Macri deja una herencia catastrófica, con improvisaciones finales contrapuestas a su credo neoliberal. Inició un insólito default, que debería transformarse en suspensión y reordenamiento de todos los pagos. Otras alternativas de renegociación no permitirán recomponer el ingreso popular. El FMI comparte con el modelo económico y el gobierno la responsabilidad del colapso actual. Afronta, además, severos cuestionamientos que afectan su status de acreedor privilegiado. Para esclarecer cómo se financió la fuga de capital corresponde implementar una auditoría, que surgirá de la movilización popular. Esa presencia callejera es indispensable para recuperar lo perdido.
Macri no pudo traspasar la crisis al próximo presidente y dejará una economía en demolición. Se salvó de adelantar las elecciones y afrontar una rebelión popular semejante a Ecuador, pero llega desvanecido al final de su mandato.
El decaído presidente se despide con actos patéticos, promesas ridículas y una gestión despistada. Arrió sus últimas banderas neoliberales con la intervención de los precios, el cepo cambiario, la ley de abastecimiento y el inicio del default. Como implementa esas medidas con gran desgano, los resultados son nefastos. Pero la gran incógnita es el alcance de la bomba que transfiere. Nadie sabe si lo peor ya pasó.
Improvisaciones al por mayor
La fuga de capital desencadenó el desplome actual. La salida de fondos alcanzó el pico más elevado desde el 2003 y acumula 20.000 millones de dólares desde principio de año. Las reservas son rifadas al compás de la devaluación, entre días de furibundo remate y jornadas de simple goteo.
Los propios economistas ortodoxos reclamaron la introducción del control de cambios y Macri tiró la toalla. No pudo frenar la vertiginosa hemorragia de dólares y recurrió al denigrado cepo. Improvisó disfraces de esa regulación, pero se encamina a redoblar todas las restricciones cambiarias.
Ya se avecinan nuevas limitaciones a la compra de divisas (turismo, escrituras, pago de importaciones) y es probable el desdoblamiento del mercado, en un dólar turístico-financiero y otro comercial. El denominado “contado con liquidación” (que utilizan las empresas para comprar bonos en el país y venderlos afuera) es el anticipo de esa segmentación.
Los comunicadores se amoldan al nuevo escenario y archivan sus viejos latiguillos contra el cepo. Pero como el gobierno lo aplica en forma tardía y sin ninguna convicción, el control de la divisa naufraga en forma acelerada. Esa supervisión exige reglamentaciones e inspecciones, que fueron desarmados por los funcionarios de Cambiemos.
La misma ineficacia se verifica en la obtención de los dólares que retienen los exportadores. La obligación de liquidar esas divisas ha sido desoída por las cerealeras. Saben que el gobierno no quiere, ni puede forzarlas a entregar los dólares y esperan un pico superior de devaluación para ingresar los fondos. Observan atentamente la cotización del dólar blue y especulan con el mejor momento para vender.
El mayor peligro en ciernes es la reactivación de la corrida bancaria. Los pequeños depositantes comenzaron a retirar sus depósitos siguiendo la conducta de los grandes jugadores. La memoria del Plan Bonex (1989) y del corralito (2001) mantiene encendidas todas las alarmas de la clase media.
El gobierno respondió con la extensión del horario de atención de los bancos y la masiva importación de billetes estadounidenses. También explicó que la contraparte actual de los depósitos en dólares son préstamos en la misma moneda a los exportadores y reaseguros en el Banco Central. Pero como los decrecientes dólares de ese organismo están tironeados por múltiples demandas, aumentan las dificultades para satisfacer a los ahorristas.
Los bancos no sólo afrontan la continuada salida de depósitos. Han reemplazado su tradicional función crediticia por la especulación con bonos públicos de altísimo rendimiento. Por eso incubaron la bomba de las Lebacs, que terminó licuada con la última mega-devaluación. El destino de los papeles sustitutos (Leliqs) es más incierto. Si se agota el refinanciamiento del Banco Central podría irrumpir un canje compulsivo. Los bancos ya comenzaron a escaparse a otros títulos (pases), pero el círculo de su alocada bicicleta se está cerrando.
