No era amante de la gloria ni de los homenajes personales, es más, pidió explícitamente que no se levantaran monumentos ni nada similar en su nombre. Para él los triunfos de una revolución victoriosa, a la que dedicó toda su vida, eran un resultado colectivo, producidos por el pueblo cubano, al que no dudaba en llamar heroico y capaz de proyectarse invicto hacia el futuro. Reconocía en ese pueblo la aptitud para gestar su autodeterminación histórica, como también para generar los avances políticos, económicos, científicos, artísticos y otros, que refrendarían la autoproducción de un Socialismo propio.
La mirada de horizonte de Fidel siempre fue de largo alcance, no solo porque planteó una perspectiva integral de revolución, haciendo de la práctica un escenario para el desarrollo de pensamiento propio, sino por su empeño en considerar el destino de la humanidad como una corresponsabilidad ineludible e interdependiente con el futuro del planeta. “Es muy importante el hábito de buscar alternativas y seleccionar entre las mejores de ellas” [1] decía, a la vez que apuntaba como problemáticas urgentes las injusticias geoeconómicas de la globalización, el calentamiento global y el apremio de establecer interdependencias entre los actos humanos y sus consecuencias.
Le preocupaban la mercantilización de la vida y la suplantación de la ética en las relaciones humanas por las rusticidades de las sociedades de consumo. Le movilizaban las acciones frente al timo del mercado global y el acaparamiento de los bienes y recursos del planeta. Desde muy temprano evidenció los peligros de la globalización neoliberal, analizando cómo el anclaje del capitalismo en el mundo entero solo era posible profundizando la explotación y ampliando los alcances de su carácter excluyente y piramidal.
Claro que los tiempos históricos de Fidel son unos en los que la interrelación entre los países y el mundo es tan definitoria, que la estrategia revolucionaria solo puede pensarse a esa escala, pero él, con su pueblo y el Che, auparon el internacionalismo al rango de prioridad y movieron por el mundo ideas de futuro y gestos de solidaridad genuina, al punto que su propuesta, como los árboles, se enraizó en los cinco continentes. Ahora, por todas partes hay alguien que ve la experiencia cubana como un germen de ideas para el futuro de la humanidad.
Fidel abrió la puerta para pensar y hacer un mundo nuevo, porque enseñó con la práctica a superar las ataduras del orden establecido por el capitalismo y planteó un modo de ver el mundo desde la ética revolucionaria. En un contexto de puja por el afianzamiento de los poderes fácticos del capitalismo global y de restauración neoliberal en la región, el legado de Fidel es un sacudón para ahondar en la necesaria batalla de ideas y para construir cambios inspirados en el más profundo llamado a la coherencia y los principios como punto de partida para todo. Es un audaz desafío a levantar revoluciones como procesos de sentido histórico [2], que se nombren a la vez con unidad, independencia, sueños de justicia e internacionalismo.