Ernesto Che Guevara y los héroes que lucharon con él, que murieron con él, no constituyen un mito. Porque los mitos exigen el bronce para perpetuarse en la inconciencia estimulada solo por el gesto, por el símbolo, que despierta sentimiento, pasiones y reflejos de epopeya, nada más.
El Comandante Hugo Chávez gustaba de citar de memoria la siguiente frase de Martí sobre el Libertador de Nuestra América: «¡Pero así está Bolívar en el cielo de América, vigilante y ceñudo, sentado aún en la roca de crear, con el Inca al lado y el haz de banderas a sus pies; así está él, calzadas aún las botas de campaña, porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hoy: ¡Porque Bolívar tiene que hacer en América todavía!».[1]
Así evoco al Che y debiéramos asumirlo así todos: como el sempiterno combatiente por las causas justas de la Humanidad. El 8 de octubre de 1967 no fue su último combate, pues desde entonces ha sido, como preconizó, la pesadilla de quienes quieren arrebatarnos nuestros sueños de justicia social para el mundo.
¿Qué pasó realmente ese día y el fatídico 9 de octubre?, ¿pudo el Che salvarse?, ¿fue responsabilidad de él, de Fidel o de Cuba que haya sido capturado y después asesinado? Tomando como referencia una indiscutible fuente, científica y éticamente argumentada, que es la investigación realizada por los notables estudiosos del tema, Adys Cupull y Froilán González, vamos a revelar lo ocurrido en esas trascendentales jornadas, con la mirada en tres objetivos: las nuevas generaciones y su formación ética e ideológica, contribuir a desbaratar las toneladas de mentiras y manipulaciones alrededor del suceso y mantener siempre presente, vivo y vigente el legado del Che.
De acuerdo con los relatos de Inti y de los sobrevivientes de la guerrilla, se ha podido constatar que el Che analizó la situación desde la única perspectiva que quedaba, por tanto, no fue sorprendido ni faltó la minuciosa previsión de todas las variables de acontecimientos:
«No podíamos volver atrás, el camino que habíamos hecho, muy descubierto, nos convertía en presas fáciles de los soldados. Tampoco podíamos avanzar, porque eso significaba caminar derecho a las posiciones de los soldados. Che tomó la única resolución que cabía en ese momento. Dio orden de ocultarse en un pequeño cañón lateral y organizó la toma de posiciones. Eran
aproximadamente las 8 y 30 de la mañana. Che hizo un análisis rápido, si los soldados nos atacaban entre las diez de la mañana y la una de la tarde estábamos en profunda desventaja y nuestras posibilidades eran mínimas, puesto que era muy difícil resistir un tiempo prolongado. Si nos atacaban entre la una y las tres de la tarde, teníamos más posibilidades de neutralizarlos. Si el combate se producía de las tres de la tarde hacia adelante las mayores posibilidades eran nuestras, puesto que la noche caería pronto y la noche es la compañera aliada del guerrillero.”[2]
Incluso el Che organizó las exploraciones, previó el lugar hacia donde tenían que ir, y si ocurría una dispersión, en qué lugar reagruparse estratégicamente. Estableció la defensa en la retaguardia, en la entrada y en los flancos, de manera de garantizar la entrada en combate, en caso de que fuera ineludible, de esa manera evitaba el factor sorpresa enemigo y que este tuviera la iniciativa. En caso de necesidad, previó la salida del combate. “Las instrucciones fueron: si el ejército trataba de entrar por la quebrada, retirarse por el flanco izquierdo; si atacaba por el flanco derecho, retirarse quebrada abajo, y por ese mismo lugar en caso de que el ataque se realizara por el extremo superior. El firme de la izquierda se escogió como punto de reunión”[3].
Aproximadamente a las 13 y 30 había comenzado el combate, el ejército dominaba una parte del lecho, por la que no se podía pasar, y con ello las posiciones quedaban aisladas unas de otras.
La firme resistencia de los guerrilleros detuvo el avance del ejército. Las posibilidades de salida durante el día estaban prácticamente cerradas porque, como se ha dicho, las laderas eran abruptas y terminaban en zonas sin vegetación, desde donde fácilmente los soldados podían hacer blanco.
El entonces capitán Gary Prado, jefe de la compañía B, se movió hacia la zona de operaciones y comunicó a Vallegrande que estaba combatiendo y necesitaba el envío urgente de helicópteros,
aviones y refuerzos militares. Le mandaron aviones de combate AT-6, cargados con bombas de napalm, pero no los pudieron operar por la proximidad entre los soldados y los guerrilleros, por tanto, tuvieron que retirarse.
