Esta historia ligada a Siena y a Calvino comenzó en el lejano 1966. Entonces yo era un joven herético, expulsado de cuantas escuelas existían. Mis padres no sabían qué hacer con aquel joven de dieciséis años, con el pelo a media espalda, a quien todos auguraban el peor de los destinos. Ellos habían decidido, apostando a una ilusoria reivindicación, procurarme un trabajo en la central eléctrica en mi pueblo de Nuevitas, y lo lograron. En esa inesperada dimensión pasaba largas horas ante un panel eléctrico, alerta a los diferentes procesos de la industria. No hay nada más abrumador que cuidar el ritmo de las inexpresivas máquinas y como defensa y refugio espiritual me convertí en asiduo visitante de la biblioteca municipal, lugar que para entonces, que ya no hoy, era una verdadera Alejandría. Todos los meses llegaban las novedades literarias publicadas en Ciudad Méjico, Barcelona o Buenos Aires. Y en el descubrimiento de la literatura Italiana leía a Pavese, a Vittorini, a Moravia, a Giorgio Basani, luego a Lampedusa, y a todos los que me condujeron a encontrarme con Italo Calvino.  No fue ni casualidad ni destino el que una tarde de ese año sesenta y seis yo diera con un pequeño tomo titulado Las dos mitades del Vizconde, en italiano: Il visconte dimezzato. Me lo llevé como lectura para mi larga noche de trabajo y desde el primer momento en que lo tuve, supe que aquel libro resumía el ideal supuesto por mí acerca de la creación literaria. Intuí ya que la literatura no es un juego ramplón de un realismo a ultranza, sino magia, ensueño, imaginación, ficción y vida en su estado más puro y provocador. No imaginaba que aquel italiano nacido en mi propia Isla marcaría tanto mi vida. No imaginaba que publicaría crónicas inspiradas en él, y algunos cuentos. No imaginaba aquellas noches entre el ruido ensordecedor de las máquinas, que un escritor italiano, una criatura dedicada a las letras, podía remover la conciencia de un díscolo adolescente y conducirlo en proyectos transformadores de su existencia. Porque desde aquellas largas noche de lectura, atendiendo apenas el proceso industrial, fui solo ojos, mente y alma para lo que leía, me imbuí de la convicción de la huida. Al concluir la lectura regresé a mi casa, dormí por dos días y nunca más volví a aquella sala de paneles electrónicos, fueron solo dos largas jornadas que me convirtieron en otro, solo tendría ojos para encontrar el espejo donde podría mirarme sin vergüenza, el espejo que reflejaría la imagen semejante a la de un escritor como Italo Calvino. Claro, en aquel tiempo era un enfermo del peor de los idealismos y los anhelos, un pedante, que no se percataba que jamás rozaría su talento, no sabía que las épocas nos marcan como el candente acero que sella con su fuego los cueros de las reses. Fueron años de Oblomismo, de días acostado en mi cama leyendo lo que caía en mis manos,  y con el sosiego al ser conducido por el lado hermoso del alma, experimentar la que ya era mi repetitiva e íntima divisa: huir… ¿Pero adónde huir? Entendí así que se podía viajar como en una alfombra persa sobre las páginas de un libro. Supe al leer en El Camino de San GiovanniEl barón rampante, Los cuentos populares italianos, El caballero inexistente, y todos libros de Italo Calvino, que valía la pena vivir en las copas de los árboles sin jamás tocar un ápice del suelo. Vivir en íntima comunión con la lluvia, el sol, la luna, y el cielo, gozar de lo imperecedero. Desde entonces, mi obsesión fue visitar Siena, la Siena donde murió Ítalo Calvino, obsesión hecha realidad años después, y ya no como pretensión, sino como sueño. Siena en mi corazón, Siena como lugar íntimo y cálido.

