La sociedad norteamericana ha estado a lo largo de los años bajo el lente de miradas críticas, desde el arte, la literatura y el pensamiento social, que destacan rasgos contrastantes con la visión edulcorada que le presenta como tierra de esperanzas, país de oportunidades, hogar del inmigrante. El tema fue bastante desmenuzado en el artículo «El Sueño Americano y el mito del éxito en la tierra de las oportunidades», publicado hace algunas semanas por CubaSí, si bien el examen no agotaría su complejidad. Conviene retomarlo, desde una perspectiva diferente, apostando a la validez del fecundo método de las aproximaciones sucesivas.

Ante todo, sería oportuno destacar algo que tal vez no quedó allí suficientemente explícito. Unas veces de manera dramática, otras, de modo satírico o irónico, con el humor negro incluido, Estados Unidos aparece en el cine, en las novelas y obras teatrales con crudeza, sutileza o mediante alusiones, con narrativas que le identifican con realismo o referentes históricos, pero también en contextos imaginarios. Sin que se mencione su nombre o sustituyéndole con denominaciones ficticias, al lector o al espectador le queda totalmente claro que se trata de esa nación. Esta práctica está muy extendida en el ámbito de la producción cultural, en la que confluyen con cierta frecuencia utopías y fantasías.

Entre esas representaciones, las que se apoyan en la ciencia-ficción han ido ganando creciente espacio, especialmente las que abordan escenarios hipotéticos en el futuro, visualizando con pesimismo el porvenir de una sociedad estadounidense en la que prevalece el control ubicuo, totalitario, de la vida individual. La familia, la cultura, la ciencia, la religión, la filosofía, se minimizan o pasan a planos muy secundarios, llegando incluso a desaparecer de la cotidianidad. La deshumanización impera, lo privado se degrada en términos absolutos, en favor de un pensamiento único. Un mundo de pesadilla, altamente regulado, regido por el desarrollo tecnológico, donde la represión se ha naturalizado y la gente es aparentemente feliz.

Calificadas por los especialistas como distópicas —con la intención de que no se confundan con las utópicas, signadas por el optimismo, que imaginan un mundo mejor—, conllevan reflexiones existenciales desalentadoras acerca de la condición humana. Temas constantes: el miedo, la coacción, la falta de libertad, la alienación. Es el tipo de obra cuyos antecedentes más conocidos y trascendentes remiten a autores británicos, que establecen una suerte de patrón que se reproduce luego en escala ampliada. Entre ellas, se encuentran, como seguramente le es familiar a muchos lectores, dos novelas célebres: la de Aldous Huxley, Un mundo feliz, publicada en 1932, que describe una sociedad dividida en un sistema de castas en el que los individuos están creados y alterados genéticamente; y 1984, de George Orwell, que ve la luz en 1949, referida a un entorno en el que se manipula la información, se practica la vigilancia masiva y la represión sociopolítica. Los contextos, en ambos casos, eran fértiles terrenos para las preocupaciones sobre las opciones futuras de la humanidad. Por un lado, el mundo sacudido por la gran crisis financiera de 1929 a 1933, y por el otro, el período de la segunda gran conflagración, nacida la Guerra Fría, cuyas manifestaciones en el Viejo Mundo serían desoladoras.

Siguiendo ese esquema, y quizás con menor renombre entre los lectores, pero no menos difundida y popular entre los conocedores del género, Mercaderes del espacio, de los norteamericanos Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth, publicada en 1953, se enfocará sobre una sociedad estratificada en productores, ejecutivos y consumidores, donde la publicidad comercial maneja la vida social de modo casi absoluto a través de las grandes compañías, que ejercen el poder mediante un sistema económico que supedita al político. Las identidades nacionales ya no tienen razón de ser, pues lo que cuenta es la lealtad a la empresa para la que se trabaja. En tanto las anteriores novelas se inspiraban en las realidades europeas, conmocionadas por las crisis, proyectaban su reacción crítica de forma indirecta, alusiva o simbólica hacia sistemas políticos con definiciones comunistas o fascistas, en este caso sería la escena norteamericana real, la que motiva la ficción.

El decenio de 1950 se desenvolvía en Estados Unidos en medio de contradicciones y complementaciones. La pujanza material acompañante de la hegemonía alcanzada como resultado de la Segunda Guerra Mundial, junto a la histeria anticomunista —provocada por la supuesta amenaza soviética, traducida en la «cacería de brujas» que condujo a la ejecución de los Rosenberg y a la búsqueda de chivos expiatorios en el seno de Hollywood y otros círculos intelectuales—, condicionaban un complejo cuadro sociológico. El enorme impulso a la investigación científica y a los desarrollos tecnológicos en la esfera aeroespacial darían lugar al auge acelerado de la astronáutica y la ciencia-ficción, estructurándose la idea de —donde existiesen condiciones para la vida humana— establecer posibles asentamientos, temporales o permanentes, fuera del planeta, en la Luna u otros mundos del sistema solar.