La tragedia social
La inflación que Macri prometió resolver de taquito se ha desbocado. Ya se aproxima al 60% anual y todavía falta el traslado a los precios minoristas de los efectos de la última devaluación. Los capitalistas remarcan a un ritmo desaforado, desconociendo los inconsistentes parches del gobierno. El régimen de “precios esenciales” y la reducción del IVA no han morigerado la carestía.
La credibilidad de los funcionarios que se despiden es tan reducida, como la efectividad de sus acciones. Los propios ministros olvidan los decretos que emitieron en la jornada anterior. El congelamiento por tres meses de las naftas sólo duró 33 días y el severo programa de emisión cero ha sido directamente abandonado.
El oficialismo ha perdido el manejo de todos los resortes de la economía. La caída del 2,7% del PBI en el 2019 afianzará un ciclo recesivo, que ha desvalorizado las empresas a un nivel comparable con el 2002. La cotización bursátil de las principales firmas se desplomó en un 80 por ciento y están regaladas para los grandes inversores del exterior. Habrá que ver si se consuma otra gran oleada de desnacionalización del aparato productivo.
Este gravísimo contexto económico ha provocado una tragedia social mayúscula. Las devaluaciones, los tarifazos y el castigo a los ingresos populares dispararon la pobreza al 35,4% y ese porcentual se aproximará al 40%, antes de fin año. En uno de los principales países exportadores de alimentos hay cinco millones de personas que no acceden a los consumos básicos. Basta recorrer los comedores comunitarios para corroborar esa nueva epidemia de inseguridad alimentaria.
La emergencia contra el hambre aprobada en el Congreso sólo redistribuye partidas de un presupuesto sub-ejecutado. En los hechos, incorpora una bajísima suma de dinero que no asegura leche, carne o almuerzos suficientes a millones de indigentes. El drama de este segmento es complementado por la pauperización de los trabajadores ocupados, que perdieron el 30% de su salario desde el 2015. Esta dantesca herencia de Macri puede incluso agravarse, si estallan nuevas convulsiones cambiarias, bancarias o inflacionarias, antes de la asunción del nuevo presidente.
Un default en expansión
La herencia más impactante de Macri es el nuevo default de la deuda. El gran fantasma que el gobierno utilizó para denigrar a la oposición y atemorizar a los electores ha sido finalmente corporizado por el propio oficialismo. Por ahora el impago es limitado, pero tiene altas chances de extenderse.
La prórroga forzosa de los vencimientos afecta a varios bonos de corto plazo. Son títulos internos que el gobierno no pudo saldar y prometió refinanciar con un plan que continúa elaborando. Hasta ahora, ni siquiera se sabe cuáles son los papeles incluidos en esa reestructuración.
Macri implementa el default más insólito de los ocho que arrastra la historia nacional. Con el “mejor equipo de los últimos cincuenta años” dejó de pagar una deuda emitida durante su propio mandato. Esa decisión involucra un pasivo en moneda nacional, que en muy pocos países dejan en el aire.
Los títulos impagos son habitualmente utilizados por las empresas para financiar su giro cotidiano. Esas firmas reemplazan ahora esos documentos por el encarecido crédito bancario o por el simple corte de la cadena de pagos. Esta adversidad agrava la depreciación de las compañías y el consiguiente desplome de la economía. Pero para encubrir el default, los publicistas oficiales encontraron un nuevo eufemismo: “reperfilamiento de la deuda”.
