Intervención de Enrique Ubieta en el Panel «¿Qué se juega en Nuestra América?», de la Cumbre de los Pueblos, el 11 de abril de 2018 |
Así lo definirá Lenin ya entrado el siglo XX, pero José Martí, cuya meta inicial era la independencia de Cuba, requisito indispensable para fundar una república que no copiara, como indicó en repetidas ocasiones, ni el modelo liberal caudillista de América Latina, ni el norteamericano, escribió: “Las leyes americanas han dado al Norte alto grado de prosperidad, y lo han elevado también al más alto grado de corrupción.
Lo han metalificado para hacerlo próspero. ¡Maldita sea la prosperidad a tanta costa!”. Se me dirá, con razón, que Martí tenía 18 años cuando escribió esas palabras. Sin embargo, en el último documento de su vida, la carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado escrita pocos días antes de su muerte en combate, reiteraba, con mayor énfasis aún, que su verdadera misión era “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”.
La segunda premisa es conceptual: todo el discurso en torno a la diferente comprensión y aplicación de la democracia, de lo que la izquierda jacobina llamó “derechos humanos” y la aristocracia burguesa ya establecida retomó en sus formas externas de manera oportunista para enfrentar la posibilidad de su derrocamiento, encubre burdos intereses reproductivos del Capital.
No existe un diferendo de concepciones en torno a los derechos humanos entre Cuba y los Estados Unidos –aunque existan profundas diferencias teóricas y prácticas entre los sistemas de uno y otro país–, existe un conflicto de intereses en torno a los recursos naturales de Cuba y a su lugar en el orden internacional capitalista.
Esto es aplicable al resto de los países latinoamericanos. El gobierno estadounidense no es enemigo del saudita, por ejemplo –no lo fue de ninguna de las dictaduras latinoamericanas del siglo pasado, ni de los gobiernos actuales que han accedido al poder por evidentes y documentados fraudes o por golpes de estado judiciales–, no le reprocha más que en instantes de retórica sus fragrantes atropellos a la dignidad humana; los unen intereses del gran capital. Para esos intereses no existen fronteras culturales ni diferendos conceptuales.
Cabe pues afirmar que el conflicto entre Cuba y los Estados Unidos –como el que tuvo con la Guatemala de Arbenz, el México de Lázaro Cárdenas, el Chile de Allende, y más recientemente, con algunos presidentes o candidatos que podrían ganar las elecciones en países como Brasil, Argentina o México, o tiene con la Bolivia de Evo o la heroica Venezuela de Chávez y Maduro– encuentra su origen no en la adopción del socialismo, sino en el carácter imperialista del vecino del Norte.
Recuerdo que en su discurso en La Habana, el presidente Obama intentaba desvirtuar ese dato esencial: “El pueblo no tiene que ser definido como opositor a los Estados Unidos, o viceversa”, decía. El antimperialismo enarbolado por el gobierno y el pueblo cubanos nunca ha sido ni es antiestadounidense; la frase “Cuba sí, yanquis no”, no se refiere como saben ellos al pueblo de esa nación.
Pero no hay confusión, sino ocultamiento de la esencia histórica del conflicto. Un conflicto que puede seguirse como una constante histórica desde el siglo XIX hasta el siglo XXI. ¿Por qué se intensifica y se hace abiertamente antagónico a partir del triunfo de la Revolución de 1959? La respuesta es sencilla: la Revolución deshace los amarres neocoloniales que sujetaban a la República desde su constitución en 1902. Y el socialismo es un impedimento para su reconquista.
¿Cómo explicar entonces el cambio de política efectuado por la administración de Obama hacia Cuba, si el imperialismo no abandonaba con ella el interés en subvertir su régimen, y Cuba no abdicaba de sus principios ni de sus metas históricas? Hay dos razones de base que fundamentan la tercera, que es la que reconocen los partidarios de ese “cambio” de política: en primer lugar, el apoyo mayoritario del pueblo de Cuba a su Revolución y el efecto contraproducente –como factor de cohesión política– que el bloqueo económico, comercial y financiero produce en él, y en segundo lugar, el sentimiento mayoritario de simpatía hacia la Revolución cubana por parte de los pueblos latinoamericanos, y la comprensión de que tal política resultaba absurda y dañina para la soberanía regional, por parte de muchos de sus gobiernos.
La tercera razón, resultado de aquellas, la diré en palabras del propio Obama: “Lo que estaba haciendo Estados Unidos –dijo en La Habana– no funcionaba”. ¿En qué sentido? Obviamente, no funcionaba para derrocar al Gobierno cubano, revertir el sistema que impide la reconquista mercantil de su territorio y restablecer los lazos de dependencia.
Era, es, un acto de fuerza que los pone en ridículo y los aísla. Ese reconocimiento fue en sí mismo una victoria del pueblo cubano, de su capacidad de resistencia, y de los pueblos latinoamericanos. Los que sintieron que ese paso liberaba a Cuba de su “enemigo histórico”, desenfocaban el concepto de enemigo; como ya dije, este no era un país, no existen per se vecinos “malvados”, como en los cuentos infantiles; era, es, un sistema: el imperialismo.
