En su Historia del Siglo XX, el historiador marxista británico Eric J. Hobsbawm (1917-2012) sostiene que este “corto” siglo (no coincide con el cronológico) se inició con la Revolución Rusa de 1917, esencialmente porque se abrió la posibilidad de un nuevo sistema, distinto al capitalismo. Siguiendo su concepto, podría decirse que para América Latina el siglo XX-histórico se inició con la revolución mexicana de 1910 y particularmente con su Constitución del año 1917, porque esos procesos marcaron el lento camino de superación del régimen oligárquico, comenzó la cuestión social y despegó definitivamente el capitalismo, aunque a distintos ritmos entre los países.
En ese siglo se ubica la “crisis de los años 30”, estudiada ampliamente en la pionera obra The Great Crash 1929 (1954) del economista norteamericano John K. Galbraith (1908-2006). Para él, la crisis se originó en cinco factores: 1. La pésima distribución de la renta: el 5% de la población, con rentas más altas, concentraba una tercera parte de la renta nacional (“el rico no puede comprar grandes cantidades de pan”); 2. Muy deficiente estructura de las sociedades anónimas: creación de holdings y trusts, dedicados a la especulación e interesados en acrecentar rentabilidades; 3. Pésima estructura bancaria: de modo que la quiebra de un banco arrastró a otros; 4. Dudosa situación de la balanza de pagos; 5. Míseros conocimientos de la economía de la época: los empresarios, asesores y economistas del presidente Herbert Hoover (1929-1933) contribuyeron a agravar los problemas, porque se manejaban con dogmas sobre reducción de impuestos, salarios, ajustes presupuestarios, condiciones de mercado, renunciando a políticas económicas de Estado.
Las crisis en varios países de América Latina venían de antes. Exportadores primarios, con algún producto base, sus economías tuvieron serias dificultades cuando la I Guerra Mundial (1914-1918) cerró los mercados europeos. El giro hacia los EEUU fue renovador; pero el “gran crash” sorprendió a la región en condiciones débiles y contribuyó al derrumbe de sus propias economías, que dependían tanto de productos importados como de la demanda externa. Cayeron café, azúcar, algodón, cereales, salitre, petróleo, arrastrando a todos aquellos países que obtenían sus mayores recursos de las exportaciones. El cacao ecuatoriano había entrado en crisis desde 1920 y ella se prolongó tres décadas. Pero si en los mismos EEUU había “míseros conocimientos” de la economía, en prácticamente toda Latinoamérica las soluciones procuraron movilizar las fórmulas tradicionales, manteniendo reprimidos los salarios de quienes lo ganaban, pues hay que recordar que la mayor parte de la población de los países latinoamericanos era rural, con campesinos e indígenas todavía sujetos a diversas formas de servidumbre. Eran soluciones oligárquicas, ni siquiera “capitalistas”.
El cambio, para los EEUU, la solución vino con el presidente Franklin D. Roosevelt (1933-1945), quien fue el primero en abandonar los dogmas del mercado libre y del empresariado inversionista, e imponer la acción directa del Estado, con el programa que pasaría a denominarse “New Deal”: más impuestos, políticas públicas, inversiones, control de emisiones, direccionamiento de créditos, fijación de tasas de interés, regulaciones sobre empresas; junto a políticas como la seguridad social, pensiones jubilares, subsidios para desocupados, incremento de salarios, prohibición de despido de trabajadores, recursos estatales para movilizar el trabajo. Fueron acciones de gobierno tildadas de “comunistas” por los ortodoxos y de “deplume a los ricos”, por parte de los gerentes de las corporaciones. Pero la crisis cedió, los EEUU iniciaron la construcción de una economía social y Roosevelt fue reelecto por tres ocasiones más, hasta su muerte, en 1945.