Con esa denominación llegó al Congreso una propuesta de canje de otra porción del pasivo de más largo plazo, emitido bajo jurisdicción argentina. Los tiburones de las finanzas (que siguen manejando el Ministerio de Hacienda) aspiran a repetir el recordado negociado que instrumentó Cavallo (“megacanje”). Pretenden inflar con mayores tasas una deuda que se encamina al default, para lucrar con futuros litigios de cobranza. Algunas versiones señalan a Caputo y a los grandes fondos (Templeton, BlackRock) o bancos (J.P. Morgan) en la trastienda de esta operación.
Los medios especializados sólo discrepan en la fecha o el alcance de un default más general. La tasa de riesgo-país confirma esas predicciones, ante la evidente ausencia de los dólares requeridos para saldar los compromisos. Atribuir este quebranto al entierro electoral sufrido por Macri en las PASO es otro despiste del periodismo cortesano. Ese resultado apenas agregó otra anécdota, al desmoronamiento financiero iniciado en abril del 2018. En ese momento se cortó el crédito y apareció la soga que el FMI ha enhebrado sobre el cuello de Argentina,
Macri batió todos los récords imaginables. Incremento de la deuda a un ritmo de 4 millones de dólares por hora, 90 millones por día, 3 mil millones por semana y 35 mil millones al año. Le deja a su sucesor vencimientos por 223.000 millones de dólares, equivalentes al 40% del producto, con un 77% de los intereses y el capital en moneda extranjera.
Esos pasivos asfixian con la misma intensidad a las provincias, que desde el 2016 multiplicaron su endeudamiento por seis. La carga ya explotó en Chubut, que tiene comprometido el 70 % de su recaudación con los acreedores y paga los sueldos en cuotas. El mismo drama se avecina en otras provincias.
Suspender y reordenar los pagos
El default de Macri comienza a modificar los lugares comunes que instaló Cambiemos. La inconmovible prioridad de pago a los acreedores ya empalidece frente a otras urgencias, como el hambre generado por el ajuste. También la cesación de pagos ha perdido su status de concepto prohibido. Muchos perciben la necesidad de transformar su caótica generalización, en una ordenada suspensión de las erogaciones. Ese manejo permitiría contener la devastación de la economía.
Un desahogo de la deuda es imprescindible para recomponer los ingresos y reactivar la producción. Sin ese respiro es dudoso el esperado rebote que sucede a la recesión. No alcanza con el superávit comercial o la elevada capacidad ociosa que generó la crisis. El torniquete continuará provocando un círculo vicioso de mayores recaídas, si los financistas cobran mientras Argentina languidece.
Las expectativas en una reactivación espontánea a partir de diciembre se basan en la analogía con el 2002. Pero conviene recordar que ese repunte se sostuvo en cinco años de total paréntesis en los pagos de la deuda. La misma suspensión es más necesaria en la coyuntura actual, frente a los severos límites que afronta la salida de la recesión.
A pesar del descomunal ajuste fiscal, Macri se irá con un desequilibrio primario muy alejado del excedente comprometido con el FMI. El déficit secundario es enorme por la acumulación de intereses (que ya degluten el 21,5 % de los recursos tributarios) y el agujero cuasi-fiscal creado por las Leliqis es directamente explosivo. En ese marco, la utilización del gasto público para “encender la economía” choca con las exigencias de recorte fiscal, que mantienen los financistas.
Es cierto que el sector externo exhibe nuevamente superávits significativos, al cabo de una tormentosa escalada de devaluaciones. Pero ese resultado obedece a la caída de las importaciones y a la significativa cosecha que sucedió a la sequía. Conviene registrar que el estancamiento de los precios internacionales, no augura escenarios auspicios para el comercio exterior.
Por otra parte, la inversión privada sigue aplastada por la altísima inflación, las astronómicas tasas de interés y la brutal contracción del mercado interno. Para reactivar el paralizado circuito fabril hay que neutralizar esas restricciones.
La recomposición del consumo debería ser el motor del repunte, luego de la impresionante la caída del poder adquisitivo. Pero esa resurrección no llegará, si la economía permanece sometida al encadenamiento de la deuda.
