Todas las personas que, cualesquiera que sean sus funciones y lugar en ese desafío, estén interesadas en salvar el proyecto, deben disponerse a formar, entre todas, un Fidel capaz de mantener el rumbo que él halló en Martí, y es médula de la nación.


Fuente: Cuba en Resumen

Ni de lejos soy un caso aislado, y siento que, aunque lo haga a título personal y pobremente, hablo como un integrante más de la mayoría revolucionaria del pueblo cubano. El triunfo de la Revolución inició para el país lo que desde la poesía y el sentimiento patriótico José Lezama Lima llamó una era de posibilidades infinitas. Después de truncarse la independencia de Cuba con la intervención de los Estados Unidos, comienzo de las guerras de rapiña de los tiempos calificados de modernos, aunque van mereciendo lo de Dante —“a este tiempo llamarán antiguo”—, y de transcurrir la república mediatizada y plagada de crímenes que se instauró con esa intervención, el Primero de Enero de 1959 trajo todas las esperanzas y abrió las puertas a realizaciones fundamentales, sorprendentes.

Cuando el Poeta Nacional, Nicolás Guillén, escribió, como en copla de pueblo, te lo prometió Martí y Fidel te lo cumplió, lo asistía la historia. Los ímpetus desatados en 1953 en la estela de José Martí retomaron los que, con el Apóstol al frente, resumieron los empeños previos, intentaron transformar la Cuba que era cuando él vivía, y trazaron rumbos para la que se debía alcanzar. Lo sembrado se hizo sentir con grandezas por entre la frustración neocolonial, y en ese entorno los años de lucha que abarcaron el 26 de julio de 1953, el desembarco del Granma el 2 de diciembre de 1956 y la toma del poder revolucionario en el alba de 1959, vinieron a realizar reclamos fundamentales abonados señeramente por Martí. Él creyó en la fuerza del ejemplo, la lucha, las ideas y la persuasión, en la ética, y, organizador de una guerra necesaria, sabía que un pueblo no se funda como se manda un campamento.

Fidel abrazó esos ideales, convencido, con Martí, de que urgía lograr no solo la plena independencia sino la libertad, y un saneamiento ético de la nación fundado en la búsqueda de la equidad y la justicia, para que la república revolucionaria garantizara el culto de la ciudadanía a la dignidad plena del ser humano. Y esa república no merece regalar a la neocolonial o mediatizada el rótulo de la República, como si Cuba no hubiera sido una república, en armas, desde Guáimaro, y no siguiera siendo, a partir de 1959, una república en construcción y perfeccionamiento constante y necesario, con las armas en las manos del pueblo, no solo del ejército regular.

El triunfo de enero puso ante los ojos y el alma de la nación una realidad, no una mera metáfora: no hubo fuerza imperial capaz de impedir que los nuevos mambises entrasen victoriosamente en Santiago de Cuba y tomaran toda la nación. Se dice en pocas líneas, pero ¡qué proeza! Y esa proeza, que tuvo y tendrá muchos nombres luminosos, se sintetizó espléndidamente en uno de ellos. Otro poeta, el Indio Naborí, se refirió a la sustitución de las sombras o las tinieblas por la luz, y dijo en versos que aquí se glosan: eso tuvo un nombre, solo tuvo un nombre, Fidel Castro Ruz.

Los pobres de esta tierra supieron lo que eso significaba, y lo supieron y admiraron también los pobres de otros lares, y personas no pobres, pero con el sentido ético y justiciero necesario para apreciarlo. También lo supo el imperio, que no tardó en tratar de derrocar a la Revolución que lo desafiaba y erradicaba la dominación impuesta por él, y hoy sigue en pie, y seguirá a pesar de los designios imperiales. Eso explica la rabia de césares y sometidos, una rabia que hoy se refuerza con el patético emperador de turno, y ha generado durante más de medio siglo los mayores obstáculos contra la realización de las posibilidades infinitas.