La paloma azul

Siempre he juzgado o juzgué que el talento se puede hurtar con solo acariciar cualquier naturaleza que esté cerca del genio al que anhelamos desposeer. Por eso, desde joven me convertí en un poseso, en un perseguidor de los buenos o malos ámbitos que ellos habitaron en su vida creadora. Así descubrí con pleno goce de juventud la casa de Tolstoi en Yasnaia Poliana, me vi  ante los zapatos contrahechos que ese soñador fabricó para sus siervos; igual descubrí la pequeña escribanía en una sala atestada de polvo y libros en San Petersburgo, donde Dostoievski escribía; también desnudé mis malos instintos cuando tuve tentado a robar las lentes montadas en armaduras de oro en exhibición en la que fue la casa de Chejov en Moscú. En otros sitios de este mundo sí que he robado. En Weimar me hice de un mechón de pelo de la muchacha virginal fabricante de flores artesanales que Goethe amó al final de su vida; en una librería de Hamburgo robé la estilográfica con que firmaba sus libros Gunter Grass (único caso en que actuado contra un escritor vivo) Y para finalizar, como mi mayor trofeo, poseo el original de la profética foto de Ítalo Calvino niño pujando por escalar un árbol en el jardín de junto a la casa donde nació en 1923, en Santiago de las Vegas. Digo profética porque desde que poseo esa foto, se me hizo más perentorio encontrar un sitio, un mínimo rincón donde descubrir la levedad tan ligada a Calvino. Las fotos de niños profetizan  lémures invisibles que a tenor de sus alientos se nos juntan como el hilo a la aguja, como el agua a las nubes. Por eso cuando tuve posibilidad y oportunidad, fui al encuentro de Siena, donde Calvino había tenido su postrera partida en 1985. Siena me recibió como hasta este momento me ha acogido. Ahí redescubrí lo que ya había profetizado un gran brasileño al decir que las personas jamás morían, sólo quedaban encantadas.

Cómo olvidar aquella noche de primavera de 1993 cuando llegué a Siena en un ómnibus procedente de Florencia. Llevaba una menguada mochila y un billete en el que se me citaba para Piazza del Campo. Llovía a cántaros, en ningún lugar del mundo llueve como en Siena. Y no es que todas las aguas del cielo no comparezcan guiadas por el mismo instinto, pero en Siena la lluvia siempre se hace notar con una especial melodía, como si el agua se integrara a razón de pieza mágica al paisaje de soledad y belleza de la ciudad. Encontré a mi amigo Claudio bajo un toldo a rayas en esa Piazza del Campo. Sonrió como solo suelen hacer los italianos, y luego de los saludos de rigor, pasamos a cenar. Claudio ordenó un exquisito vino de Siena, habló de sus cualidades, de las fincas cercanas donde se cultivaban las uvas con que lo elaboraban. Dicen que es sangre de Cristo, y yo niego y digo que es sangre de los ángeles que por aquí habitan, ponderó Claudio. Y yo miraba hacia la Piazza del Campo, miraba la torre que desafía la noche en el Palazzo Comunale, edificio del Ayuntamiento. Plaza donde se celebran en dos fechas, el 2 de julio con el nombre del Palio di Provenzano, en honor de la Virgen de Provenzano, y el 16 de Agosto, conocido como el Palio de Assunta, que conmemora la fiesta cristiana de la Asunción de María, los juegos del palio, las carreras de caballos, las picas, los bandos enfrentados. Plaza suspendida en un halo de niebla, donde el premio es simplemente un Palio, un estandarte de seda -llamado también drappellone o cencio-, me decía Claudio mientras yo miraba la plaza que semejaba un velero rompiendo lanzas contra la lluvia y resurgía como esencial convidado al escenario de un teatro remoto. Y mi amigo, Claudio, seguía elogiando las pastas frescas que hacían en aquel restaurant, iguales a las pastas de la edad media, aquí todas las recetas son del mil seiscientos o más atrás. Y yo apenas escuchaba, solo por pura cortesía haciendo un comentario, o perdiéndome en los planes para el siguiente día. Y luego de concluir la cena, ir en busca del hostal, El cuerno de oro, subir la pendiente a un lado del restaurant, caminar por las estrechas calles, no perder de vista a las ventanas de las ancestrales casas  con una luz mortecina que surgía del interior de sus habitaciones. Y ya despidiéndome de mi amigo Claudio a la puerta del hostal, a las once de la mañana en punto te recojo, sé puntual, a las once, y sonriendo a la italiana, o doce, bien me conoces, comentando él más para sí que para mí, levantando sus manos cortas, en el adiós o despedida, que en pocas horas sería reencuentro.