Alternativas de renegociación
Alberto Fernández ha subrayado la conveniencia de renegociar la deuda, en lugar de suspender su pago. Pretende encarar tratativas que incluyan la prórroga de los vencimientos y (o) una eventual quita del capital adeudado. En ambos planos se avizoran conversaciones muy duras.
De las distintas opciones en juego el futuro presidente ha ponderado el modelo uruguayo, que alargó pagos sin ninguna punición significativa del pasivo. Es la alternativa predilecta de los fondos de inversión, que ocultan el severo ajuste requerido para implementarlo. También omiten que el volumen de los bonos uruguayos era muy pequeño, en comparación a la montaña de obligaciones que afronta Argentina.
Quiénes observan con mayor realismo el futuro de la actual hipoteca destacan la alta probabilidad de una quita. En las últimas 10 reestructuraciones internacionales de pasivos se registraron 6 reducciones de ese tipo (Argentina, Iraq, Ecuador, Costa de Marfil, Grecia y Ucrania). El promedio del recorte fue 40%, en las 187 recomposiciones de deudas nacionales concretadas desde 1970.
El caso más reciente de Ucrania (2015) se ubicó por debajo de esa media y la reducción efectiva de Grecia es motivo de controversia. Lo que todos conocen de ese país es la interminable pesadilla de ajustes que soporta su pueblo.
La mayor quita reciente se registró en Argentina en 2002-2007. Es el antecedente que Alberto propone evitar. Argumenta que el país no puede repetir -en tan corto plazo- un recorte tan drástico. Pero olvida que con la misma brevedad se consumó otro escandaloso endeudamiento.
La gran novedad de la próxima renegociación será el lugar del FMI, como acreedor principal del pasivo. Ese organismo nunca estuvo tan involucrado en esa condición. Desembolsó en un brevísimo plazo 45 mil millones de dólares y convirtió súbitamente a la Argentina en su gran prestatario. El único propósito de esa monumental concesión de dinero fue el financiamiento de la fracasada reelección de Macri que demandó Trump.
El FMI se encuentra actualmente muy dividido y aumentan los pases de facturas, para dirimir quién cargará con la culpa de semejante aventura. La prioridad del organismo es cobrar y por eso alienta la aplicación de una quita a los acreedores privados. Esa llamativa violación de sus normas está dictada por las necesidades de cobro. Por eso exige un recorte de los pagos al resto.
El Fondo busca evitar un default en carne propia, que afectaría a la institución rectora de todas refinanciaciones mundiales. Además, sus directivos perciben que la crisis argentina puede generar impactos globales. Si afecta directamente al propio Fondo desencadenaría nuevas turbulencias en los mercados.
Por el momento el FMI tantea el terreno y despliega un doble juego. Por un lado, mantuvo el bloqueo a la concreción de la última cuota de su mega-crédito (5400 millones de dólares). Los favores de último momento de Macri fueron insuficientes. No bastó el decreto autorizando la peligrosa importación de desechos reciclados. El enojo de FMI con su fracasado títere del Cono Sur persiste, a pesar de la conversión de Argentina en un basural de Estados Unidos.
Pero el Fondo autorizó, al mismo tiempo, el uso de otros 7000 millones de dólares (que Banco Central mantenía como reserva intocable), para abrir una puerta de negociación con Fernández. Ese guiño evita la inmediata ampliación del default a otros bonos.
El FMI necesita disimular sus flaquezas para preservar la imagen de organismo todopoderoso, ante el agujero generado por la insolvencia de su último cliente. Como en toda gran deuda, el problema ya se localiza en la contabilidad del acreedor. La cuantía del pasivo no es tan importante como su impacto. El caso argentino tiende a renovar en varias latitudes, la crítica generalizada al comportamiento saqueador de los organismos financieros internacionales.