Se sentía un intenso tiroteo quebrada abajo y sobre lo que sucedió después tuvo que reconstruirse a golpe de deducción, análisis y hasta imaginación, porque desde la posición que ocupaban los sobrevivientes al combate, ninguno pudo ver nada de manera concreta y directa; ninguno pudo observar cómo ocurrieron los hechos. Lo que sí se supo fue que al ejército penetrar y dominar la
quebrada, el Che decidió replegarse. Él pudo darse cuenta que el ejército estaba cercando al grupo guerrillero, por lo que decidió dividir el grupo que lo acompañaba en dos partes, de manera que unos, los enfermos, pudiesen avanzar, mientras él se quedaba al frente de los que podían combatir para detener el avance del ejército.
Esto permitiría que los enfermos pudiesen salir del lugar antes de que el cerco se cerrase; y probablemente el Che calculó que después ellos romperían aquel cerco a tiros, o a como fuera posible.[4]
Pero lo que sucedió ocurrió muy rápido para los cálculos del Che. Cuando trató de salir de allí se encuentra con que el ejército ha concluido el cerco. Choca de frente con la sección del sargento Bernardino Huanca, se enfrenta a estos que tienen emplazamientos de ametralladoras y lo hieren. Ayudado por Willy logra subir a la loma por donde se había previsto la salida del combate. Se ocultan, pero poco después los localizan de manera fortuita, porque el grupo enemigo con el que hacen contacto no lo venía persiguiendo, sino que era un grupo de soldados que iban a instalar un mortero y coinciden con las fuerzas del Che.
Lo que siguió a ese infortunio fue la coherente conducta del Che, el que, herido en una pierna, continuó combatiendo hasta que fue inutilizada su carabina y agotadas las balas de su pistola. Capturado, el suboficial del Ejército boliviano, Bernardino Huanca, se acercó al Che y le asestó un culatazo en el pecho; luego, le apuntó de manera amenazante para dispararle. Willy Cuba, combatiente de la guerrilla, se interpuso y le gritó con voz autoritaria: “¡Carajo, este es el coman-
dante Guevara y lo van a respetar!”.[5]
Huanca dudó de que fuera en realidad el Che y, por esta razón, se comunicó con Gary Prado, quien le ordenó el traslado de los dos guerrilleros hasta un árbol que estaba a unos 200 metros del lugar donde ellos se encontraban. Prado se puso en contacto por radio con el puesto del ejército en Vallegrande, para notificar acerca del combate de la Quebrada del Yuro y la caída del Che.
Delante del Che los soldados sacaron los cadáveres de los combatientes Antonio y Arturo, también a Pacho gravemente herido. El Che se conmovió cuando los vio y pidió que le permitieran prestarle ayuda médica, pero no lo admitieron. A las 17:30 horas el ejército decidió retirarse del área de operaciones y regresar hacia el poblado. En la dificultosa marcha, el Che iba vigilado por varios soldados, detrás Willy Cuba —ambos con las manos amarradas—, luego, Pacho en grave estado, ayudado por algunos soldados, y, finalmente, los muertos.
A las 19:30, cuando la caravana concluyó la marcha hasta el caserío, ya era totalmente de noche. En la oscuridad, las tenues luces de las rústicas lámparas de queroseno o algunas velas alumbraban las humildes chozas. Los pobladores silenciosos, temerosos, observaban desde sus casas con extrema curiosidad; otros, como sombras, se acercaban lentamente para ver a los guerrilleros.
Los militares llevaron al Che hasta la miserable escuelita de La Higuera, de adobe, pajas y piso de tierra, con dos aulas separadas por un tabique de madera. En una de las aulas dejaron al Che, más los cadáveres de Arturo y Antonio tirados en el suelo. En la otra, a Willy junto a Pacho muy grave.
