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En el lema de Telesur, “Nuestro Norte es el Sur”, se sintetiza la misión anticolonial de este gran proyecto gestado por Fidel y Chávez para enfrentar la maquinaria de dominación informativa y cultural al servicio del Imperio y las oligarquías, dar voz a los que no la tienen, defender la verdad de nuestros pueblos y su derecho a las utopías, desmontar estafas y mentiras y “emanciparnos por nosotros mismos y por nuestros propios esfuerzos”. Y conocernos y reconocernos, además, como miembros de una misma familia espiritual, como parte de la Gran Patria Latinoamericana y Caribeña, y como parte del Sur.

No se trataba solamente de reconocer que “el Sur también existe”, como nos recordó Benedetti. Había que ir más allá para instalarnos en el punto exacto donde se define todo, en el centro mismo del duelo entre servidumbre y libertad: un reto que nos asalta a todas horas, en todas partes, en la zona racional de la conciencia y en el ámbito de las emociones.

Telesur nos propone una operación básica, indispensable, que implica desinfectar nuestra mirada, limpiarla de impurezas, de todos los vestigios coloniales, de estereotipos, prejuicios, suspicacias y complejos de inferioridad ante los hombres “superiores”, “civilizados”, blancos, heterosexuales, yanquis, europeos. Tenemos que desprendernos de la carga tóxica que ha venido sembrando en nosotros el aparato educativo y cultural hegemónico para discriminarnos e inferiorizarnos.

No es simplemente un lema, una convocatoria, un eslogan, una consigna; sino un exorcismo de enorme trascendencia, que debe empeñarse en desterrar los demonios plantados entre los habitantes del Sur por los representantes del Poder Colonizador durante incontables generaciones. Desde Colón, el supuesto “descubridor”, con sus cruces y sus espadas, obsesionado por el oro, imponiendo a los supuestos “descubiertos” el Único Dios Verdadero y la autoridad de unos Reyes distantes e incomprensibles, hasta Hollywood, Disney, Netflix y las demás corporaciones y plataformas que han secuestrado la subjetividad de millones de personas en el mundo de hoy.

“O inventamos o erramos”, nos dejó como legado Simón Rodríguez, y Martí, en 1893, en su homenaje al Libertador, reiteró: “¡Ni de Rousseau ni de Washington viene Nuestra América, sino de sí misma!”.

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La “legendaria” conquista del Oeste fue una monstruosa operación de etnocidio y saqueo insistentemente falseada a través de una saga de filmes fabricados en serie, donde se enfrentaban una y otra vez los indios “salvajes”, crueles, sanguinarios, y los benévolos “civilizadores” blancos, que defendían con gallardía a sus familias y los valores cristianos.

En el Pinar del Río de mi infancia, en la década del 50 del siglo XX, mis amigos y yo consumíamos ávidamente, en el cine y la televisión, las clásicas películas yanquis de indios y cowboys. Éramos víctimas ingenuas (como millones de niños y adultos en todo el planeta) de una desmesurada manipulación en torno a aquella página vergonzosa de la historia de los EEUU. En la lógica maniquea de Hollywood, los indios masacrados y expulsados de sus tierras eran “los malos”, y sus verdugos, los que a sangre y fuego les arrancaron todo, venían a ser “los buenos”.

Recuerdo que, cuando alguno de nosotros se mostraba inseguro, confundido o lento a la hora de tomar partido ante cualquier decisión, se le preguntaba de manera amenazadora: “¿Tú estás con los indios o con los cowboys?” Era obviamente una pregunta retórica: todos estábamos con los cowboys, con los “buenos”, con los yanquis rubios, valientes, invictos; y detestábamos a los indios, a los “malos”, pintarrajeados, semidesnudos, bestiales, capaces de las peores fechorías.

La colonización cultural tiene, sin ninguna duda, implicaciones éticas. Nos empuja a colocarnos del lado equivocado: junto a los opresores y contra los oprimidos. Aquellas películas nos enseñaban a odiar a los pueblos saqueados, martirizados y exterminados sin piedad, y a aplaudir a criminales racistas y codiciosos, ajenos a toda moral.

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El retrato grotesco de los indios, diseñado para ser temido, despreciado y odiado, fue una fórmula que se utilizó como pauta en otras representaciones del enemigo de turno. El cine se dedicó a caricaturizar a mexicanos y latinos en general, a japoneses, coreanos, rusos, musulmanes, a muchos otros “bárbaros”. Sus estereotipos se han enraizado a escala global y hoy nutren los discursos racistas del neofascismo.

Esta industria se ha dedicado también a trabajar de un modo un poco más sutil la imagen de los íconos de la izquierda, para amputarles su proyección realmente subversiva y folklorizarlos. Desde Pancho Villa y Emiliano Zapata hasta Lorca y Evita Perón, todas estas personalidades han sido reducidas a tristes parodias de lo que significaron.

Al propio tiempo, Hollywood ha exaltado a “héroes” y “superhéroes”, Superman, Batman, Rambo, el Capitán América y un largo etcétera, junto a los personajes encarnados por John Wayne y al propio actor, considerado un “símbolo de la América blanca”, defensor de la cacería de brujas del macartismo y de las doctrinas del supremacismo racista. Otro actor mediocre, Ronald Reagan, anticomunista fervoroso, por entonces líder sindical, denunció a muchos de sus compañeros ante el Tribunal inquisitorial presidido por McCarthy.