Auditoria para conocer los responsables
El esquema económico, el gobierno de Macri y el FMI comparten la responsabilidad del dramático escenario actual. La incidencia del modelo salta a la vista y repite el nefasto desemboque de todos los experimentos neoliberales. Ese derrumbe no fue un propósito deliberado del oficialismo, para disciplinar a la población y enriquecer a sus socios. Macri no quería inmolarse, ni terminar enemistado con los grandes capitalistas. Lo sucedido tiene una explicación más sencilla. Cambiemos repitió la misma secuencia de todos sus antecesores derechistas.
El gobierno intenta diluir esa culpabilidad directa con despechadas críticas a todos los argentinos (“somos irresponsables”). Acusa al conjunto de la sociedad (“no nos acompañó”) y retrotrae los males a la historia nacional (“siempre endeudados”). Pero ninguno de esos pretextos disuelve la responsabilidad de los funcionarios que estamparon su firma en la concreción de la hipoteca.
Esos individuos deben responder por obligaciones concertadas con infinitas irregularidades. Desde el momento que la deuda no pasó por el Congreso, su legalidad es altamente cuestionable. Fue consumada a través simples e incongruentes decretos. La ilegitimidad de esa operación es resaltada por varios movimientos y personalidades, que demandan la publicidad de todos los términos del acuerdo con el FMI. Ese conocimiento permitiría promover su nulidad.
La responsabilidad del Fondo es obvia. El organismo violó su propia carta orgánica al conceder un préstamo enorme (que renovó varias veces), sin considerar los incumplimientos del deudor. Más grave fue el aval otorgado a la fuga de capitales, que está explícitamente penalizado en este tipo de créditos.
El FMI argumenta que socorrió a un demandante de auxilio, pero oculta que lo hizo por reclamo de Trump para sostener a Macri. Olvida, además, que prometió actuar con sensibilidad social y ha dejado una terrible secuela de indigencia.
La deuda con el FMI es una estafa mayúscula. Todo el país asume un compromiso por un dinero que se esfumó en forma vertiginosa. Ni un sólo dólar de los 50.000 millones aportados se tradujo en inversiones. Esos recursos fueron capturados por grupos financieros que consumaron el mayor fraude de la historia reciente. Ellos deben afrontar las consecuencias de esa apropiación. Es la deuda de un puñado de millonarios y no la obligación de todos los argentinos.
La fuga de capitales se consumó en esta ocasión a la vista de toda la ciudadanía. Involucra especialmente los 80 mil millones de dólares expatriados en los últimos cuatro años. Como existen datos muy precisos de esas transferencias, una rápida auditoría identificaría a los beneficiarios de esa operación. Antes de discutir cuánto y cómo se paga de la deuda hay que esclarecer quién se apropió de ese dinero.
Las experiencias de auditorías de Grecia y Ecuador podrían servir de modelos a la investigación de Argentina. No es necesario remontarse al pasado dictatorial, ni lidiar con la documentación perdida. Hay que poner la lupa en funcionarios como Caputo, que emitieron insólitos bonos a 100 años e hicieron negocios para sus propias consultoras.
La inmediata repatriación de todo el patrimonio del alto funcionariado de Cambiemos constituiría un simbólico inicio del nuevo tratamiento de la deuda. También correspondería investigar cómo fue devastado el Fondo de Garantía las jubilaciones, que Macri recibió con 67.000 millones de dólares y devuelve con menos de 22.000 millones.
Hay múltiples instrumentos para concretar una auditoría expeditiva. El blanqueo de capitales ofrece una base de datos para entrecruzar información. Ese operativo transparentó 116.800 millones de dólares de los 300.000 millones afincados en el exterior.
La auditoría es también una necesidad política, para cualquier gobierno que pretenda legitimar su gestión. Es imprescindible conocer lo ocurrido con la deuda. Esa clarificación sería el punto de partida de un verdadero “nunca más” (como sucedió con la CONADEP). Introduciría un quiebre definitivo en el fraude recurrente que padece la Argentina.
