La vida es humana en tanto asume un sentido que trascienda el ciclo reproductivo, como especie y como individuo. En las tiras cómicas de Mafalda (es decir, de Quino), por ejemplo, se exponen algunos tópicos: Manolito, hijo de un esforzado bodeguero, es bueno para las matemáticas (las cuentas que incrementen su pequeño capital), y sueña con poder construir “cuando sea grande” una cadena de supermercados; en cambio Susanita se percibe sólo como mamá y esposa, en un ambiente de felicidad hogareña. Son los personajes tipo del capitalismo clásico, en ciertos contextos superados ya por el propio sistema. Pero no siempre el sentido se descubre con facilidad, ni es el mismo en todas las circunstancias de la vida. La Susanita que pudo haber sido mi mamá (ama de casa con cuatro hijos), se deshizo al triunfar la Revolución, cuando se convirtió en una mujer socialmente útil, tanto en su centro de trabajo —lugar conquistado—, como en las múltiples funciones que asumió como dirigente de zona de los CDR.

No se trata de unificar sentidos, porque cada vida es única e irrepetible. Pero es falso que el capitalismo protege la individualidad. Si en sus comienzos la imagen del artesano, del pequeño productor, se contrapuso a la riqueza heredada de la improductiva nobleza feudal, con el tiempo el capital fue concentrándose en pocas manos, y la herencia regresó como una de las fuentes principales de riqueza y poder. Desde finales del siglo XIX e inicios del XX, Enrique José Varona percibe la desaparición del individuo (el ideal individualista, le llama), tanto en lo económico como en lo social. Así describía la ciudad de New York: “El hombre se reduce a átomo. Es menos que el enfermo en el hospital, que se convierte en número; menos que el soldado en el ejército, que es una simple unidad. Allí ni se le cuenta siquiera. Es un glóbulo que va o viene, como cualquier otro del enorme raudal circulatorio. ¿Quién pone número a los átomos? Cada uno es cualquiera. Cada cual ocupa el menor espacio posible. El otro y el otro y cien mil son semejantes, que van, sin que nadie sepa, ni se preocupe por saber, a dónde. Ese rostro que ahora se ve, no se volverá a ver más. ¿A qué fijarse en él?”.

El socialismo no es el predominio de lo colectivo sobre lo individual: es la transformación de la masa en una colectividad de individuos conscientes; es la concentración de más de un millón de personas en la Plaza de la Revolución, con voluntad y discernimiento propios. El socialismo empieza con una tirada millonaria, a un precio simbólico, de los clásicos literarios de la lengua, como el Don Quijote de la Mancha y con el rescate simultáneo del saber y las tradiciones culturales de los “sin voz”, como ocurrió con el cimarrón Esteban Montejo o con la creación del Conjunto Folklórico Nacional. Empieza con una Campaña de Alfabetización que enseña a leer, a interpretar, a soñar. Empieza y perdura convirtiendo a cada individuo en protagonista del triunfo colectivo. La cultura del ser se sostiene sobre lo que somos, una mezcla siempre compleja de virtudes y defectos, cuyo centro irradiador es la utilidad de nuestras vidas. Pero si cesa la fuerza centrífuga que hace girar todas las voluntades en torno al ideal asumido de forma colectiva, los individuos vuelven a disgregarse, a convertirse en átomos, a girar sobre su propio eje.

La sociedad capitalista promueve un modelo de éxito que se contabiliza en bienes materiales; el triunfo individual se mide en posesiones, no importa la manera en que se obtengan. Por supuesto, la espiritualidad humana (palabra secuestrada por las religiones), solo se expande allí donde las necesidades materiales mínimas están cubiertas. Pero el consumismo no es patrimonio exclusivo de los ricos, porque no es la abundancia de bienes: es el estado mental que nos esclaviza en el anhelo perenne de seguir el itinerario del mercado. Soñar con poseer cada novedad, cada objeto de marca, cada señal material que exprese lo mucho (o de lo poco) que valemos. El que viene “de abajo” exhibe con más ahínco ante los suyos su “éxito”, sea en cadenas de oro, en carros modernos o en Barbies y Ken descerebrados.

Para todos los seres humanos existe un lugar en el mundo, lo difícil es hallarlo. Los sentidos posibles son casi infinitos: el placer de crear, bailar, ser útil, solidario, más fuerte o más rápido, más resistente… el revolucionario capaz incluso de ofrendar su vida por la justicia, el que crea con las manos, con la mente, o con el cuerpo, el campesino que acaricia la hoja de tabaco como rostro de mujer. Diana, la estadounidense sesentona que conquistó su sueño de cruzar a nado el estrecho de la Florida; José, el español que piensa cada mañana en cómo apoyar durante el día al pueblo cubano; el hombre o la mujer que sin luz en su casa trabaja diez o más horas diarias para dar luz a otros. El socialismo es la cultura del ser. Fidel lo advirtió: lo primero que hay que salvar es la cultura (de liberación, anticapitalista). Lo que llamamos colonialismo cultural, no es la sustitución de unas tradiciones nacionales por otras. La cubana ha demostrado que es capaz de asimilar y procesar todas las influencias foráneas sin dejar de ser. Nos colonizan culturalmente cuando nos inoculan la cultura del tener, preámbulo de toda colonización política. En esa batalla cultural, que se libra mente a mente, nadie es prescindible.

He conocido a personas rescatadas. Daynelis, de 21 años, cuyo hogar mínimo en una ciudadela solidaria y a veces turbulenta, la colocaron en desventaja y quedó sin carrera universitaria, pero pudo hacerse trabajadora social y salvar a otros en su barrio humilde, y en un programa especial, iniciar estudios de derecho; la directora de un Policlínico en Cárdenas, cuyo prematuro embarazo la había marginado de los estudios, pero que siguió el mismo camino de Daynelis, y se hizo médico y especialista, e internacionalista en la selva amazónica de Brasil, y salió con otros médicos a defender su centro de salud aquel 11 de julio; o Coqui, el excepcional enfermero cubano, antes jinetero, luchador sin rumbo en la vida, que supo asir firmemente la mano que la Revolución tendió, y fue escogido entre cientos de aspirantes para ir a pelear por la vida de los otros durante la epidemia del ébola en África, y murió de malaria, sorpresivamente, y fue llorado por colegas y pacientes. Ni siquiera la muerte puede desvirtuar la certeza de que son vidas salvadas, y no porque adquiriesen bienes materiales. Los tres hallaron un sentido de vida, que es el bien más preciado que puede tener un ser humano. Eso es el socialismo.

Fuente: CubaSi

Por REDH-Cuba

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