A veces no me percato de que Fidel ha muerto. ¿De veras murió? Quienes han perdido seres especialmente queridos —padre, madre, ¡no digamos una hija, o un hijo!—, saben de la inercia emocional que, por entre el dolor, y quizás para tratar inconscientemente de revertirlo y salvar a quien sufre, lleva a menudo a pensar que no ha habido tal muerte. Pero la realidad es terca, y pone a uno ante ella. Entonces se siente el dolor, que es también físico, porque desgarra desde el pecho de un modo que explica por qué los sentimientos se asocian más con el corazón que con el cerebro, aunque sea en este donde se generan.

Con los seres de la cercanía personal eso ocurre asociado a lo más íntimo. En el caso de pérdidas como la de Fidel el sentimiento lo abarca todo, porque tiene que ver con la supervivencia de toda una nación no vista solo ni principalmente como espacio físico, sino como conjunto de ideales, decisiones políticas, opciones vitales, querencias… Cuando se piensa en la partida de Fidel se percibe algo muy parecido al desamparo. Nos habíamos acostumbrado a que él estaba ahí, y, aunque no era ni podía ni pretendía ser un dios, le saldría al paso a cualquier desaguisado, torpeza, desviación que pudiera poner en riesgo, aunque fuera mínimamente, esa supervivencia necesaria y deseada.

Todos y todas debemos estar preparados para enfrentar no solo al enemigo imperialista y sus sirvientes de cualquier parte, sino también debilidades internas que pudieran menguar igualmente el proyecto revolucionario: malos hábitos laborales, indolencia, egoísmo, indisciplina, falta de unidad, corrupción, tendencias pragmáticas que lleven a suponer que la prosperidad económica puede garantizarlo todo. El proyecto merece vivir, desarrollarse, crecer, perfeccionarse, no en la imitación a “valores” ajenos, sino en la necesaria creatividad heroica —se piensa en Mariátegui— para llegar en plenitud a lo que debe ser, a lo que debemos y necesitamos construir sólidamente.

En esa medida todas las personas que, cualesquiera que sean sus funciones y lugar en ese desafío, estén interesadas en salvar el proyecto, deben disponerse a formar, entre todas, un Fidel capaz de mantener el rumbo que él halló en Martí, y es médula de la nación. En el acto multitudinario que le rindió homenaje póstumo en la Plaza de la Revolución me sumé de modo natural, espontáneo y consciente, como tantas personas, al coro enardecido que gritó: “¡Yo soy Fidel!”.

Luego no me he sentido capaz de volver a hacerlo, no por falta de deseo ni por desidia, sino por conciencia de la grandeza inigualable que Fidel encarnó. Pero respeto, sobre todo si lo hacen sinceramente y convencidos de lo que significa, a quienes siguen gritándolo. Pienso que lo más importante, lo decisivo, es que en nuestro interior, en lo más profundo y lúcido de nuestras convicciones, con la resolución de ser fi(d)eles a su ejemplo, el gran contingente de cubanos y cubanas que defendemos la Revolución sabiendo lo que ella necesita, lo que demanda de nosotros, no cejemos en el empeño de ser, entre todos, la encarnación resuelta de Fidel, incluida la lección de humildad que dio al decir: “Hemos hecho [sigamos haciéndola, vale agregar] una revolución más grande que nosotros mismos”.

A la prensa le corresponde cumplir en ese frente una misión educativa de primer orden, sin ceder a embullos irreflexivos ni dejar de combatir resuelta, firme, incesantemente, todo lo que le hace o pudiera hacerle daño al proyecto revolucionario. Para eso es necesario que, entre las razones por las que pueda destituirse justamente a directivos de medios de difusión y propaganda esté, y se diga por las claras cuando proceda, el no haber contribuido con inteligencia y valor a erradicar un mal como el síndrome del silencio o secretismo, contra el cual la dirección del país ha hecho llamados fundamentales cuando Fidel vivía, y ha seguido haciéndolos.

Por REDH-Cuba

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