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Para las nuevas generaciones o para lectores de otros países bueno es recapitular algunos hechos. El 18 de octubre de 1945 toma el poder mediante golpe militar el partido Acción Democrática, pronto legitimado por elecciones que designan Presidente al escritor Rómulo Gallegos. En 1948 los militares prescinden de sus socios civiles e instauran dos dictaduras sucesivas. En 1958 derroca la tiranía una sublevación popular con decisiva participación de los comunistas, seguida de rebelión militar.
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En 1958 los partidos populistas Acción Democrática, Copei y Unión Republicana Democrática suscriben el Pacto de Punto Fijo, que impone un programa único, limita el debate político a planchas y candidaturas, y excluye a comunistas y socialistas. Cuando éstos ganan en 1962 la mayoría del Congreso en la cresta de una ola de protestas populares, Rómulo Betancourt les encarcela parlamentarios y dirigencias, y reprime ferozmente a las masas, las cuales se defienden con una lucha armada finalmente derrotada hacia 1983, con saldo de 10.080 víctimas fatales.
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Populismo es el empleo de los símbolos de la tradición nacional cultural popular para legitimar un proyecto de colaboración de clases. En virtud del Pacto de Punto Fijo, desde 1958 se suceden en el poder los populismos de Acción Democrática y del socialcristiano Copei, valiéndose de respaldos electorales cada vez más exiguos para transferir la riqueza nacional a oligarquías locales y transnacionales. Después de treinta años los resultados son desastrosos. Con la complicidad de un Estado que obsequia créditos blandos, negociados turbios y dólares a tasa preferencial otorgados discrecionalmente, la burguesía ha exportado capitales por unos 90.000 millones de dólares. Los intereses de la Deuda Pública consumen cerca de la tercera parte del ingreso fiscal. Para 1998 el PIB per cápita cae al nivel de 1963, una tercera parte del máximo de 1978. Más del 40% de la fuerza de trabajo forma parte de la «economía informal». Igual porcentaje de población vive en ranchos u otras viviendas insalubres. Hernán Méndez Castellano, director del “Proyecto Venezuela”, denuncia que de un total de 2.725.056 familias del censo de 1981, el 42,37 % (1.154.608 familias) vive en pobreza relativa; y 38,05 % (1.036.881 familias) en pobreza absoluta. ¡En pleno auge de la bonanza petrolera, el espectro de la pobreza cubría el 80,42 % de las familias venezolanas, las más prolíficas! Resume Méndez Castellano: “La sociedad es como un cuerpo que tiene un cáncer que lo afecta en un 42 por ciento de su totalidad. Tenemos un Estado cuyas políticas han beneficiado a 20 de cada 100 familias”.
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Los IESA Boys, implantes vernáculos de la ideología económica del Chile de Pinochet, tienen la mágica solución de la crisis: entregar totalmente soberanía, poderes y riquezas a los mismos que causaron. Son ideas que cautivan a Carlos Andrés Pérez, candidato de Acción Democrática para las elecciones de 1988. Pasar de un solo salto de oligarca político a financiero es ilusión embriagadora. Sólo requiere sacrificar al pueblo mientras se mantienen las apariencias. Pérez gana la Presidencia con un aluvión de cuñas que prometen prosperidad milagrosa surgida de la nada: manos que ordeñan ubres, diluvios de papel dorado que bañan al candidato como monedas de oro, Reyes Magos que traen regalos, prestidigitadores que sacan palomas blancas del vacío.
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Con los votos del pueblo engañado en la mano, Pérez se quita la careta. Sus asesores neoliberales imponen un programa de gobierno redactado por el Fondo Monetario Internacional. Autoriza a elevar ilimitadamente precios de bienes y servicios, subir tasas de interés activas y pasivas, revisar la Ley de regulación de alquileres; eliminar las restricciones arancelarias que protegen la producción nacional, alzar las tarifas de los servicios públicos; elevar el precio del combustible; privatizar empresas públicas y recursos naturales. Son potestades constitucionales de orden interno: permitir que decida sobre ellas el Fondo Monetario Internacional es entregar la soberanía.
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Los astutos asesores fondomonetaristas olvidan advertirle al Presidente que todo neoliberalismo implica dos masacres: la que lo impone, y la que lo termina. En Venezuela se confunden en una. Aprovechando el libertinaje que les confiere el Paquete, los empresarios suben desaforadamente precios y esconden bienes de consumo. El 27 de febrero de 1989 cae la gota que desborda el vaso: los transportistas elevan pasajes arbitrariamente; los trabajadores encuentran que cuestan más que lo que ganarán trabajando. Incendian las busetas, la rebelión inflama el país.
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Arranca así la primera rebelión contra un Paquete del Fondo Monetario Internacional. Es popular, protagonizada por la mayoritaria población pobre. Es nacional, se extiende por toda Venezuela. Es espontánea, no preparada por ninguna organización o dirigencia. Toma por sorpresa a la izquierda, que había protagonizado masivas rebeliones en los años sesenta, y a los militares, que también en esa década lanzaron las insurrecciones progresistas de Carúpano y Puerto Cabello. Por falta de conducción eficaz es reducida tras una semana ininterrumpida de fuego cerrado que deja arriba de tres millares de víctimas inermes. En el sector La Peste del Cementerio General del Sur se entierra con pala mecánica a las víctimas, pero no a su recuerdo.
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La sublevación popular, derrotada a sangre y fuego, detona un Cambio de Época por su repercusión en tres sectores. El pueblo pobre y marginado adquiere conciencia de su formidable poder, que ejerce en movilizaciones constantes y negándole el voto a los partidos populistas, que desde entonces desaparecen del campo político: la abstención para las presidenciales casi se duplica, de 18,1% en 1988, a 39,8% en 1993. La izquierda, una fracción de la cual se había diluido en intentos de mimetizar el populismo, comprende que transar con la burguesía es el suicidio, y profundiza su compromiso revolucionario. Y el ejército, que incluía efectivos radicales desde los tiempos de la lucha armada de los sesenta, intensifica la integración de sus cuadros internos nacionalistas, anti imperialistas y progresistas, y en coordinación con grupos de izquierda lanza la rebelión militar del 4 de febrero de 1992. Ésta fracasa por una delación que permite al poder privar de comunicaciones y municiones a los insurrectos, y por la imperfecta coordinación con las organizaciones populares, pero la derrota militar se vuelve triunfo político. Tras pagar con prisión su rebeldía, Hugo Rafael Chávez Frías gana con 56,80% la elección de 1998, donde participa 69,45% del electorado. Desde entonces la unión de pueblo, partidos de izquierda y ejército desafía todos los asaltos durante más de dos décadas. En la unidad e integración de esas tres fuerzas reside su potencia, y la certidumbre de que cada nueva arremetida del neoliberalismo encontrará su respuesta en un nuevo 27 de febrero, en un 4-F nuevo. Bien claro lo dijo Chávez: “Si nosotros no acabamos con el neoliberalismo, el neoliberalismo acabará con nosotros y con el futuro del mundo”.