Los sueños, un poco el Dante en mí, los sueños en aquella mínima habitación de hostal, con una cama pequeña, como para la talla de huéspedes de anteriores siglos, el aguamanil con herrajes de cobre limpio y un espejo elegante encima, la ducha con forma de linterna ojival, las sábanas con aroma de vetiver, una mala reproducción de algún pintor sienés, y una vela prendida en mi mesa de noche, que no se disipaba, eterna. Una ventana abierta por donde se filtraba una fragancia a manzanas recién maduradas. Y ahí los sueños, ya he dicho, llegando de a poco, primero la mujer desnuda que caminaba bajo la lluvia, la mujer embarazada con pechos tan pequeños, que apenas alcanzarían para alimentar a un niño lactante, una mujer meridional con labios que semejaban ostras abiertos a la melodía de un tenaz mar, o su sexo, alargado y vertical como una estrella negra. Y ella a mi lado, en mi cama, aún con el aroma de Siena bajo sus axilas, empapada, yo no atreviéndome a tocarla, ella sí, acariciándome como una pelliza hecha con la piel de un animal extinguido. Y ahora viene lo mejor, me decía al oído, arriba el veneciano en su góndola de oro, viene a morir en el hospital de los peregrinos, viene a morir en Santa María de la Scala, no llegará nunca a Roma. Y yo me tiré de la cama, me asomé al ventanal y por la callejuela de junto al hostal, venía el séquito. Primero los caballos de bríos torpes, amansados en el fango de las lagunas venecianas, con albardas de plata, ciegos todos los caballos, sus ojos cubiertos con máscaras venecianas; luego la servidumbre, con sombreros de tres picos y lanzas sin acero, solo madera afilada; y al fin, la góndola, toda de oro, pesada como un naufragio, sostenida por eunucos de la Mesopotamia o turcos, con una alfombra de albardín a proa y una poltrona hecha de caoba de la lejana Honduras, en que un emir o visir o rey o comerciante, era lo mismo si provenía de Venecia, saludaba a la lluvia que no cesaba, como si en realidad tuviera un pacto con las estrellas que la noche no dejaba ver. Yo fascinado ante aquel espectáculo de jolgorio, fiesta y algazara, a lo mejor, orgía. Y la mujer pegada a mí, yo sentía sus pechos contra mi espalda, su vientre materno, ella insistía en que observara el rostro de aquel Rey de la Góndola, así decía en mayúsculas, ¡Míralo, no te arrepentirás, es lo que buscas! Y sí, el hombre de la góndola tenía rostro de niño, cuerpo de caballero y cara de niño, del niño de Santiago de las Vegas que miraba hacia mi ventanal en el hostal y alzaba un pequeño juguete, parecido a un muñeco de mazapán.

 Mi amigo Claudio no llegó a las once, pasadas la una de la tarde arribó a buscarme y se justificó con una reunión demasiado larga en la Comuna. Le conté lo sucedido y reaccionó alarmado, abrió sus brazos y me dijo que la mayor leyenda de Siena era la del veneciano que en una remota tarde del setecientos había transitado por la ciudad en peregrinación a Roma y que en la siguiente madrugada había muerto en el hospital de Santa María de la Scala, y que lo enterraron en las catacumbas del hospital junto a su góndola de oro. Yo no sabía, dije a la defensiva. No hay que saber para que los sueños te persigan, me contestó Claudio. ¿Y la mujer?, dije. Esa es otra historia, es Gina Pirandello, me explicó Claudio, una infeliz que asesinaron junto al hostal luego de culparla por haber traído la Peste Negra desde Florencia, estaba embarazada y la mataron. Era como la Madonna del Parto de Pietro della Francesca. Has soñado con dos historias muy íntimas de Siena, es buen augurio para el encuentro de hoy.

 No dije palabra, mi optimismo siempre es infortunado. Luego de este diálogo, caminamos junto a las columnas del edificio que alberga al Banco de Paschi de Siena, dueño y señor de la ciudad. Seguimos ascendiendo a un la lado de Piazza del Campo, bordeamos tenderetes atestados con pulóveres y pelotas del calcio, que desentonaban, y al final de aquella pendiente, nos vimos ante  una panadería. El olor del pan de Siena es único, es como si las flores de la campiña de Siena maceraran el trigo, como si la miel libada de las flores que anteceden al melocotón apostara por ese aroma dulzón que lo hacen único. Expendía el pan una señora de cofia blanca, y lo envolvía en un papel de estraza, papel que hasta hace un siglo llegaba de una factoría de un calabrés residente en New York, quien compraba por millares momias en Egipto y las trituraba, y con aquellos despojos hacía el papel de estraza que en Siena nombraban el de los milagrosos muertos.