Aproximadamente a las nueve de la noche, Andrés Sélich y Gary Prado regresaron a la escuela con el propósito de interrogar al Che, luego, se les incorporó Miguel Ayoroa. Querían obtener informaciones, datos precisos que les facilitara el aniquilamiento del resto de los guerrilleros y conocer cuál era el lugar previsto para el reagrupamiento. Como respuesta solo encontraron el silencio. Sélich lo insultó nuevamente; le haló con ira la barba, con tal fuerza que le arrancó parte de esta. El Che tenía las manos atadas, pero reaccionó indignado. Las alzó con fuerza para que cayeran en el rostro de Sélich, quien se abalanzó sobre él con la intención de golpearlo. El Che reaccionó de la única forma que podía responderle: escupiéndole el rostro. Sélich se abalanzó otra
vez. Entonces las manos del Che fueron amarradas por detrás de la espalda.[6]
Volvieron a la casa del telegrafista, donde Sélich se apoderó de las pertenencias de los guerrilleros. Las más valiosas desde el punto de vista material se distribuyeron entre los oficiales de acuerdo con la jerarquía: 4 relojes Rolex, 1 pistola alemana calibre 45, 1 daga solinger, 2 pipas, 1 altímetro y otros objetos. Entre los oficiales repartió los dólares estadounidenses, canadienses y pesos bolivianos, con el compromiso de no reportarlo a las instancias superiores, pues si ese dinero llegaba a manos de Zenteno Anaya y Arnaldo Saucedo Parada, se quedaban con él.
En el momento de la distribución, apareció el soldado Franklin Gutiérrez Loza y exigió su parte. Sélich le entregó 2 000 pesos bolivianos y 100 dólares para que mantuviera silencio. Sin embargo, tiempo después, disgustado por lo poco que recibió, los denunció ante Saucedo Parada, quien lo informó a las instancias superiores. Eso le costó al soldado Gutiérrez Loza que fuera acusado de desertor, de proporcionarle informaciones a los guerrilleros y vender objetos de estos a los periodistas. Fue procesado, castigado y cumplió prisión.
Sélich se quedó, además, con el morral del Che, varios rollos fotográficos, y una libreta de color verde, en la cual el Guerrillero Heroico escribió con su letra varios poemas: “Canto General”, de Pablo Neruda; “Aconcagua” y “Piedra de Hornos”, de Nicolás Guillén.
Pasadas las diez de la noche de ese día 8 de octubre, en La Higuera se recibió un mensaje desde Vallegrande que ordenaba mantener vivo al Che. El mensaje es como sigue: “Mantengan vivo a Fernando hasta mi llegada mañana a primera hora en helicóptero. Coronel Zenteno Anaya.”
Aproximadamente a las once de la noche del 8 de octubre, el Presidente boliviano, a través del embajador norteamericano, recibió un mensaje desde Washington donde plantearon que el Che debía ser eliminado. Entre los argumentos que el embajador expuso al Presidente estaban los de que en la lucha común contra el comunismo y la subversión internacional, era más importante mostrar al Che totalmente derrotado y muerto en combate, puesto que no era recomendable tener vivo a un prisionero tan peligroso; permitir esto significaba mantenerlo en prisión, con riesgos constantes de que grupos de “fanáticos o extremistas” trataran de liberarlo; luego, vendría el juicio correspondiente, la opinión pública internacional se movería y el gobierno de Bolivia no podría hacerle frente por la situación convulsa del país.
El embajador yanqui en Bolivia señaló que la muerte del Che significaba un duro golpe a la Revolución Cubana y, especialmente, a Fidel Castro.
En el caserío de La Higuera, alrededor de las doce de la noche, Ayoroa salió a pasar revista a la tropa, cuando escuchó un gran escándalo proveniente del lugar donde varios soldados rangers,
en compañía del corregidor Aníbal Quiroga, bebían y ya estaban borrachos y enardecidos. Al acercarse escuchó que se disponían a asesinar al Guerrillero Heroico. Entre los oficiales se encontraban Mario Terán y Bernardino Huanca, los que momentos antes insultaran al Che y amenazaran con asesinarlo.[7]
“Ayoroa tenía que hacer cumplir la orden de mantener al Che con vida e intervino de manera enérgica. Según algunos vecinos de La Higuera, en ese período murió el guerrillero herido, Alberto Fernández Montes de Oca, Pacho, sin que en ningún momento recibiera atención médica.
En La Higuera, los oficiales iniciaron la custodia del Che; cuando le correspondió a Mario Eduardo Huerta Lorenzetti, un joven de veintidós años de edad y miembro de una familia honorable de la
ciudad de Sucre, el Guerrillero Heroico conversó largo rato con él. Huerta contó a personas amigas que la figura y mirada del Che lo habían impresionado mucho, hasta llegar, en ocasiones, a sentirse como hipnotizado. El Che le habló de la miseria en que vivía el pueblo boliviano; sobre el trato respetuoso que los guerrilleros les dieron a los oficiales y soldados hechos prisioneros por la guerrilla; le hizo notar la diferencia del que recibían los prisioneros del ejército.