Sin embargo, hay un rasgo poco conocido sobre estas políticas, destacado por Mario Rapoport y Florencia Medici, en su interesante artículo “Corazones de Izquierda, Bolsillos de Derecha: El New Deal, el Origen del FMI y el fin de la Gran Alianza en la Posguerra”: Roosevelt fue pionero en consultar con académicos y profesores universitarios, pero solo escogiendo a los de línea progresista y marginando a los ortodoxos. Formó así un primer “Brain Trust” integrado por Raymond Moley, Rexford Guy Tugwell, y Adolf A. Berle Jr., todos profesores de la Universidad de Columbia, a quienes se unirían, más tarde, Henry A. Wallace, Jacob Viner (Universidad de Chicago) e incluso Harry Dexter White, Lauchlin Curri, Henry Morgenthau Jr. y Cordell Hull.
Entre ellos había posiciones críticas a los empresarios por sus conductas especulativas, cuestionamientos al dogma de que el interés individual capitalista provoca crecimiento y bienestar social, desconfiaban de las soluciones monetaristas; Wallace no ocultó sus simpatías por la URSS; Currie y White eran vistos con sospechosa actitud hacia el comunismo. En 1944 White fue, junto a John M. Keynes, un promotor de la creación del Fondo Monetario Internacional (FMI), bajo la idea de implantar un “New Deal” mundial. Después de la II Guerra Mundial (1939-1945) Keynes pasó a influir en forma determinante sobre el pensamiento económico, que dio continuidad a la línea del fortalecimiento de las capacidades de la demanda, con actuación reguladora de los Estados.
La crisis de los años 30 no tuvo iguales soluciones en América Latina. Un país como Ecuador, inauguró con la Revolución Juliana (1925-1931) una serie de políticas coincidentes, en mucho, con el New Deal y anticipándose a él. Eran medidas necesarias para liquidar el régimen oligárquico y el dominio de la “plutocracia”; pero instituciones como el Banco Central, que también fue creado en Brasil, Bolivia, Chile y Colombia, requirieron la influyente presencia de la Misión Kemmerer, la cual tuvo el propósito de generalizar, en América Latina, el mismo esquema de la Reserva Federal norteamericana.
En Brasil, la política “populista” de Getulio Vargas (1930-1945 y 1951-1954), la de Lázaro Cárdenas en México (1934-1940) o la de Juan Domingo Perón en Argentina (1946-1955 y 1973-1974), bien pueden ser comparadas con las del New Deal de Roosevelt, pero tuvieron sus propios fundamentos en las necesidades antioligárquicas, la industrialización capitalista, el nacionalismo y la atención favorable a la creciente “cuestión social”.
De aquella época, cuando se produjo la primera crisis mundial de la era imperialista, hasta el presente hay, sin duda, una distancia histórica que se acerca a un siglo. Pero la inédita crisis actual, provocada por la pandemia del coronavirus, ha arrasado, nuevamente, con los dogmas del mercado libre, la empresa privada desregulada y el retiro del Estado.
En Europa se argumenta a favor de recuperar los “Estados de bienestar”; en los EEUU, muy tibiamente y a regañadientes, se logra entender el papel de los Estados por encima de las grandes empresas y se vuelve a hablar sobre la necesidad de otro “New Deal”, en lo que ha persistido el senador demócrata y excandidato presidencial Bernie Sanders. En América Latina, son precisamente las respuestas neoliberales, que han sido convertidas en políticas de Estado por gobiernos conservadores, las que han quedado destruidas.
Como en los años treinta, la pandemia mundial del presente renueva una lección histórica: ya no es posible acudir a los políticos tradicionales ni a los criterios de banqueros, inversionistas o empresarios interesados en el rendimiento exclusivo de sus negocios, y mucho menos a los economistas neoliberales. En América Latina se volvió urgente diseñar una nueva economía social y equitativa, que apunte a redistribuir la riqueza, fortalecer al Estado y sus servicios, contar con los ciudadanos, afectar a las elites, y crear un sistema de solidaridad latinoamericana e internacional, basada en el bien humano común.
Fuente: Blog del autor