No será suficiente. Tenemos que romper las cadenas del bloqueo, y de la ineficiencia. Superar la crisis energética y la inflación. Exportar más, producir más, innovar más. Pero no será suficiente. Economía sí, y cultura socialista. Porque la sociedad que construimos tiene sus pilotes en la cultura del ser; puede coexistir con la del tener, hegemónica en el mundo que nos incluye en tiempo y espacio, pero no extraviar su horizonte. La fuerza colectiva de nuestro empeño será proporcional al tamaño de los sueños, de las esperanzas que cultivemos. Si la meta se reduce a la recuperación de la capacidad adquisitiva, o de generación eléctrica; si las soluciones son técnicas, corremos el riesgo de que una parte de la sociedad tome el camino más “corto” y anteponga a cada una de esas fases el posesivo “mi”: “yo me procuro” el dinero, la luz, el bienestar. Si tengo la ayuda de un familiar, o logro de alguna manera levantar un negocito, tendré dinero; si consigo o compro una planta eléctrica y la instalo en mi casa, tendré luz. La prosperidad es una palabra que si se pronuncia en abstracto, no rebasa el tamaño y la altura de cada individuo, y se atrinchera tras los muros morales del capitalismo.
Si cada individuo construye un horizonte privado —me refiero a sus sueños, a sus esfuerzos y a sus logros— desconectado del entorno nacional, emergerán individuos materialmente prósperos, quizás, pero ¿se nos pedirá que luchemos juntos?, ¿cuál es el horizonte colectivo que nos hará trabajar o crear para todos? Si la motivación es solo la prosperidad individual (y ni siquiera media en ella la vocación o la necesidad agobiante de crear, de participar, porque escribir o componer, por ejemplo, solo son recursos para ganar más), usted podrá ser respetuoso de las leyes, de las normas, si estas se adaptan a sus necesidades crecientes, pero donde los intereses de la colectividad interfieran con los suyos habrá un punto de desencuentro. Y si la sociedad de enfrente le proporciona mejores condiciones de “crecimiento”, aunque desde niños sepamos que es enemiga acérrima de la nuestra —“las leyes americanas han dado al Norte alto grado de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de corrupción. Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!” advertía José Martí— ¿por qué no establecerse en ella?, ¿qué lo ata? Ese, probablemente piense usted, es un asunto que deben resolver los respectivos gobiernos.
Si falta el papel en Cuba, ¿por qué no ajustar “la creación” a la narrativa que las grandes editoriales, con dinero y papel, y parnasos rápidamente construidos, reclaman? El nacionalismo burgués, al que no solamente la burguesía se adscribe, también los que aspiran a integrarla, está dispuesto a vender la nación, porque antes vendió el alma. La prosperidad socialista tiene alma y corazón colectivos (lo que no impide que sea a la vez personal). El país en el que nacimos es más que paisaje, o recuerdos de infancia o gustos culinarios (los amores pueden trasladarse de lugar), es más que “la tierra que pisan nuestras plantas”: si no es un proyecto colectivo de vida, el país termina siendo uno mismo.
Los revolucionarios necesitamos soñar y luchar por más. El relato sobre el niño sin zapatos del barrio humilde, que con talento o picardía cambia su “estatus social” (concepto esencialmente capitalista), y luego regresa para ostentar y “derramar” como rey Midas sus ganancias entre sus compañeros de antaño es, junto al de Cenicienta, uno de los que sustenta y justifica en el plano ideológico los valores del capitalismo; es un relato que indica a los “de abajo” el modelo de éxito a seguir, alcanzado también por uno de los suyos, que ahora integra el selecto grupo de “los de arriba”. Esa obsesión subyace en la respuesta que Baby Lores le ofreció a La Calle del Medio, cuando el mensuario le preguntó en 2008 por qué había cobrado cien dólares (CUC) de cover por persona en su presentación junto a Insurrecto:
“si no hubiera hecho el espectáculo a cien CUC —dijo entonces— simplemente había personas que nos interesaban y que no iban a poder vernos, empezando por los artistas, los deportistas, los pintores… el público VIP que existe en todas partes del mundo.”
Era su presentación en “sociedad”, una manera de enfatizar su pertenencia a “los de arriba”, aunque su concepto de “persona importante” estuviera lastrado por el imaginario del tener. Los deportistas y los artistas que imaginaba en su listado de asistentes, eran aquellos que podían pagar esa suma. Y no siempre eran los más importantes: la fama y el dinero son distinciones cuantitativas, no cualitativas.
Era su presentación en “sociedad”, una manera de enfatizar su pertenencia a “los de arriba”, aunque su concepto de “persona importante” estuviera lastrado por el imaginario del tener. Los deportistas y los artistas que imaginaba en su listado de asistentes, eran aquellos que podían pagar esa suma. Y no siempre eran los más importantes: la fama y el dinero son distinciones cuantitativas, no cualitativas.