Barack Obama, hombre inteligente, y yo diría que valiente en la toma de decisiones arriesgadas a favor de los intereses imperialistas, insistía en que debíamos olvidar la historia. Bastó que llegara al gobierno el representante de otro segmento de la élite de poder de aquel país, para que la historia revelara su protagonismo en la política exterior imperialista.
La puesta en escena de situaciones falsas pero verosímiles, un recurso que en el pasado “justificó” la adopción de acciones o medidas premeditadas, vuelve a ser utilizada con renovado cinismo. Si la oscura voladura del acorazado Maine en el puerto de La Habana, ocurrida en 1898, dio pie a la intervención de los Estados Unidos en la guerra de los cubanos por su independencia –primera acción bélica imperialista de la Humanidad– y a la mediatización de esta con la ocupación del territorio insular, los llamados “ataques sónicos” (hoy calificados con más prudencia de “ataques de salud”, ya que no existen efectos sónicos que produzcan la diversidad no comprobada de síntomas que se alega), han servido para enrarecer nuevamente las relaciones con Cuba y para retomar la fracasada política de fuerza.
Si el anterior secretario de estado de Trump admitió con una prepotente franqueza que la Doctrina Monroe mantiene su vigencia –una Doctrina que todo respetable libro de historia califica de injerencista, a la que nunca habían renunciado, pero de la que no se hablaba o de la que se distanciaban en sus discursos, por simple sentido común–, es decir, en términos afines a esta Cumbre, que las Américas (en plural) son para América (en singular), nombre que los estadounidenses acapararon para sí, es que la historia mantiene sus nexos con el presente, y repite sus trucos y sus trampas, porque lo que no se ha ido, lo que no es pasado, compañeras y compañeros, es el imperialismo.
Con el pueblo y con el gobierno de los Estados Unidos, la Revolución cubana siempre estuvo y estará dispuesta a dialogar; no existe tema sobre el que no pueda intercambiar criterios e incluso, llegar a acuerdos, desde el respeto absoluto a nuestra soberanía y a nuestra decisión irrenunciable de construir una sociedad socialista, según ha sido consensuada con el pueblo en documentos y leyes. Pero al imperialismo, compañeras y compañeros, “ni un tantico así”, como decía el Che Guevara.
La administración de Obama avanzó un trecho importante, aunque no definitivo, y esos pasos demostraron también la voluntad y la capacidad políticas del gobierno cubano:
1. Se restablecieron las relaciones diplomáticas y se reabrieron las embajadas en ambos países;
2. Como factor previo, se tomó la decisión política de liberar a los tres prisioneros que faltaban de los Cinco antiterroristas que permanecían en cárceles estadounidense.
3. Se realizaron varios encuentros cumbres y conversaciones telefónicas entre los presidentes de los dos países.
4. Se excluyó a Cuba de la espuria lista de “países patrocinadores del terrorismo”, cuya sola confección es una insultante atribución que se arroga cada año el imperialismo, por encima de toda institucionalidad multilateral.
5. Se derogó la llamada política de “pies secos, pies mojados”, que estimulaba la salida ilegal hacia los Estados Unidos de ciudadanos cubanos, con la lamentable muerte de muchos de ellos en las aguas que separan a nuestros territorios o víctimas de la trata de personas, y se adoptó un nuevo acuerdo migratorio.
6. Se firmaron 22 acuerdos bilaterales.
7. Se incrementaron los viajes de estadounidenses a Cuba y de cubanos a los Estados Unidos, como resultado de la flexibilización de los requisitos que estos necesitaban por parte de sus gobiernos. La política de influencia “pueblo a pueblo”, tributaba también a favor de la imagen de Cuba, en un contexto caracterizado por la sistemática demonización de la sociedad cubana.
8. En su Directiva Presidencial, el presidente Obama reconocía la legitimidad del gobierno revolucionario como interlocutor y declaraba de manera formal que el bloqueo debía ser eliminado.
Ahora bien, es preciso insistir en que el bloqueo a Cuba se mantuvo, y que pese a la retórica de su no conveniencia o funcionalidad para nuestro país, se intensificó con respecto a la hermana República Bolivariana de Venezuela, a la que incluso se llegó a calificar como “amenaza para la seguridad nacional”, irónicamente, del país que nos amenaza. (No se olvide que durante la administración de Obama se produjeron los golpes de estado en Honduras y en Paraguay, en este caso, de corte judicial, como el que se le aplicaría años después a Dilma en Brasil).
Ni siquiera se discutió el más antiguo e irrenunciable de los reclamos cubanos: la devolución del territorio usurpado en Guantánamo, donde se halla la Base Naval de aquel país, uno de los trofeos de guerra derivados de la “desinteresada” intervención imperialista de 1898 en la guerra cubana por su independencia. Quiero enfatizar que Cuba no reclama solo el desmantelamiento de esa Base militar que ha sido usada como centro de detención y tortura, reclama la devolución del territorio ilegalmente ocupado.