Con un formato parecido a las obras citadas, apuntalado también en el mismo género literario, el escritor estadounidense Ray Bradbury publica Crónicas marcianas en 1950, un libro de relatos que, a diferencia de aquellas, de modo sumamente ingenioso, no desarrolla su historia en un momento futuro del planeta Tierra, sino en Marte. Así, a través de las diversas crónicas, que narran su colonización por parte de una humanidad que huye de un mundo al borde de la destrucción, los colonizadores, que son estadounidenses, llevan consigo sus experiencias y el sueño de reproducir en el llamado Planeta Rojo una civilización que universaliza los típicos platos de la «comida chatarra» (fast food) asociados a la imagen de la cultura norteamericana: perros calientes, hamburguesas, papas fritas, y al estilo de vida de la clase media, el popular american way of life. Su equipaje incluye los chiclets, los cigarros, las cervezas y los refrescos de cola, pero también los miedos ancestrales, los estereotipos que se traducen en odio a lo diferente, las enfermedades, que diezmarán a la población marciana nativa, y un comportamiento que subestima e irrespeta el medio colonial imaginado. Latas de cerveza, cajetillas vacías de cigarros y colillas contaminan por doquier el ambiente marciano. Solamente un personaje, Spender, asume una excepcional posición de rechazo, condena, enfrentamiento, al modo de actuar de sus compañeros colonizadores, lo cual le cuesta la vida. ¿Señal de aliento o de desesperanza del autor?

Así, Bradbury se traslada al futuro para iluminar críticamente el presente del país en que vive, explorando la idiosincrasia norteamericana. Por implicación, la realidad en que se mueven los relatos —la del planeta Marte— es depositaria de lo que percibe como negativo en La Tierra. En ese nuevo mundo se reproducirá negativamente el patrón de relaciones sociales y la cultura nacional de Estados Unidos. Crónicas marcianas es una sugerente parábola acerca de la crisis y decadencia que, en la década de 1950, al calor de la Guerra Fría y comenzando el período del macartismo, apreciaba Bradbury en su entorno social, saturado de racismo, nacionalismo chovinista, xenofobia e intolerancia nativista.

En realidad —o al menos, es una manera de ver el asunto—, podría considerarse que la ciencia-ficción sería el recurso que utilizó el autor para llamar la atención críticamente sobre los problemas, vicios, excesos, del mundo establecido en Estados Unidos en el contexto de la segunda posguerra, en un clima de paranoia ante las percepciones de amenaza y de apelación a la violencia. A partir de la visión negativa sobre «el otro», los terrícolas resultaban peores que los alienígenas. De ahí que las crónicas de Bradbury no sean tan marcianas. Las representaciones metafóricas más bien sirven de pretexto para escrutar la sociedad estadounidense, burlando la vigilancia impuesta por el macartismo, evitando le situaran la etiqueta de «antinorteamericano».

Estados Unidos, ya se sabe, ha sido escenario de múltiples conflictos y tensiones, a los que cada día se añaden nuevos episodios que enriquecen el amplio aval de delito criminal, corrupción administrativa, fraude financiero, clientelismo político, libertinaje gubernamental. Durante los últimos cuarenta años, la prensa ha divulgado casi a diario hechos de sangre en calles y escuelas, casos de abuso lascivo, actos de violencia racial o migratoria, junto a expresiones de protesta ciudadana o desobediencia civil. Los documentales de Michael Moore, por ejemplo, reflejan con claridad esa cultura que sacraliza las armas de fuego y articula una suerte de adoración mundana ante su tenencia y empleo. Han transcurrido más de veinte años, pero si quien no los recuerde o no los haya conocido, los ubica, seguramente disfrutará, sería un aprendizaje seguro. Dos de ellos, Bowling for Columbine (2002) y Fahrenheit 9/11 (2004), así como su libro Estúpidos hombres blancos, publicado en español en 2003, interpelan al contexto sociopolítico e ideológico norteamericano, sobre todo después de los atentados terroristas a las Torres Gemelas y al Pentágono en 2001, describiendo el clima de temor, la manipulación de la paranoia y la histeria de masas, la violencia latente y manifiesta en ese país, donde sentimientos y convicciones discriminatorias están a flor de piel.

