cívico-military que fue calificado de
terrorista paramilitarpor el gobierno que preside Nicolás Maduro– da cuenta de la virulencia golpista a la que han llegado algunos sectores de la oposición en el país sudamericano. Cabe recordar, como antecedente inmediato, que a fines de junio pasado tuvo lugar en Caracas el robo de un helicóptero por parte de un policía desertor, el cual empleó la aeronave para atacar con granadas y disparos las sedes del Tribunal Supremo de Justicia y del Ministerio del Interior, afortunadamente sin causar víctimas. La acción de ayer en Valencia, en cambio, dejó un saldo de dos muertos entre las filas de los atacantes y de ocho detenidos, en tanto que un número indeterminado de los asaltantes lograron darse a la fuga.
Así, tras los agitados días precedentes en los que el régimen organizó la elección de una Asamblea Nacional Constituyente regresó a la prisión al líder disidente Leopoldo López y, posteriormente, destituyó a la fiscal general Luisa Ortega, todo ello con el telón de fondo de violentas protestas callejeras en diversas ciudades, parece abrirse una nueva y peligrosa vía para dirimir la confrontación entre la Mesa de Unidad Democrática (MUD) y el gobierno bolivariano: los intentos por fracturar a las fuerzas armadas, que hasta ahora se han mantenido leales a Maduro, y llevar a un sector de ellas a emprender un golpe de Estado. El empeño en conducir la crisis política venezolana en semejante dirección podría desembocar, en cambio, en la gestación de una guerra civil e incluso en una desestabilización regional de proporciones imprevisibles.
Resulta obligado señalar que el persistente injerencismo de Washington y de sus aliados y el afán de descalificar al gobierno de Caracas y de tomar partido en favor de los grupos opositores, lejos de contribuir a una solución pacífica de la aguda polarización por la que pasa Venezuela, alimentan las perspectivas violentas e indeseables mencionadas, en las cuales el pueblo venezolano se vería expuesto a sufrimientos exponencialmente mayores a los que sufre hoy en día.
Es pertinente a este respecto recordar, guardando las diferencias, que en Irak, Libia y, parcialmente, en Siria, a raíz del empecinamiento estadunidense en destruir a gobiernos que consideraba hostiles, se establecieron vacíos de poder y territorios de nadie
en los que rápidamente proliferaron la barbarie, el caos y el terrorismo. La desestabilización de Venezuela desde el exterior podría conducir a la gestación de un escenario semejante en América Latina, y es ineludible preguntar si tal es el propósito de los gobiernos que acompañan a la Casa Blanca –el de México, en primer lugar– en su afán por aislar, deslegitimar y destruir al régimen bolivariano.
Es preciso demandar, pues, que los actores oficiales externos saquen las manos del acosado país sudamericano, depongan sus extravíos injerencistas y se atengan al principio de No Intervención, así sea porque en un plazo no tan largo podrían experimentar en carne propia las consecuencias indeseables de un conflicto mucho más grave y extendido que el que hoy padece Venezuela y de cuya génesis serían corresponsables.