Tuvieron que pasar mil y un agravios, presiones y exabruptos para que finalmente, el pasado 5 de abril, Enrique Peña Nieto se envolviera en la bandera de México y, esgrimiendo un nacionalismo de ocasión, respondiera −así fuera de manera retórica y para mero consumo interno− a las bravuconadas del actual inquilino de la Casa Blanca. Porque, de veras, más allá del ruido mediático de la prensa tarifada, los columnistas de Estado y los desplegados de los abajo firmantes (gobernadores, sindicatos charros, etcétera), nadie en su sano juicio puede creer que Peña Nieto y su alter ego, el secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, tengan el mínimo sentido de patria, de nación y de dignidad.
Para colmo de males, profundizando el desastre en que ha sumido a la política exterior de México el actual titular de la cancillería, asomó el provincianismo del secretario de Gobernación, Alfonso Navarrete, a quien no se le ocurrió nada mejor que llamar a consulta… ¡a un embajador extranjero! Y nada menos que a la embajadora de Estados Unidos, Roberta Jacobson. Ignora Navarrete que en diplomacia se conoce como llamada a consultas a la orden que se transmite a un jefe de misión por parte del ministro de Relaciones Exteriores del Estado que acredita, para que se presente con carácter de urgencia con objeto de advertir sobre un asunto determinado y recibir nuevas instrucciones. Videgaray podría convocar a Jacobson para, dependiendo del nivel de desaprobación que quiera dar el gobierno de Peña a los ataques de Trump, expresarle de manera verbal el malestar, la preocupación, la indignación o el extrañamiento, e incluso, si el agravio fuera mayor, entregarle una nota de protesta diplomática.
No obstante, la cuestión no deja de ser paradójica. Roberta Jacobson, una liberal que como muchos colegas del Departamento de Estado ha asumido una postura antitética a la de la Casa Blanca, había anunciado su dimisión a la embajada de Paseo de la Reforma el pasado 1º de marzo −la cual hará efectiva a principios de mayo−, precisamente, porque Trump y Peña decidieron llevar las relaciones bilaterales por conducto de los vínculos personales de Videgaray con el yerno del presidente de EU, el devaluado Jared Kushner, y no de los cauces institucionales. Es decir, Jacobson es una víctima de esa práctica, que, además, no ha funcionado.
Por esa vía, al margen de los principios de la diplomacia mexicana consagrados en la Constitución, con el mayor secretismo y una total discrecionalidad, desde su cancillería alterna en la calle Tenysson (Polanco), Videgaray ha hecho y deshecho a su antojo, degradando la política exterior a una propia de una república bananera, subordinándola (Víctor Flores Olea dixit) a los dictados de Washington. Ejemplos sobran: declaró persona no grata y expulsó al embajador de Corea del Norte sin ningún sostén jurídico, sólo para agradar a Trump; se convirtió en el operador oficioso de la Casa Blanca en la Organización de los Estados Americanos y el Grupo de Lima, en la guerra encubierta del Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia contra Venezuela; se abstuvo en la ONU en torno a la decisión estadunidense de reconocer a Jerusalén como capital de Israel; condenó el ataque con gas nervioso al ex espía Sergei Skripal, la fake new de Gran Bretaña endosada a Rusia.
Como destacó Dolia Estévez en “El otoño del virrey”, el comportamiento de Videgaray no tiene precedente: “México ha padecido cancilleres arrogantes, soberbios, inseguros, ineptos, grises, acomodaticios, ingenuos, pero ninguno había subordinado el interés nacional a los designios de un enemigo declarado de México”.
En ese contexto, en la coyuntura, y dado que la inflación del nacionalismo gubernamental −con sus llamados a la “unidad patriótica”− tuvo como disparador la militarización de la frontera norte por Trump, llamó la atención el silencio de los mandos de las fuerzas armadas, debido a que, tendencialmente, ello podría suponer una amenaza a la soberanía y la seguridad interior de México.
La utilización política consciente de amenazas militares irracionales como herramienta útil de negociación –o lo que Daniel Ellsberg, el hombre que filtró los Papeles del Pentágono llamó el uso político de la locura−, remite a la “teoría del loco” de Richard Nixon y Henry Kissinger, quienes, además, creían en la lógica de la escalada. Según Ellsberg, cualquier amenaza extrema sería más creíble si quien la profiere es percibido como no totalmente racional. Es el caso de Donald Trump en la Oficina Oval.
Atraído por el poder, ególatra, hedonista, autoritario, Trump se ha rodeado de un grupo de supremacistas y belicistas: John Bolton, asesor de Seguridad Nacional; Mike Pompeo, secretario de Estado; general John Kelly, racista pro confederación, halcón antinmigración y ex jefe de Seguridad Nacional y del Comando Sur, jefe de Gabinete, y James Perro loco Mattis, criminal de guerra en Irak, secretario de Defensa. Con ese elenco de ultraderechistas confesos es lógico suponer que se acentuará el programa beligerante, xenófobo y militarista de la administración Trump.
Mattis es el jefe de la generala Lori Robinson y del almirante Kurt Tidd, a cargo de los comandos Norte y Sur del Pentágono, respectivamente. Ambos han establecido estrechas relaciones exteriores militares con los secretarios de Defensa y Marina de México, Salvador Cienfuegos y Vidal Soberón. A 10 años de la Iniciativa Mérida, la subordinación de ambos mílites mexicanos a los planes del Pentágono es indiscutible. Incluida la militarización de la política migratoria mexicana bajo la dirección de Ardelio Vargas, como parte del trabajo sucio y servil a Washington. A su vez, la teoría del loco está vinculada a la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, cuya defensa hizo un grupo de generales y almirantes estadunidenses con el argumento de que es un “aspecto central” de la seguridad nacional de EU y sirve para garantizar que sus aliados continúen “dependiendo de nuestras determinaciones”.
¿Dignidad? ¿Patriotismo? Lo del título.