 Y subir la final de pendiente, cien escalones exactos, simétricos, que daban paso a la calle  que nos conduciría hasta la gran plaza del Duomo, la catedral de Siena erguida en su estilo gótico, atravesada por medio puntos, la pared lateral de mármoles blancos y negros de una ampliación que jamás pudo culminarse en el 1348 por culpa de la peste negra, y enfrente, el que hasta hace poco fuera el hospital de Santa María della Scala, fin de mi viaje, motivo. El hospital lo restauraban para convertirlo en gran museo, estaba lleno de ruinas, ladrillos, albañiles, cal, cemento regado en cada uno de sus rincones. Nos recibió un hombre pequeño, cabellera muy negra, larga. Frisaba los cincuenta años y constantemente se soplaba la nariz con un pañuelo de seda sucia. Claudio le explicó mi interés, cosa que me pareció que al hombre no le importaba. Le hablé de Italo Calvino, de su muerte ahí cuando Santa María della Scala aún era hospital, y dijo algo así que todo a su debido tiempo. Durante dos largas horas tuve que seguir a aquel hombrecito con un pirsin en su oreja izquierda. Me habló de la Vía Francigena que hizo de Siena la ciudad de descanso de los peregrinos que venían de la Francia y del norte de Europa en su camino a la Roma papal. Me habló del zapatero que se apedillaba Sorone que alrededor del 890 a instancias de su santa madre inició su labor samaritana en aquel lugar, dándoles refugio a los peregrinos enfermos y a los niños huérfanos. Luego me condujo casi en un trote por pasillos, celdas, pabellones inabarcables, hasta concluir en las catacumbas, concluir asomado yo a aquel sumidero de muertos, miles de muertos amontonados en un orden sin decencia, pellejos y huesos refritos. Y el hombrecito repetía la leyenda del veneciano enterrado en las catacumbas junto a su góndola. Yo desesperado para que terminara aquel ritual que me apartaba del motivo de mi viaje. Irritado dejaba sobresalir de uno de los bolsillos de mi gabardina la foto del Italo Calvino niño ascendiendo a un árbol en el Centro Experimental de Santiago de las Vegas.  ¿Y qué desea de Calvino?, me dijo de pronto el hombrecito, más amanerado que nunca. Visitar, orar, sentir ese último lugar en que respiró Italo Calvino, le dije. Él hizo un movimiento despectivo con los hombros, como si se aprestara a conducirme al peor de los sombrajos. Estuve a punto de insultarlo, de decirle que podía irse al mismo fin de las catacumbas, que era un insensible, que yo había viajado miles de kilómetros para encontrarme con Italo y él ninguna atención prestaba a mi pedido. Esa foto que usted muestra como un amuleto, me dijo súbito, está reproducida en cada uno de los libros que hablan de él, no hay nada más vulgar que una foto, se duplican como las termitas, no hay privacidad en una foto, solo repetición de un recuerdo. Yo le respondí que no era reproducción mi foto, original, única. Único es lo que le voy a mostrar por último, me enfrentó, luego será libre de encontrarse con esa obsesión que le atormenta. Y fuimos directo a disfrutar el gran mural pintado por Doménico de Bartolo, Cuidado de los enfermos, una pintura gigante de un panorama de hospital, una mujer que se toca el corazón por el dolor del amante enfermo, un médico que lava los pies de un paciente sangrante, un perro y un gato, dos animalias que luchan por un lugar en aquel espacio de pared de hospital, un sacerdote regordete que práctica una oración ante un moribundo, dos mozos que cargan una camilla de la que solo se le ve la parte delantera. Los frescos azules y de otros colores en la techumbre, como si el cielo estuviera dentro de aquella magnitud de palacio, faena también de Doménico Bartolo. El bronce de Vechietta, el Cristo Resucitado, más un Quijote que Cristo. El retablo ataúd de Santa Catalina de la noche, dedicada a las pietas consagrada a los muertos. Ve usted, bajo estas pinturas se curaban y morían los enfermos, dice el hombrecito tocándose delicadamente el pirsin en su oreja izquierda, hileras de camas vestidas de blanco impoluto, de blanco los enfermos, de blanco los médicos, todo blanco, para que la suciedad del alma y el cuerpo se mostrara expedita si esta aparecía. Por eso le he mostrado lo bello de este lugar, siguió su discurso el hombre, lo demás es superfluo. La literatura nunca sustituirá las imágenes dibujadas por estos maestros, no podrá porque la literatura proviene de las palabras que inventaron en siglos otras criaturas, la literatura es reproducción como su foto, lo que usted ve aquí es la vida, la vida multicolor de las historias de los hombres. No obstante, dice el hombre con cara de perdonavidas, más feminoide, entre por esa puerta, señaló a un lado, ahí está conservado contra mi voluntad el último lugar que habitó su Italo Calvino. No crea en lo que ve, todo es falso, ni la cama, ni las sábanas, ni el Cristo sobre esa cama, ni la escupidera a un lado de esa cama, ni el libro de oraciones sobre la mesa de noche, ni el rosario, le digo: falso. Todo lo dispuse yo como ofrenda o venganza, como se quiera ver. Cuando su Italo Calvino murió los trabajadores encargados de limpiar las propiedades de los recién muertos en lo que fue este hospital, no tuvieron conciencia, cargaron con todo y contra todo. Nada queda, tierra baldía. Entre y vea que lo único real son las paredes pintadas de cal azul. Dicen que él, su Calvino, era admirador de la levedad, así lo hizo constar en sus Ciudades Invisibles, en el capítulo quinto, por eso mandé perpetuar el azul porque es el color que hace más presente la levedad.

