En la noche del 27 de junio tuvo lugar finalmente el tan publicitado debate entre los candidatos a la presidencia de Estados Unidos Joe Biden y Donald Trump. No habrá otro…
Fuente: CubAhora
Si en algo coinciden la mayoría de las opiniones que han comenzado a aparecer en medios periodísticos y redes digitales en todo el mundo, es que el resultado era previsible: un mandatario en funciones errático, poco coherente y confundido, enfrentando a un ex presidente que miente y ataca sin piedad para imponerse.
No se dijo prácticamente nada sustancioso sobre los problemas acuciantes del país. Los estadounidenses que no tienen hoy acceso al seguro médico, los que habitan cientos de pueblos sin infraestructura y con agua contaminada, los que temen cada mañana que sus hijos caminen a las escuelas y puedan morir por un disparo en el trayecto, los que rezan por no ser deportados, las mujeres que aspiran a poder decidir sobre su embarazo, ninguno de ellos posee ahora una mejor certeza de cuál será su suerte.
La visión de futuro se le escapa de las manos a los grandes empresarios que tiemblan ante la formidable competencia proveniente de China, a los productores de armas empeñados en el enfrentamiento con Rusia, a los que desean llegar más rápido a espolear los recursos naturales de África o América Latina, a los que temen un cambio de orden internacional en el que Estados Unidos no determine la suerte de todos.
Ciertamente, el resultado era previsible, muy previsible, y aun así los estrategas demócratas y republicanos hicieron un gran ejercicio de apostar a lo imposible. O no? Un debate entre los dos candidatos de más edad que se han enfrentado en la historia, donde por un lado se encuentra un presidente en funciones que no está en capacidad física y mental para gobernar y, por el otro, se presenta un ex mandatario que falta a la verdad de forma consistente sin sonrojo y utiliza la política para evitar la justicia, no podía concluir de otra manera.
Entonces, la pregunta que subyace es: si todo apuntaba en la misma dirección y era casi inevitable el desenlace, por qué ambas tribus (no partidos) políticas marchan directo al precipicio. Es posible que en estos momentos la frase más repetida en inglés en Norteamérica sea “alerté”, “dije que esto iba a pasar”, “Biden muy débil, Trump y el bullying”.
El espectáculo que acaba de tener lugar, con el que muchas compañías y consultores se han llenado los bolsillos con total irrespeto hacia la real esperanza de la gente en las calles, pudo haberse evitado. Algún liderazgo del lado demócrata debió impedir la confirmación pública de la debilidad de Biden y haber propuesto caminos alternativos que ahora se buscarán con urgencia. Por la parte republicana se trataba de no llegar a la desmoralización histórica de intentar llegar al poder a través de un individuo (y su entorno próximo) totalmente corrupto y condenado por la ley.
Entonces, cuando la política en un país de aquellas proporciones marcha totalmente de espaldas a la realidad y se pierde la capacidad de prever los acontecimientos, puede afirmarse que la crisis que se avecina es de mayores proporciones de lo que se esperaba. Los estadounidenses han ido en masa a la costa a observar pasivamente un huracán y ahora sienten que también les llegará un tsunami.
Una de las grandes ironías en los días previos al debate, fue que se presentaron en distintos espacios figuras políticas de ambas tendencias con un discurso coherente para el público local, con propuestas de soluciones (realizables o no) a los problemas más acuciantes, con un velado rechazo al estado de cosas, que los situaban en una posición de poder aspirar a ser candidatos reales de sus respectivas formaciones electorales. Es posible que ahora, al menos desde el lado demócrata, se haga esa reflexión y se trabaje sin descanso en fabricar la figura de un sustituto.
Se trata del segundo fracaso estratégico de los demócratas contra el mismo contendiente republicano, desde que intentaran sacar a Trump por la vía del impeachment, objetivo que claramente era difícil de lograr. Aquellos vientos trajeron las tempestades del cambio generacional, al menos en el liderazgo demócrata de la Cámara de Representantes.
No sucederá lo mismo del lado republicano, donde Trump y su entorno continuarán en su cruzada de cambiar las reglas del juego, desmontar lo que queda del aparato regulador del estado, remover todos los límites que impidan el ascenso de figuras que se enriquecen por el robo o el fraude y no por la explotación tradicional de la mano de obra o el intelecto, y crear todos los días una realidad virtual distinta a la que se ve por la ventana.
La transmisión del debate al exterior no hubiera tenido tantos seguidores, si no se tratara de un país que no afecta a terceros en su comportamiento. Y en ese ámbito se está produciendo un fenómeno interesante: en las primeras horas se expresa más preocupación entre los aliados (o subordinados) tradicionales de Estados Unidos, que entre los que Washington considera sus enemigos estratégicos.
Europa, después que se ha hecho más sumisa y dependiente, teme que lo peor aún esté por venir, sea en forma de crisis energéticas, en gastos militares innecesarios, o por la inminencia de un conflicto local no deseado por sus poblaciones.
En Beijing y en Moscú podrían estar apreciando que se acerca de nuevo al poder un equipo del que conocen ya sus formas de actuar, que funciona casi como una secta y que tiene para ellos muchas vulnerabilidades. No habrá creatividad, solo repetición de fórmulas fallidas.
Hay una sola certeza, el escenario del 2025 será completamente distinto al del 2016 e, incluso, al 2020. Si ambos candidatos estuvieran vivos y saludables para la ocasión, deberán enfrentar nuevas dinámicas sin desviar la atención hacia intentos de reelección, que ya no será posible. Hasta ahora, ninguno de los dos ha visto como una prioridad el cambio generacional dentro de sus estructuras políticas, objetivo en los que deben estar trabajando otros liderazgos.
En el espacio de los próximos cuatro años surgirán nuevos fenómenos políticos hacia el interior de Estados Unidos que hoy se asoman mínimamente, como pueden ser el aumento de candidatos a todos los niveles que se declaren independientes, el surgimiento potencial de otras alternativas, la incorporación creciente de tecnólogos que construirán plataformas supuestamente apolíticas y el consumo in crescendo de información generada por algoritmos y que no refleje la realidad.
Los estados de la desunión norteamericana se sentirán cada vez más lejos de Washington DC e intentarán solucionar los problemas de su entorno con medios limitados y, posiblemente, con un relacionamiento exterior que hasta ahora no habían intentado. La acumulación de dificultades domésticas será inversamente proporcional y limitará los recursos y el tiempo para tratar de influir en el mundo exterior. Todos los oídos estarán pendientes del sonido de los pasos con los que se acerque la nueva crisis económica cíclica.
Hasta ahora el sistema político estadounidense ha dado muestras de lograr recomponerse y resurgir de momentos críticos, con un altísimo costo social fraccionando aún más los estratos económicos internos e imprimiendo dólares sin respaldo productivo. ¿A qué recursos apelará esta vez?