La primera vez que me topé con el concepto de utopía fue cuando estudié a Durkheim en el curso de Antropología de la Universidad de São Paulo, en la década de 1960, aunque ya había leído, confieso que sin mucho provecho, la Utopía de Tomás Moro, del siglo XVI.
Después, con Marx y Engels, esa palabra se amplió en mi horizonte político. Y encontré en Eduardo Galeano su mejor definición: “La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.”
En encuentros con jóvenes, muchas veces me preguntan si cuando tenía su edad había muchos enviciados con las drogas. Les respondo que había pocos. No recuerdo a ningún amigo, y eran muchos, en los barrios que frecuentaba en Belo Horizonte –ServBem y Mexe-Mexe— que consumieran drogas, excepto oler los lanza-perfumes en época de carnaval. Teníamos vicio de utopía.
Mi generación inventó la contracultura, rompió paradigmas, promovió la revolución sexual. Es la generación de mayo de 1968 en Francia, de los Beatles, del movimiento hippie, de Jimi Hendrix y Janis Joplin.
Entonces, la Primavera de Praga, el asesinato del Che Guevara en Bolivia, el sectarismo de la Revolución Cultural china, la carrera nuclear entre las grandes potencias, la proliferación de dictaduras militares en América Latina, trajeron consigo el desencanto con la política. La utopía se desvaneció del horizonte de muchos, que creían en el avance ineluctable de la historia. “Ya que el mundo no puede ser mejor, al menos quiero sentirme mejor y alienarme de las tribulaciones circundantes”, dijeron quienes recurrieron a la mariguana, la cocaína o el LSD.
Hoy, estoy convencido de que cuanta más utopía, menos drogas; cuanta menos utopía, más drogas. Quien no “viaja” con los sueños tiende a “viajar” con la química…
La caída del Muro de Berlín (1989) trajo ecos del alarido neoliberal de Fukuyama: “El fin de ella historia”. Ahora se ha decretado la perennidad del capitalismo. Habrá innovaciones tecnológicas y avances científicos. Pero no cambios en el modelo de sociedad. Este será –para todo y para siempre— el de la acumulación privada de la riqueza y el predominio del capital sobre los derechos humanos. Y si no, que lo digan las guerras.
Después de la desaparición del socialismo en Europa del Este ya no hay lugar para la socialdemocracia, que consistía en una concesión hecha por el sistema capitalista, dispuesto a ceder los anillos para no perder los dedos. Al garantizarle más derechos a la clase trabajadora, la socialdemocracia creó un antídoto a la amenaza comunista. Derribado el Muro de Berlín, se acabaron las concesiones. Cayó por tierra la socialdemocracia. El sistema se arrancó la máscara de buena persona y mostró su verdadero rostro, simbolizado por la sumisión de los países europeos a la OTAN y a los dictámenes de política exterior de la Casa Blanca, como demuestran los conflictos entre rusos y ucranianos, e israelíes y palestinos.
Hoy, la amenaza comunista solo existe en la retórica neofascista de la política antipolítica. Ahora, la especulación financiera, al superar la producción, agrava el creciente proceso de exclusión y amplía mundialmente al proletariado. Las nuevas tecnologías digitales hacen redundante la mano de obra y precarizan las condiciones de trabajo, exacerban la xenofobia y refuerzan muros que consolidan el “apartheid”, profundizando las desigualdades y provocando oleadas de migraciones de los continentes más pobres.
El “apartheid” es escandaloso en todos los rincones del globo: humanos que viven como dioses, humanos que viven como hormigas, condenados a la lucha diaria por la sobrevivencia; y humanos en condiciones tan miserables que hacen que los demás se pregunten si son realmente humanos o una especie intermedia en la escala animal, entre los dotados de razón y los movidos por meros atavismos.
Esos supuestos inhumanos están desprovistos de derechos y son considerados sumamente amenazadores por quienes tienen algún poder adquisitivo. Esa horda debe ser contenida y, si es posible, eliminada mediante las guerras, el hambre, la falta de acceso a la salud y la educación. Para ello, urge incrementar las fuerzas policiales, militarizarlas, multiplicar las cárceles y las tumbas debido al aumento de la letalidad “en nombre de la ley y el orden”
En este mundo de semejante distopía no es de extrañar que tenga tanto éxito el narcotráfico, el comercio de armas, el fomento del odio; y tanto descrédito la ética, la ONU, los tratados de paz y los acuerdos diplomáticos.
No encuentro otro antídoto a la barbarie que el vicio de utopía movido por lo que Paulo Freire llamaba esperanzar. Y que Geraldo Vandré define bien en su canción: “Quien sabe hace ahora, no espera a que suceda”.