Durante la segunda mitad del siglo XX se acumulan algunos acontecimientos sobresalientes reflejados en los medios de comunicación como incidentes escandalosos, de mayor o menor alcance, que dibujan arcos de crisis social, política, económica, en las que se mezclan justamente comportamientos como los que los humanos que protagonizan las Crónicas marcianas, que son norteamericanos, trasladan al planeta Marte: violencia, desorden, desprecio hacia lo «otro». Algunos ejemplos: el brutal crimen masivo, perpetrado por el tristemente célebre Charles Mason, líder de una secta satánica, que puso fin a la vida de la actriz Sharon Tate, entre otras víctimas; la barbarie terrorista de Oklahoma, cuando el cabecilla de un grupo extremista, Timothy Mc Veigh, lideró el atentado dinamitero contra un edificio estatal; las situaciones reiteradas de violencia criminal en escuelas, derivadas de la tenencia de armas de fuego, que provocan a menudo la muerte a numerosos jóvenes; lo que se conoció como el escándalo Irán-contras, a veces presentado como el Irángate, que implicó desvío de fondos federales; el affair sexual relacionado con Mónica Lewinski y el presidente William Clinton; los escandalosos sucesos asociados a la falta de honestidad de directivos y a delitos contables cometidos por ejecutivos de importantes corporaciones que terminaban en bancarrota, como la de Enron,  Global Crossing, WorldCom y Tyco. Serían innumerables los ejemplos: las revelaciones de Wikileaks, la conducta presidencial de Donald Trump, el asalto al Capitolio. No podría faltar, desde luego, el hecho que tal vez inició desde mediados del siglo pasado este inventario: el escándalo Watergate.

Para el autor de estas reflexiones, no debería pasarse por alto una película del director italiano Sergio Leone, Érase una vez en América (1984), quien había adquirido notoriedad anteriormente con Érase una vez en el Oeste (1968). Se trata de uno de los grandes frescos cinematográficos que recrea a Estados Unidos, ubicada en los años dorados de 1920 y oscuros de 1930, con el protagonismo de jóvenes inmigrantes italianos que llegan a la tierra prometida, al suelo neoyorquino, en un afán de triunfo, éxito, en medio de violentas y sensibles escenas en las que la amistad, la honestidad, el amor, los principios y los sueños son sepultados por la ambición, la traición, la mentira, la doble moral, la frustración y el fracaso. Érase una vez en América es la desmitificación del exclusivismo estadounidense y del Sueño Americano.

Pareciera como si la sociedad estadounidense funcionase según un patrón cíclico, que, de modo periódico, cual movimiento pendular de un reloj antiguo de pared, reprodujera acontecimientos y situaciones notablemente trágicos para la vida cotidiana y la credibilidad de las instituciones de gobierno y de la sociedad civil, generando cuestionamientos éticos, crisis de confianza en el ciudadano medio, y de credibilidad nacional. Y es que no se trata de hechos aislados, coyunturales. Son fenómenos estructurales, insertados de manera orgánica en el tejido social, económico y político de Estados Unidos. Consustanciales, no hay dudas, al desarrollo mismo del capitalismo allí. Lo expuesto se beneficiaría, si fuese de interés complementar o ampliar el análisis, de la lectura del artículo «La otra historia de Estados Unidos: mitos, falacias y verdades», publicado por CubaSí en el pasado mes de abril, donde se amplían contextos y argumentos.

En ese paisaje encajan las muchas ciudades que, de vez en cuando, aparecen encabezando las listas de áreas más peligrosas de Estados Unidos, a partir del volumen de asesinatos, asaltos, violaciones: Miami, Los Ángeles, Nueva York, Washington. El cine ha dado cuenta con recurrencia de estas tendencias mediante películas estremecedoras, como Asesinos natos, dirigida por Oliver Stone, o las de Quentin Tarantino, Pulp Fiction y Perros de reserva, cuyos cuadros dramáticos no pueden ser más agudos y descarnados. Tarantino añade una larga lista de filmes en los que se propone, con acierto, desnudar, acudiendo a la ficción, vicios, excesos, crueldades, inherentes todos a la sociedad norteamericana que incuba esos fenómenos.

En similar sentido, podrían mencionarse —como parte de un género muy popularizado en el mundo, incluida América Latina y Cuba, las conocidas historietas gráficas de ficción, como las que han universalizado desde Estados Unidos a los famosos superhéroes, como Capitán América, Superman, Batman, Spiderman, Ironman, Aquaman, Flash, Wonder Woman— las escritas por Frank Miller, recogidas en la serie titulada Sin City (Ciudad del pecado), llevada al cine en 2005 en versión homónima por el director Robert Rodríguez. Exhibida recientemente por la Televisión cubana, se distingue de las otras al situarse con una mezcla de realismo y surrealismo en contextos concretos estadounidenses, aportando una profunda perspectiva crítica cuyos mensajes no podrían ser más sobrecogedores, sórdidos. Sin City es una verdadera antología de sangrienta violencia, bajos instintos y podredumbre moral. Sus historias cabrían muy bien junto a los pasajes referidos en esta abreviada trayectoria, en una imaginaria recopilación de relatos que recorra sombras, penumbras, subsuelos, de la sociedad, la cultura y la política norteamericana, si alguien se decidiera a escribirla. Bien pudiera llamarse, parafraseando la obra de Bradbury, Crónicas (no tan) marcianas.

Fuente: Cuba Si

Por REDH-Cuba

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