Como ejemplos extremos de ese relato aparecen figuras tan diferentes, pero en el fondo parecidas, como el colombiano Pablo Escobar Gaviria y el cubano Gilbertman. De este último el lector es probable que no se acuerde. Su paso fue efímero, de estrella fugaz. Había escapado de la justicia estadounidense con grandes sumas de dinero y se instaló en su barrio habanero de origen. Compró casas, mujeres, carros de lujo, guardaespaldas, conciencias. Aprendiz de reguetonero, pagaba sus propios videos, y se interpretaba a sí mismo. Se equivocó de país. Un operativo policial cerró en la vida real el thriller que interpretaba. Es verdad que las ilegalidades del segundo no se comparan con los crímenes del primero, al que no tengo que presentar, pero ambos recorrieron el camino que el capitalismo ofrece: de víctimas a victimarios, siempre el dinero como fuente de poder. En el mismo relato, aunque casi siempre a salvo, aparecen los políticos corruptos del sistema que no roban un banco, sino las arcas de sus países.
Mi intención no es hablar de un género musical. Todos pueden coexistir, y cada intérprete debe ser evaluado de manera puntual. Según afirman los conocedores, el reparto es una variante cubanizada del reguetón. Muevo el análisis de lugar. En el terreno de la literatura, tomo del perfil de Alberto Curbelo estas palabras del gran novelista Mario Vargas Llosa:
“No es impropio decir que Corin Tellado, la escribidora asturiana, fue probablemente el fenómeno sociocultural más notable que haya experimentado la lengua española desde el Siglo de Oro. Aunque esto parezca herejía y lo es desde un punto de vista cualitativo, no lo es desde el cuantitativo, porque ni Borges, ni García Márquez, ni Ortega y Gasset ni cualquier otro de los más originales creadores o pensadores de nuestra lengua ha llegado a tanta gente ni influido tanto en su manera de sentir, hablar, amar, odiar y entender la vida y las relaciones humanas…”
Sería un absurdo pensar que alguien prohibiera a Corín Tellado. Fenómenos como ese, por su incidencia (los porqué de su existencia, y su condición de reflejo y construcción de realidades), deben ser tomados en cuenta, estudiados y conducidos, nunca ignorados. Pero cuando escasea el papel, la prioridad es otra. Los escritores cubanos, en su casi totalidad, aspiran a crear obras trascendentes; la Revolución los formó así. No se proponen fabricar libros de autoayuda ni best-seller de fórmulas probadas para ganar más dinero. Pero aspiran a ser leídos y necesitan acceder al mercado del libro, tanto como los timberos, los trovadores, los concertistas y los reparteros aspiran a ser escuchados y a ser incluidos en el negocio de la música, que hoy pasa por las llamadas redes sociales. El dinero devengado debiera ser proporcional a la calidad de la obra, que no se mide, necesariamente, por la cantidad de seguidores o lectores que arrastre; sin embargo, el mercado del arte rara vez es justo. Por eso el negocio de la cultura, sobre rieles nuevos, debe ser conducido por las instituciones socialistas si queremos reproducir y enriquecer la cultura socialista. La guerra cultural entre los dos modelos de éxito se intensifica: de un lado la cultura del tener capitalista, del otro, la del ser que el socialismo defiende. Requiere dinero, es cierto, y no hay; la ideología requiere dinero. La cultura es portadora y reproductora de ideología.
Es legítimo el debate sobre el reguetón y su variante cubana, el reparto; es necesario atender esa corriente de consumo masivo. Pero el debate se desvía si se centra solo en su valor musical, o si, por el contrario, se detiene en los mecanismos que facilitan o entorpecen la comercialización de intérpretes que son además empresarios. Si se discute sobre reparto, más que de la música, hay que hablar de las letras y de los símbolos visuales que porta. Aquellas y estos no son, como se pretende, el reflejo de la gente más humilde; el falso espejo en el que se miran esos consumidores lo ha colocado el capitalismo. Esas letras y esos símbolos venden el modo de vida capitalista. Son idénticos a los que difunde el reguetón panameño o puertorriqueño, cada uno en su variante lingüística. Esto es lo que hay que discutir. La política cultural del Estado cubano tiene que generar alternativas, ser creativa. En este sentido, es importante que los bailadores cubanos, los consumidores de reparto, entiendan la trascendencia del mensaje. Que bailen sí, pero que no dejen de pensar.
No ocurre solo en ese género musical, porque la guerra cultural abarca todo y a todos. Pero el reguetón-reparto lo expresa de manera descarnada, y hay intérpretes que de modo personal encarnan ese modelo. No busquemos la justificación en la deteriorada base económica del país o en su actual estructura de clases. La superestructura es relativamente independiente, y debemos incidir en ella.
El horizonte colectivo no puede estar en lo más perentorio, al alcance de la mano, porque lo que no rebasa la existencia cotidiana, suele resolverse de manera individual. Asumamos el discurso y la práctica de redención humana que enarbola la Revolución, actuemos a favor de la justicia total, en lo interno y en lo externo, aunque solo alcancemos a paliar la posible. Tenemos que sobrevivir frente a un bloqueo recrudecido que se intensificará en los próximos años, pero para ello, aunque entre tantas urgencias parezca prescindible, es necesario proteger la cultura socialista.