Nuestro pensamiento crítico en REDH, reclama plasticidad conceptual, humor estratega y audacia afirmativa. Esto exige, en primer lugar, superar una confusión frecuente, se asimila la rigurosidad crítica con la inflexibilidad proposicional, como si la inteligencia crítica consistiera en sostener verdades inmutables ante las luchas que son mutable todas y siempre. Tal superación es, en verdad, una necesidad autocrítica y epistemológica para fortalecer nuestra praxis transformadora. La crítica auténtica no conserva dogmas sino problemas; no es un catálogo de certezas, sino una forma de interrogación que permanece viva en la medida en que admite la modificación de sus hipótesis frente a la experiencia y la correlación con los sujetos históricos. Por tanto, el antídoto contra la rigidez es la dialéctica, no una fórmula academicista, sino una práctica que enlaza tesis y praxis, teoría y sensibilidad, análisis y esperanza. Es precisamente en la tensión entre la desconfianza racional y la confianza política donde el pensamiento crítico encuentra su movimiento fecundo, “los filósofos sólo han interpretado el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo.” Esa sentencia, breve y ética, recuerda que la interpretación sin transformación es autoengaño, y que la transformación sin reflexión deviene en catástrofe.

Si se acepta la dialéctica como método, entonces la posición de nuestros intelectuales y artistas debe ser revisitada, su función no es la de guardián de dogmas, sino la de mediador crítico entre memoria social y proyecto colectivo. En ese rol, la intelectualidad no se reduce a una elite desvinculada; tampoco debe renunciar a la autonomía crítica. Esta idea no es una coartada para la servidumbre teórica sino una invitación a que el pensamiento se haga efectivo en las prácticas emancipatorias. En tiempos de agresión imperial incesante y reorganización de fuerzas para la Batalla de las Ideas, los intelectuales y artistas deben cultivar una doble habilidad, la capacidad de leer con precisión las estructuras de poder burgués —sus dispositivos discursivos, simbólicos y materiales— y la capacidad de convertir esa lectura en formas sensibles, comprensibles y motivadoras para la acción organizada de las multitudes. No hay excusa legítima para un divorcio entre análisis y pedagogía, la claridad expositiva es una exigencia ética.

En una sociedad saturada de imágenes, la batalla simbólica es decisiva; ganar o perder sentido puede facilitar o bloquear transformaciones materiales. De ahí que la inteligencia emancipadora no sea un ornamento, sino un componente estratégico de la lucha política. Cuando el pensamiento y la expresión articulan crítica y esperanza —cuando convierten la indignación en formas que movilizan la imaginación colectiva— cumplen su función revolucionaria. Pero esto no se realiza por mera voluntad, exige honestidad estética, disciplina formal y experimentación. El arte emancipador debe conjugar la complejidad reflexiva con la eficacia comunicativa; debe ser simultáneamente exigente para la inteligencia y accesible para los afectos.

En este punto aparece el humor revolucionario, que opera como una palanca insospechadamente poderosa contra la anestesia política. El humor no es trivialidad; es técnica de desactivación del terror simbólico. Donde el discurso hegemónico construye pavor o solemnidad para imponer consenso, la risa política desactiva la autoridad del miedo y abre la posibilidad de una mirada distinta. La sátira, la caricatura, la zamba crítica o la escena teatral que devuelve la farsa del poder a su desnudez, todo ello actúa como una forma de desalienación, permite que las personas reconozcan la arbitrariedad del orden presente y se animen a imaginar alternativas. Más aún, el humor pone en juego una inteligencia afectiva, reduce la distancia entre el intelecto y la vida cotidiana, hace tolerable la crítica y sostiene la práctica colectiva en contextos adversos. Por eso, el humor revolucionario no es complacencia ni escapismo; es táctica de derrota del fatalismo. Lo supo Chaplin.

Optimismo revolucionario y rigor crítico no son incompatibles, son mutuamente condicionales. El optimismo que sirve a la causa emancipadora no es ingenuidad acrítica; se alimenta de análisis realistas sobre fuerzas, correlaciones y límites, pero conserva la certeza útil de que la concatenación de actos conscientes puede alterar trayectorias históricas. Psicologías políticas colectivas —cultura de la esperanza— se construyen mediante prácticas simbólicas y organizativas que producen revoluciones en todas sus escalas. Esos tejidos resistentes dependen de narrativas que articulen memoria, denuncia y proyecto. El relato emancipador debe ser verídico (no se debe mentir sobre las dificultades) y simultáneamente energético (no debe traicionar la aspiración por la transformación).

Nuestro pensamiento crítico flexible, no blandengue, requiere también de una ética de la duda productiva, la capacidad de revisar científicamente las convicciones, de asumir errores, de reconocer límites y de aprender con humildad. Esta ética no debilita la acción; la fortalece. Un intelectual inflexible, prisionero de axiomas intemporales, corre el riesgo de volverse irrelevante o quebradizo… peor, cómplice por omisión. En contraposición, la postura crítica flexible admite debates rigurosos, se alimenta de interdisciplinariedad, y prioriza la articulación con los sujetos sociales.

Un rasgo indispensable de la creatividad intelectual revolucionaria es la experimentación estratégica con formas de comunicación. De la mano de la estrategia comunicacional aparece una práctica política de los afectos, el cultivo de vínculos materiales y simbólicos confiables. La política basada exclusivamente en argumentos racionales y en la denuncia contable no arraiga si no está acompañada por prácticas que permitan a las personas reconocerse como portadoras de una comunidad posible. El intelectual y el artista revolucionario deben desarrollar, entonces, formas de sociabilidad que construyan fraternidades, círculos de estudio, talleres de creación colectiva, proyectos culturales en el territorio que combinen formación y producción estética. Estos espacios crean capital simbólico y afectivo imprescindible para sostener procesos de largo aliento.

La solución no es banalizar la seriedad, sino revolucionarla con prácticas que recuperen la alegría política como componente estratégico. La alegría no es banquete sentimental sino energía y moral histórica. El antídoto es el optimismo informado, confianza prudente y acción planificada y el humor revolucionario con optimismo crítico de quienes participan en la construcción colectiva. Reír no es burlarse de las víctimas; reír con las comunidades es recuperar la capacidad de mirarse mutuamente sin el peso de la culpa impuesta por la dominación. El humor puede ser, entonces, gesto de ternura política, una manera de decir que la humanidad no está completamente perdida, que existen fisuras en la dominación por donde se cuela la posibilidad.

Pensar críticamente en horas difíciles exige desobediencia epistemológica con flexibilidad teórica, disciplina práctica, claridad pedagógica, audacia estética y humor estratégico. Los intelectuales y los artistas de nuestra REDH son piezas clave en ese entramado, no como autoridades que dictan verdades, sino como mediadores creativos que habilitan procesos colectivos de conocimiento y esperanza. Nuestra tarea es construir narrativas verídicas que organicen y movilicen una pedagogía que conecte análisis y deseo; es inventar formas simbólicas que hagan de la crítica un instrumento vivificante. Las luchas hoy demandan, más que custodios de certidumbres, creadores de inteligencia colectiva, personas que piensen con rigor, actúen con prudencia y rían con audacia. Sólo así será posible convertir la dura realidad en un terreno donde la imaginación política —alimentada por disciplina conceptual y alegría radical— produzca transformaciones duraderas. Desde abajo.

Fernando Buen Abad

Por REDH-Cuba

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