Refirió Huerta que le pareció que el Che era como un hermano mayor por la forma en que hablaba. Que como sentía frío, le buscó una manta y lo “arropó”; le encendió un cigarro y se lo puso en la boca, ya que tenía las manos atadas a la espalda. El Che le dio las gracias; le explicó cuáles eran los propósitos de su lucha y la importancia de la revolución contra la explotación que el imperialismo norteamericano sometía a nuestros pueblos. Huerta le preguntó por su familia, y el Che le contó sobre sus cinco hijos. También le habló de su esposa, de Camilo Cienfuegos, de Fidel Castro; le manifestó todo el cariño y respeto que sentía por ellos, de cómo liberaron a Cuba y de los logros de la Revolución Cubana.
El Che le pidió que le desamarrara las manos y recabó su ayuda para evadirse de allí. Narró Huerta que sintió deseos de ponerlo en libertad; salió a observar cómo estaba la situación fuera de la escuela; habló con un amigo de apellido Aranibar, apodado El Oso, y le pidió ayuda, pero este le dijo que resultaba muy peligroso, pues podía costarle la vida. Entonces vaciló, temió y no actuó.
Confesó que el Che lo miró fijamente y no dijo nada, pero que él no podía sostenerle la mirada”.[8]
Al amanecer del 9 de octubre, Julia Cortés, una de las maestras de La Higuera, se dirigió a la escuelita. El Guerrillero Heroico había pasado la noche en el aula donde ella impartía sus clases. Julia, influenciada por los militares, fue con la intención de insultarlo y pedirle que saliera de allí. Efectivamente, comenzó a decirle improperios. El Che habló suavemente con ella; hubo un intercambio de preguntas y respuestas. Él le rectificó una falta de ortografía escrita por ella; le habló de su trabajo como educadora y formadora de los futuros hombres de Bolivia, de la importancia de su labor, de aquel hecho de la historia de América que ocurría en su escuelita y del
cual ella era testigo. La maestra se quedó sorprendida y convencida de que estaba en presencia de un hombre totalmente diferente a como los militares le hicieron creer. Un hombre cabal, íntegro y noble. Así lo dijo después a los soldados y pobladores de La Higuera.
Por estas afirmaciones, la acusaron de simpatizar y colaborar con los guerrilleros. Durante algunos años fue moralmente difamada en venganza por hacer pública su apreciación sobre el Che; sindicada como una maestra de ideas comunistas; la amenazaron en reiteradas ocasiones de que si hablaba, sería separada del magisterio.
A las seis y treinta de la mañana llegó un helicóptero, del aparato descendieron Zenteno Anaya y el agente de la CIA de origen cubano que se hacía llamar Félix Ramos y dirigieron hacia donde estaba el Che. Zenteno habló brevemente con él. Una vez que salió del aula, entró el agente de la CIA, quien en forma agresiva comenzó a insultarlo e intentó maltratarlo con violencia. Militares que presenciaron este encuentro, manifestaron que parecía que el comandante Guevara conocía a esta persona y sus antecedentes contrarrevolucionarios, porque le respondió con desprecio a sus insultos, lo trató de traidor y mercenario.
Alrededor de las diez de la mañana, en el humilde caserío de La Higuera, el agente de la CIA Félix Ramos recibió un mensaje cifrado en cuyo texto estaba el código establecido para actuar contra la vida del Guerrillero Heroico.
Mientras un soldado buscaba al coronel Zenteno, el agente de la CIA, en compañía de Andrés Sélich, se dirigió a la escuelita. Estaba de guardia el joven Mario Eduardo Huerta Lorenzetti, el mismo que arropó al Che y conversó con él. El agente de la CIA le ordenó que se retirara del lugar. El joven oficial obedeció, pero observó cuando Ramos, tratando de interrogar al Che, lo zarandeó por los hombros para que hablara, le haló bruscamente por la barba y le gritó que lo iba a matar.
Zenteno Anaya le pidió a Félix Ramos que se ocupara de ejecutar la orden, que si él deseaba hacerlo, que lo hiciera. Sin embargo, el agente de la CIA finalmente decidió, en compañía de Sélich y Ayoroa, buscar entre los soldados cuáles querían ofrecerse para cumplirla. Aceptaron Mario Terán, Carlos Pérez Panoso y Bernardino Huanca, los tres entrenados por los asesores norteamericanos.