¿Reconstruir desmovilizando?
Alberto Fernández soslaya la ilegitimidad de la deuda y sugiere “cerrar la grieta” con un borrón y cuenta nueva. Pero su mensaje de reconstruir el país “entre todos” (y sin que nadie pague) carece de realismo. No hay forma de recomponer la economía, si se consagra la impunidad de los vaciadores del país. La ilusión de reconstruir Argentina con sus destructores será aprovechada por la derecha para rehacer sus filas. Utilizará el desahogo para preparar otro retorno.
Alberto espera afrontar un escenario parecido al imperante durante la gestión de Néstor Kirchner. Supone que la reactivación del consumo y la producción sucederán al Pacto Social y estima que los empresarios relegarán su rentabilidad, para facilitar el rebote de la economía. Pero olvida que los capitalistas siempre responden con el bolsillo a esos mensajes del corazón. Desconoce, además, que ese idílico contexto puede quedar diluido, si se repite el turbulento escenario que por ejemplo afrontó Menen al comienzo de su mandato. En esa ocasión una crisis irresuelta tardó dos años en tocar fondo.
En la campaña electoral Alberto transmite a cada público lo que quiere escuchar. Por un lado sugiere mensajes progresistas de mejora salarial, recuperación de los ingresos, penalización de los banqueros, impuestos al patrimonio y planes de tarjeta alimenticia.
Al establishment le habla con otro lenguaje de garantía a los negocios. Los trascendidos sobre la explotación de Vaca Muerta con fideicomisos externos son la contracara del modelo boliviano de captura estatal de la renta. Los candidatos a ocupar el Ministerio de Economía son más descarnados. Ponderan el dólar competitivo y demandan posponer la redistribución de los ingresos.
Lo más preocupante es la inmediata cogestión de una transición que avale la inflación galopante. Esa carestía podría consumar el “trabajo sucio” que inicio la última mega-devaluación. Presentar esa agresión como un dato ajeno (“gobierna Macri”) es tan engañoso, como exigir que “se cuiden los dólares de las reservas”, omitiendo las consecuencias devaluatorias de ese mensaje.
Alberto promete un alivio que llegaría con las calles vacías, a través de las urnas. Como enfatiza esa conveniencia de la desmovilización popular, convocó al abandono de las manifestaciones sociales y al levantamiento del paro aeronáutico. Sus voceros afirman que es un llamado transitorio para engrosar la base electoral. Pero preparan un mensaje parecido para los próximos meses, que objetará los reclamos activos a un gobierno recién llegado.
En ese terreno de la movilización se juega la posibilidad de recomponer el ingreso popular. Sin lucha social, triunfos por abajo y cambios de las relaciones de fuerza, no habrá mejoras significativos para el grueso de la población. Conviene recordar que las conquistas logradas durante el Kirchnerismo fueron un eco tardío de la rebelión del 2001. Cualquier pulseada con el FMI, sin el pueblo en la calle será una batalla perdida.
La gravitación de la movilización se verificó nítidamente en las últimas semanas. Las marchas y los acampes de los movimientos sociales impusieron la acelerada sanción la ley de emergencia alimentaria, con el evidente propósito de descomprimir la calle. No se obtuvo todo lo pedido (reapertura de los planes a los nuevos desocupados y aumento de la AUH), pero la agenda giró hacia la problemática del hambre.
El gran nivel de organización de los movimientos sociales constituye una diferencia con 1989 y el 2001 que atemoriza a las clases dominantes. Esa fortaleza abre caminos para imponer las demandas populares. Lo mismo ocurre con el reforzado movimiento sindical, si emerge del letargo impuesto por la dirigencia. La acción directa define el futuro del país. Es la gran disyuntiva en curso. Ocupar la calle para recuperar conquistas o aceptar la desmovilización y resignar lo perdido.
Claudio Katz
Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz