Bases del Partido Revolucionario Cubano dejó claro que uno de los fines de esa organización era, junto con alcanzar la independencia absoluta de Cuba, “auxiliar y fomentar” la de ese pueblo—, la potencia interventora le impuso un estricto régimen colonial. Y para Cuba puso en práctica lo que ya Martí había previsto y denunciado ante la Conferencia Internacional celebrada en Washington entre 1889 y 1890: “ensayar en pueblos libres su sistema de colonización”.

Con “pueblos libres” se refería a los que ya habían alcanzado, aunque marcada por manquedades varias, la independencia política —esos fueron los convocados a la mencionada Conferencia—, y no se ensaya lo viejo, sino lo nuevo. En otras palabras, Martí se adelantaba a rechazar el sistema de coloniaje que se gestaba entonces, y que en el siglo XX se conocería como neocolonialismo.

¡Cuánta frustración para Cuba!, se dirá con fundamento. Pero la frustración pudo haber sido mayor —como ha sido para Puerto Rico hasta hoy— si el heroísmo de su pueblo no hubiera hecho a los Estados Unidos meditar sobre cómo consumar sus ansias de apoderarse de ella, propósito que, desde que se fundaba como nación, a esa potencia parece venirle de lo que podríamos llamar su “ADN histórico”. Apoderarse de Cuba, sí, no anexársela: el desprecio del Norte revuelto y brutal hacia nuestros pueblos se revela en el tratamiento colonial dado a Puerto Rico. Deberían tenerlo claro los trasnochados anexionistas de hoy.

Frustrada o mediatizada por la neocolonización y sus instrumentos, como la Enmienda Platt, la República proclamada el 20 de mayo de 1902 no fue la victoria que Cuba merecía, pero sí un triunfo parcial suyo. Y en el seno de esa República se fomentaron las luchas emancipadoras, no por ilusiones y esperanzas que ella no podía propiciar, sino por rechazo a sus manquedades y males y, sobre todo, por la herencia del espíritu de lucha que venía fraguándose desde antes de 1868 y se fortaleció, con el legado martiano por raíz, ante la injerencia imperialista. En esa historia se inscribió la etapa auroral desatada en el centenario del Apóstol.

De un plumazo, con calificaciones como ignominiosa y otras similares, ni se le hace cabal justicia a la República neocolonial, ni se agota su significado. Pero tampoco las sublimaciones que la asocian con la maravilla y responden a fuerzas antinacionales y contrarrevolucionarias autorizan a presentarla como la gran realización de la sociedad cubana. Esas mistificaciones corresponden a los nexos entre plattistas y platistas, entre los servidores del imperialismo y los seducidos por el dinero, básicamente los mismos.

Aunque ha sido históricamente escarnecido y manipulado, el concepto de República es una conquista de la humanidad, y Martí se planteó que Cuba no fuese ni feudo ni capellanía, sino república. Ante la inercia con que la historia de este país suele dividirse en “Colonia”, “República” y “Revolución”, vale recordar que la República cubana nació en Guáimaro en 1869, en medio de la lucha anticolonial, y a la República constituida en 1902 no se le debe regalar la noción de lo republicano, mientras que la Revolución está llamada a mantener una república signada por el culto martiano a la dignidad.

El ímpetu con que en 1953 se acometió un tramo decisivo en la transformación revolucionaria para la soberanía y la justicia social en el país, debe guiarlo hoy en la brega necesaria para asegurar no solamente la permanencia del irrenunciable antimperialismo: a la vez debe cuidarse la justicia social, y la consumación de la República moral por la que José Martí cayó en combate.

Por ella se alzó el 26 de Julio de 1953, con Fidel Castro al frente, la vanguardia patriótica que asumió la herencia martiana, en el camino que después de 1902 venían abonando héroes como Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena, un camino donde un líder inspirador, Eduardo Chibás, acuñó un reclamo que conserva vigencia y luz: “Vergüenza contra dinero”.

Fuente: Cuba Periodistas

Por REDH-Cuba

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