Mario Terán entró al aula, ayudó al Che a ponerse de pie, el cual estaba sentado en uno de los bancos rústicos de la escuelita, y aunque sabía que iba a morir, se mantenía sereno. Terán se sintió impresionado, no podía disparar porque sus manos le temblaban. Dijo que los ojos del Che le brillaban intensamente; que lo vio grande, muy grande y que venía hacia él; sintió miedo y se le nubló la vista, al mismo tiempo, escuchaba cómo le gritaban: “¡Dispara, cojudo, dispara!” A Terán le volvieron a dar bebidas alcohólicas, pero aun así no podía disparar.
Los oficiales Carlos Pérez Panoso y Bernardino Huanca dispararon contra el guerrillero peruano Juan Pablo Chang-Navarro y el boliviano Willy Cuba. Nuevamente los oficiales bolivianos y el agente de la CIA compulsaron a Mario Terán para que disparara. Él cerró los ojos y disparó, después hicieron lo mismo el resto de los presentes. Ya habían pasado unos diez minutos aproximadamente de la una de la tarde del día 9 de octubre de 1967. El agente de la CIA Félix Ramos también disparó sobre el cuerpo del Che. Cometido el crimen, Zenteno Anaya regresó a Vallegrande.[9]
Pasados veinte años del asesinato, el Che, que ha seguido dando postreros combates, logró con su vigente ejemplo, que la llamada “Generación del XX Aniversario”, junto a los humildes pobladores de La Higuera pronunciaran con pasión su “Declaración de Paz”. El segundo grito de justicia dado en La Higuera, que es un llamado a los que tratan de ignorar la existencia de las grandes masas desposeídas, sus necesidades, sus penurias, el hambre y la miseria que lacera el alma, acorta la vida y agota la paciencia.[10]
Declararon que la sangre de Ernesto Che Guevara no fue la primera sangre, ni la última que la humanidad habría de derramar por defender su dignidad, por conquistar su derecho a la alegría. El mundo ha recorrido muchos años de angustia, de luchas, de sacrificio, de caídas profundas y de esperanzas intensas.
La vida de los pueblos no puede ser de otra forma en tanto no consigan su emancipación definitiva. Y en cada paso, en cada dificultad, en cada sueño estuvo presente —ya jamás dejará de estarlo— la gesta del hombre, consecuente y puro, heroicamente humano, generosamente universal, auténticamente revolucionario.
Nadie podrá arrancarlo de nuestro pecho, de nuestra conciencia sacudida desde entonces. Nadie podrá superar el asombro de su muerte ni la luminosidad abierta de su vida. Los hombres y los pueblos, para ser libres, tienen que ascender a esa estatura, que es el nivel exacto en que la historia deja de ser un episodio para convertirse en el signo de una época.
Ernesto Che Guevara y los héroes que lucharon con él, que murieron con él, no constituyen un mito. Porque los mitos exigen el bronce para perpetuarse en la inconciencia estimulada solo por el gesto, por el símbolo, que despierta sentimiento, pasiones y reflejos de epopeya, nada más.
Che y los hombres que compartieron su heroica tentativa de ‘asaltar el cielo’ para entregárselo a las mujeres y los niños, a los hombres, a los ancianos, a los vivos y a los por venir, son parte de nuestra sangre, de nuestros huesos, de nuestro músculo y cerebro, pero también de la tierra, del árbol, de la luz y del camino que no cerrará jamás a nuestros pies, a nuestras manos, mientras conservemos la auténtica pureza humana de su sacrificio, de su entrega generosa.[11]
Notas:
[1] Rosa Miriam Elizalde y Luis Báez. “El encuentro”. Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado. La Habana. 2005. P. 28.
[2] Adys Cupull y Froilán González. “La CIA contra el Che”. Editorial Capitán San Luis. 2006. P. 119. (pdf)
[3] Ídem a la anterior. Pp. 119-120.
[4] Ídem. P. 121.
[5] Ídem. P. 122.
[6] Ídem. P. 125.
[7] Ídem. P. 129.
[8] Ídem. Pp. 129-130.
[9] Ídem. Pp. 130-135.
[10] Ídem. P. 321.
[11] Ídem. Pp. 321-323.