Karl Marx fue un erudito investigador, que supo combinar la economía y la historia como ejes para la elaboración de su teoría. Remontándose a los orígenes y primeros tiempos de la humanidad comprendió que el hombre tuvo que ocuparse de producir bienes para satisfacer sus necesidades y poder sobrevivir.
Con el desarrollo de las fuerzas productivas, los seres humanos diversificaron inevitablemente sus actividades y las relaciones sociales fueron complicándose. En cierto momento, esa complejidad provocó el surgimiento de clases sociales, con diferenciaciones jerárquicas, apropiación de riquezas por una élite dominante y explotación de otros grupos humanos mediante la esclavitud o la servidumbre.
Sobre esa base histórica, Marx encontró un hecho fundamental: por debajo de los fenómenos políticos, religiosos, clasistas o estatales estaba la economía. Y, con ello, formuló una tesis hasta entonces no destacada por otros investigadores: “la anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política”, porque “el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual, en general”.
Esta tesis de Marx fue expuesta en su genial Prólogo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política. Pese a su claridad, muchos marxistas no la comprendieron, al punto de considerar que solo la economía es la única determinante de las otras esferas sociales. Por eso Engels debió aclarar el asunto una y otra vez, insistiendo en que la economía solo es determinante en última instancia.
Marx recurrió, además, a la metáfora de un edificio, para puntualizar que la economía es la base sobre la cual se levanta la superestructura jurídica, política e ideológica de la sociedad. Ello también ha generado confusiones, porque los términos “base” y “superestructura” no son categorías teóricas poseedoras de un contenido científico, a pesar de que el propio Marx insistió en esa imagen: “al cambiar la base económica, se revoluciona, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella”, escribió.
El materialismo marxista, como posición filosófica, inauguró otra forma de ver el mundo, que Marx igualmente resumió: “No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, es el ser social el que determina su conciencia”. Ese ser social es la economía. Y nuevamente Engels insistió en que el régimen económico determina el contenido general, el origen de los procesos jurídicos, políticos, ideológicos, etc.; pero en muchos casos, el modo en que surgen los conceptos espirituales de la sociedad, la forma de las teorías filosóficas, ideas religiosas, etc., están determinados por la propia conciencia social.
Lo económico no determina cada minucia histórica ni cada hecho particular, sino los contenidos más amplios, generales, de largo plazo. Tampoco cada hecho económico es el desencadenante de los procesos ni el determinante de las esferas sociales. Para Marx, el modo de producción de la vida material es el determinante social, el condicionante del “edificio”, un concepto asimilable al de sistema económico que hoy utilizan los economistas, pero que tiene otro ámbito, pues se refiere a una especial conjunción entre fuerzas productivas y relaciones de producción.
Marx reconoce que en la historia humana, la que estudió con mayor profundidad y en la que predomina Europa -eran escasos sus conocimientos sobre América Latina- se han sucedido distintos modos de producción, aunque se interesó por estudiar solo uno: el modo de producción capitalista.
Al poner en claro la interconexión de los sucesos y al descubrir su raíz económica determinante, es posible definir el curso general del proceso histórico, que obra como una ley social, es decir, como una tendencia, y no como una ley física. Quizás podría asimilarse a lo que hoy es común entre las ciencias sociales, y particularmente en la economía, cuando se trazan probables evoluciones sobre bases matemáticas, estadísticas y análisis socio-situacional, bajo la condición ceteris paribus, es decir, si las realidades estudiadas no cambian.
Solo que para Marx el asunto va mucho más lejos: es posible descubrir las leyes-tendenciales de la sociedad, que actúan a largo tiempo, solo sobre la base de las investigaciones más rigurosas y pacientes.
En otras palabras, no puede deducirse a priori lo que ocurre en la sociedad, no pueden entenderse sus lógicas ni sus mecanismos, ni sus últimas determinantes, si no se realiza la investigación más rigurosa y constante de la realidad, sujetándose a su materialidad empírica, y no a un hecho o proceso, sino al conjunto de los hechos y los procesos sociales.
El marxismo deviene así una teoría que convoca al estudio y a la investigación permanentes. No en balde lo definía Lenin como una guía para la acción y un método para el estudio. Y el propio Marx, al percatarse de la charlatanería y el dogmatismo de aquellos jóvenes que creían ser algo muy poderoso siguiendo su doctrina -pero sin tener en cuenta o estudiar la historia concreta- llegó a decir “todo lo que sé es que yo no soy marxista”.
Ahora bien, ser marxista tampoco asegura que la realidad sea descubierta en sus últimos determinantes y es posible cometer errores de interpretación. La rigurosidad tampoco es un patrimonio de los marxistas, de modo que hay investigadores no-marxistas que han realizado descubrimientos y aportes fundamentales a la comprensión de las sociedades del pasado o las del presente.
Los primeros partidos marxistas de América Latina (el pionero fue el Partido Socialista de Argentina, fundado en 1895 por Juan B. Justo, quien tradujo El Capital; en Ecuador el Partido Socialista surgió en 1926 y el Comunista en 1931), y los intelectuales marxistas de inicios del siglo XX movilizaron la teoría e interpretaron las realidades de su tiempo, procurando comprenderlas para trazar las líneas revolucionarias. Sin embargo, a raíz de la Revolución Rusa (1917), la III Internacional Comunista (Komintern, 1919) y luego la era de Stalin (1924-1953), los partidos comunistas latinoamericanos siguieron las directrices oficiales de la URSS, lo cual dogmatizó al marxismo.
Aún así, pensadores como el peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930) realizaron aportes renovadores al marxismo, como la atención al mundo andino indígena que Marx no conocía. De aquella época al presente, los estudios marxistas avanzaron en todos los países latinoamericanos. En la década de 1970, y hasta mediados de los 80, tales estudios despegaron como nunca antes, a tal punto que los ejes intelectuales de la ciencia social de la región pasaban por la afinidad u oposición a la teoría marxista.
El contraste llegó con el derrumbe mundial del socialismo, que provocó una verdadera debacle del marxismo y de los partidos marxistas a partir de 1990. Sin embargo, fue el ciclo de los gobiernos progresistas, democráticos y de nueva izquierda el que propició su renacimiento.
Paradójicamente sectores del izquierdismo partidista tradicional y del marxismo, que encontraron un espacio de expresión que no tuvieron en las décadas finales del siglo XX, pasaron a ser fuerzas de oposición a esos gobiernos, a tal punto que en Ecuador surgió un marxismo pro-bancario inédito en la historia latinoamericana, al apoyar, en 2017, la candidatura presidencial de un multimillonario ex banquero, con el exclusivo argumento de que era necesario derrotar al “correísmo”, considerado como “enemigo fundamental”.
Más allá de estos episodios de coyuntura, la convalidación del marxismo abre en América Latina un nuevo momento para el desarrollo creador de la doctrina de Marx, que tiene la posibilidad de hacer énfasis en la investigación, la discusión teórica y el análisis académico. Las nuevas realidades que vive la región requieren de otras visiones marxistas, que no pudieron desarrollar sus adeptos tradicionales y que ya están lejos de los partidos clásicos que quedaron como reliquias de un pasado que necesariamente debió ser superado.