Y en realidad aquel azul en la habitación de Santa María della Scala me recordó el mismo azul con que los habaneros pintaban sus casas en los siglos coloniales, ese azul Habana que me hacía rememorar mi tierra. Ahí vi como en un retablo la falsa cama, el falso Cristo Crucificado con la cabeza ladeada en busca de un sur o una tormenta del sur. Yo sin saber qué hacer. Mi amigo Claudio y el pedante guía se habían quedado fuera. Yo estaba a solas en el último espacio de mundo que habitó Italo Calvino. Ahí yo, a la espera de una señal, un mínimo vestigio que me avisara que Italo me miraba, apreciaba mi gratitud, mi devoción. Y el silencio era mi última oportunidad, era cuartada. El silencio como levedad, como ausencia y a la vez presencia, como duna ante un piélago oculto. Me olvidé de mis nigromancias para robar talentos, el talento inalcanzable de Calvino, mis nigromancias para hacerme de un objeto del muerto radiante, porque todo aquel mundo material era falso. Me quedaba apresar solo su espiritualidad, o acostarme en la apócrifa cama y mirar la techumbre y hurgar en el último paisaje de mundo que vio Calvino. Pero me pareció falso, ilusorio. Me tiré a un lado, en cuclillas, como el más desamparado de los jugadores de béisbol. Junté mis manos como en una plegaria, y saqué del bolsillo de mi gabardina la foto del Calvino niño. Yo lloraba, sí, lloraba como la más desconsolada criatura  ante la tumba de un hijo o un padre. Pensé en la ciudad de Sofronia descrita en Las ciudades invisibles. Vi sus frontones de mármoles, una montaña rusa invertida, los tiros al blanco de las ferias con los arcos y las flechas rotas, miré como si observara las muchas ciudades que Calvino había construido en ese libro, como aquella ciudad de Laudomia que contenía la ciudad de los vivos, la ciudad de los muertos, la ciudad de los que estaban por nacer. Me puse de pie e hice por irme. Quizás aquel viaje era una derrota o una victoria, pero de lo que sí estaba seguro es que ya nada sería igual. Ya no robaría más prendas de talentosos muertos, trataría solo de encontrarlos en mis espejismos, en las mañanas cuando trataba de hacerme de un espacio en el infierno donde residía, infierno donde debía discernir entre  lo bueno del infierno y lo malo del infierno, sería mi razón. Por ese motivo dejé la foto del Calvino niño junto a la almohada de la falsa cama y me apresté a marcharme. Y se hizo el único momento de arrimo, a lo mejor exuberancia de mi imaginación o la real verdad. De la techumbre azul voló una paloma también azul, quizás una paloma inventada, pero en fin, mi paloma, mi privativa paloma semejante a un gallo de oro azul, paloma o gallo impertinente como un caracol marinero, que cansado del océano, se libera. Paloma que voló sobre mi cabeza, he dicho que completamente azul la paloma, y en su vuelo se camufló en el otro azul de las paredes. Tanto volaba, por instantes paloma, otras  veces gallo azul, que a los minutos se aburrió de su planear en círculos exactos, y fue cuando construyó un exiguo tragaluz, puede que lo dibujara con su pico, un rosetón como lucerna, y  a través de él desapareció. Sobre la almohada de la falsa cama ya no estaba la foto del Italo Calvino niño. Solo permanecía el resguardo de un espacio esencial que se distendía en la blancura de las sábanas.

Por REDH-Cuba

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