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La Edad de Oro, la revista que Martí destinó a niños y niñas del continente latinoamericano, hubiera podido adoptar el mismo lema de Telesur. En sus páginas, cargadas de un sentido educativo hondísimo, portentoso, ajeno a todo didactismo simplista, promueve el interés (y la necesidad) de conocer lo nuestro, más que la historia de los arcontes de Grecia, e incluye textos que viajan al corazón de un Sur desconocido y sorprendente como “Un paseo por la tierra de los anamitas”.

Martí quería que los pequeños lectores de La Edad de Oro se pusieran, como él, del lado de los indios, de los negros esclavizados, de los anamitas, de “los pobres de la tierra”. Rechazó la oposición colonizada entre civilización y barbarie y exaltó el valor del legado indígena como algo esencial para las nuevas repúblicas latinoamericanas.

En abril de 1884, en La América de Nueva York, en el texto “Autores americanos aborígenes”, subrayó: “hasta que se haga andar al indio, no comenzará a andar bien la América”. Y en mayo de 1884, en el mismo periódico, nos da una versión de la conquista del oeste, apegada, sí, a la verdad histórica, e igualmente a la ética:

¿Por qué les quitan sus valles donde nacieron, y nacieron sus hijos y sus padres? ¿Por qué les prometen, al despojarlos de una feraz campiña, guardarles otra que no parece tan fértil, y apenas se descubre que lo es, los echan de ella, quebrando el tratado; y a ellos, y a sus esposas, y a sus hijuelos, los clavan a los árboles y los ametrallan si resisten?

Y añadió:

De la barbarie de los indios hablan; fuera más justo hablar de sus virtudes y prudencia. Las tropas norteamericanas, abatidas mil veces y puestas en rota por los guerreros indios, los van acorralando, apresando, tragando.

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Mis amigos de infancia y yo, que éramos, como dije, devotos de los cowboys, también admirábamos a Superman, Batman, el Halcón Negro y los demás superhéroes yanquis. Aparte de las películas del Oeste, veíamos otras, la mayoría de Hollywood, algunas, muy pocas, mexicanas; y leíamos y releíamos ávidamente todos los cómics que nos caían en las manos. No faltábamos, por supuesto, a ningún estreno de las producciones de Disney.

Muchos años después, ya en la Universidad, me impresionó Para leer al Pato Donald de Ariel Dorfman y Armand Mattelart: un agudo manual para la descolonización cultural. Ahí estaban las claves para entender cómo el buenazo de Disney nos había estado timando todo el tiempo.

Dorfman y Mattelart nos reclaman en su libro apartar de una vez por todas las actitudes pasivas, aletargadas, candorosas, y mantener una posición de alerta, crítica, para acercarnos a la fauna simpática y aparentemente inofensiva de Disney.

Este método es más urgente que nunca en medio de los avances vertiginosos de las tecnologías de la información y la comunicación y de los instrumentos cada vez más sofisticados de manipulación. Y este es, sin ninguna duda, otro de los postulados fundamentales de Telesur.

Junto a Disney, podríamos citar a todas las empresas que producen cine, televisión, videoclips, dibujos animados, videojuegos, publicidad comercial, juguetes de toda índole, y, con ellas, a las corporaciones mediáticas, las que deciden qué debe ser “noticia” y cómo trasmitirla, y aquellas que controlan el ámbito de la moda, de las marcas y los “famosos”, las que se adelantan a nuestros deseos y a nuestros sueños, las que nos crean todo el tiempo falsas necesidades y falsas frustraciones y nos ordenan comprar-comprar-comprar.

Esa maquinaria nos ofrece una visión del mundo fragmentada, incomprensible, desarticulada, mientras que Telesur se empeña en mostrarnos las noticias como fruto de un proceso y alimenta nuestra mirada crítica.

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Telesur ha desempeñado un papel decisivo en la batalla por la memoria: una misión descolonizadora vital, ahora más que nunca, ante el auge del nuevo fascismo, que ha hecho lo imposible por lavar el legado siniestro de sus predecesores —Mussolini, Hitler, Franco— y ha llegado en su relectura de la historia hasta Hernán Cortés y los demás sanguinarios conquistadores europeos.

En su libro Simón Bolívar y nuestra independencia. Una mirada latinoamericana, el pensador argentino Néstor Kohan nos habla de los obstáculos que en este tema se levantan ante nosotros:

Pero a la hora de repensar el pasado, nada es fácil ni sencillo para los de abajo. Los de arriba cuentan con todo un arsenal de reproducción ideológica y fabricación industrial del consenso (medios de comunicación, academias, iglesias, escuelas, universidades, becas, historiadores oficiales, periodistas comprados, editoriales, etc.). La voz dominante y oficial suele ser la voz de las clases dominantes, la de los vencedores.

“Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”, aseguró Martí, y Telesur es hoy una inestimable trinchera de ideas para combatir ese “arsenal de reproducción ideológica y fabricación industrial del consenso” que menciona Kohan.

Al aceptar que “nuestro Norte” sea efectivamente el Sur, nos situamos para siempre junto a Martí, y no volverán a deslumbrarnos las lentejuelas de los conquistadores.

La Habana, 26 de mayo de 2025

Fuente: Sembrar ideas, sembrar conciencias

Por REDH-Cuba

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