Todavía niño, aquel indio, movido por el afán de superación, abandonó el terruño y marchó a la ciudad. Allí aprendió el español, se adueñó de los latines y de las lenguas modernas y entró en el complejo universo del Derecho, animado por la búsqueda de principios de justicia. Desde su legendario coche, Benito Juárez afrontó la anacrónica invasión francesa promovida por Napoleón III —Napoleón el pequeño, según Víctor Hugo—, destinada a imponer en el Gobierno de México a Maximiliano de Austria, fusilado en Querétaro.
Para México y la América Latina toda, Juárez planteó, como noción fundamental para la convivencia entre las naciones, la indispensable necesidad del respeto mutuo, vale decir, de la no injerencia en los asuntos internos de otros países, concepto que salvo breves parpadeos, ha presidido la política exterior de su país, refugio seguro para los exiliados de todas partes, de ejemplar conducta con las víctimas de la guerra de España y con los condenados por el macartismo en Estados Unidos.
Por su estatura cívica, Benito Juárez ha sido nombrado Benemérito de las Américas. La evocación del prócer mexicano es oportuna en los días que corren, cuando con ritmo vertiginoso, principios y aspiraciones humanas se subvierten y se asume de manera natural el intervencionismo más desembozado en el terreno de la política internacional.
En el siglo XX, dos guerras mundiales produjeron verdaderos holocaustos. Picasso, que había condenado con su Guernica el bombardeo de una población civil inerme, diseñó luego su paloma de la paz, símbolo de una aspiración universal. Al término de la primera gran conflagración, la fracasada Liga de las Naciones intentó interponer la negociación al uso de las armas. A través de los tiempos, se habían establecido regulaciones con vistas a formular reglas de juego respecto a las relaciones internacionales. Nada se hizo, sin embargo, para contener la arrogante expansión de la Alemania nazi hacia sus territorios vecinos. En nombre de la supremacía aria, el racismo se institucionalizó. El sentimiento nacional devino agresivo chovinismo. Territorios devastados acompañaron el sadismo de las cámaras de gas y los campos de concentración. El diario de Ana Frank, una niña refugiada con los suyos en el sótano de la casa hasta caer en manos de sus victimarios, estremeció a millones de lectores. En vísperas de la rendición del eje conformado por Alemania, Italia y Japón, Hiroshima y Nagasaki anunciaban la terrible amenaza latente para el porvenir del planeta.
La compleja arquitectura de la ONU aspiraba a procurar un espacio para la negociación, compartido por las grandes potencias y los países emergentes. Se proponía auspiciar la ciencia, la educación y la cultura y ofrecer plataformas para el desarrollo de los más desfavorecidos. No se ha desencadenado otra conflagración mundial, aunque los enfrentamientos localizados en puntos estratégicos no han cesado y la gran industria sigue fabricando un armamento cada vez más sofisticado.
So pretexto de la Guerra Fría, el imperio multiplicó bases militares en todos los continentes. Tanta es la carga de dinamita en un precario equilibrio del mundo que una chispa puede producir un estallido atroz. Ayer colonias habitadas por culturas mestizas, las tierras de los países subdesarrollados guardan minerales y reservas acuíferas de importancia estratégica. El despojo se cierne otra vez sobre ellas, el discurso hegemónico legitima el intervencionismo con el propósito de afianzar un nuevo orden mundial. En los últimos años el costo humano ha sido enorme. A los que perecen en las acciones bélicas se añaden los emigrantes desaparecidos en los cementerios marinos. Los supervivientes de estas oleadas se convierten en marginados. Rechazados, su presencia alienta la xenofobia en los países ricos, donde las políticas de ajuste reducen los beneficios antes promovidos por el Estado de bienestar.
Haber vivido un largo tramo, siempre al tanto del acontecer dentro y fuera de la Isla, regala una perspectiva del devenir de las fuerzas contrapuestas que van haciendo la historia. Después de los horrores padecidos en la Segunda Guerra Mundial, todo indicaba que se había llegado al reclamo generalizado de un nunca más. Aparejado al proceso de descolonización, los especialistas reconocían el valor intrínseco de cada cultura y arrojaban al desván de lo inservible la antigua oposición entre civilización y barbarie, justificativa de las aventuras de la conquista y de la opresión de los portadores de una memoria y de un diferente color de piel. Sin embargo, al amparo del poder financiero, el pensamiento de derecha se fue recomponiendo. La expresión más burda y ominosa se manifiesta en el discursar del Presidente de Estados Unidos, dirigido a apelar a los más oscuros sentimientos atávicos subsistentes en su nación. El Destino Manifiesto se proyecta con alcance planetario. Justifica el intervencionismo y la imposición de un modelo de dominación. Nosotros, los latinoamericanos, tenemos una tradición de pensamiento que merece rescate. En las circunstancias actuales, es fuente de una propuesta emancipatoria basada en la paz y en el respeto mutuo. Constituye un espacio de convergencia para la humanidad toda en su lucha por su bienestar y por la resistencia frente a la acelerada depredación de los recursos de la Tierra.
Fuente: Juventud Rebelde