Se mantuvo el financiamiento federal a las estaciones de radio y televisión que llevan con evidente intención provocadora el nombre de Martí, creadas con fines injerencistas y subversivos y en general, el objetivo estratégico de destruir la Revolución, mediante innumerables programas federales que podían ejecutarse de manera directa o a través de Organizaciones supuestamente No Gubernamentales, y de terceros países.
Estamos sin embargo dispuestos a echar la pelea en el terreno de la cultura, de las ideas, a sabiendas de que toda guerra “de baja intensidad”, si encuentra la oportunidad, se calienta: es una guerra de ideas, pero no porque se intente convencer al enemigo (la política contrarrevolucionaria no aspira a la verdad, sino a la toma del poder), la guerra es al interior de nuestra conciencia para no dejarnos confundir, y para ello hay que movilizar, hay que debatir, hay que seducir, siempre con la verdad a cuestas.
La administración de Trump –dicho sea de paso, otros aspirantes republicanos, como Marco Rubio, Ted Cruz o Jeb Bush, no hubieran sido menos hostiles–, ha endurecido el bloqueo y la persecución financiera. La situación política que encontró en América Latina era diferente a la que halló Obama y las fuerzas que representa son adictas a –y rentistas de–, la violencia.
Su propósito es barrer con las fuerzas progresistas y de izquierda en el continente. Hace apenas unos días aprobó un presupuesto de 28 millones de dólares para la subversión, de ellos 13 millones para Radio y TV Martí. Muchos de los “activistas” de la contrarrevolución cubana que hoy pretenden asistir a este evento como miembros de una “sociedad civil” defensora de los intereses del imperialismo en su país de origen, viven de ese presupuesto y de otros no tan públicos, lo que los convierte en mercenarios. Se ha restringido nuevamente el contacto entre nuestros pueblos.
El affaire del “Maine postmoderno” que son los llamados “ataques sónicos” ha derivado en una advertencia gubernamental a los ciudadanos estadounidenses de que Cuba es un destino peligroso –siendo, como es, uno de los países más seguros de nuestro continente–, lo que desde luego desestimula a los posibles visitantes. Hoy los cubanos que deseen visitar los Estados Unidos tienen que trasladarse a países vecinos para solicitar la visa.
La actual administración ha elaborado una lista arbitraria de 179 entidades cubanas que no pueden comerciar con sus similares estadounidenses, y los turistas que desembarcan de los cruceros en el puerto de La Habana reciben el listado en mano: así se les ve en las calles de la capital confrontando el nombre de cada establecimiento para saber si pueden o no almorzar o tomarse una cerveza en él.
La retórica de Trump es ofensiva y francamente hostil. El sector de poder que la respalda, junto con el lobby sionista, el de los anticubanos de origen cubano, y el fundamentalismo cristiano al que se aferran los ciudadanos blancos, rurales, de bajo nivel cultural, más pobres que sus padres, que culpan de su situación a la globalización y a la llegada de inmigrantes, personas que nunca han viajado, o solo al Medio Oriente como soldados, y creen por ello que viven en el mejor país del mundo, pueden conducir a la actual administración a una escalada de consecuencias imprevisibles.
No obstante, sabemos que al interior de aquel país existen fuerzas que se oponen a la reversión total de la política de Obama. No se han cerrado aún las embajadas ni se han repudiado los más de veinte acuerdos concertados con la administración anterior, aunque la representación estadunidense, privada de personal, no pueda cumplir siquiera sus funciones consulares y los acuerdos esperen aún por una implementación consecuente.
Los contactos oficiales para asuntos concretos continúan y aunque ha disminuido el flujo de viajeros, ese canal no ha sido cerrado. La reciente designación de dos viejos enemigos de América Latina, en especial de Cuba y Venezuela, al frente de la secretaría de Estado y del Consejo Nacional de Seguridad, enciende un bombillo rojo.
Cuba, sin embargo, espera con paciencia. El juego de las amenazas es viejo y nunca surtió efecto. Los revolucionarios cubanos, –sépanlo bien–, de todas las generaciones, llevamos el apellido Castro. En sus últimas palabras pronunciadas ante el VII Congreso del Partido, Fidel dijo: “A nuestros hermanos de América Latina y del mundo, debemos trasmitirles que Cuba vencerá”
Cuba sabe que no es una isla. Ya no existen islas en el mundo. El revolucionario que se interese solo por su país, traiciona a su país. La bofetada que recibe un país hermano, la recibimos todos; lo que consintamos para otros, nos será impuesto: no hay salvación en solitario. La victoria, hoy, jamás será bilateral. Sea el poder blando o el fuerte, o la combinación de ambos (con más énfasis en un aspecto o en otro, lo que significativamente equipara a Obama y a Trump, y los coloca en una línea de continuidad), es necesario que confiemos, que creamos en el poder del pueblo, en la victoria sobre el imperialismo.
Si creemos que ya no es posible, que hay que ir por lo poco, ya fuimos vencidos. Nunca tuvieron más vigencia las palabras de José Martí: “Es la hora del recuento y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”.
Fuente:Granma