Una foto, tomada al azar, me interpela. No era la que buscaba, pero me obliga a replantear la crónica del día. Unos brigadistas, en un cambio de turno, permanecen absortos frente a la pequeña pantalla del celular. Hablan, sí, pero no entre ellos: del otro lado del Océano, o del ciberespacio, hay siempre un rostro que asoma, que da sentido a la espera, al riesgo de luchar por la vida. Solo los iniciados perciben la intensidad de la escena. A veces, de madrugada –cuando en Cuba apenas comienza la noche– se escuchan voces en el pasillo. Entran a los cuartos, de puntillas, los seres queridos, e inician largas conversaciones.
Me adentro en las fotos de aquella otra vida congelada: el doctor camagüeyano Manuel Emilio López Cifontes sonríe con su esposa y su hijo, en un restaurante cualquiera, las cervezas a medio tomar; el epidemiólogo Adrián Benítez pasea en Holguín con su esposa, mientras el niño, en brazos del padre, señala hacia algún lugar, más allá de la cámara y del tiempo; el doctor Julio celebra en Cienfuegos el cumpleaños de su madre, junto a la esposa y al hijo; el santiaguero Jaime Zayas Monteagut aparece también con su esposa, en una foto recortada sobre un fondo verde de flores… La pandemia ha detenido el tiempo.
Los médicos y enfermeros reparan sueños ajenos, pero construyen de esa manera los nuestros, los de todos, que son también los suyos. Han venido a descongelar vidas, y las suyas, aparentemente inmóviles, se llenan de una extraña, indescifrable gloria. Cuando parece que la vida impone el recogimiento a lo más íntimo, y premia afectos y aspiraciones que no rebasan las paredes del hogar; aparecen estos cuerdos locos dispuestos a pelear por la vida de los demás a riesgo de la propia.
Entonces, toda Cuba aplaude. Y un sentimiento de orgullo se cuela en cada hogar, provisoriamente abandonado, y atenúa el dolor de la partida. Entre el choteo y la solemnidad, los cubanos buscamos el equilibrio. Si alguien nos llama héroes, lo escudriñamos con sospecha; pero los ojos de nuestros médicos (y de sus esposas/os, y madres e hijos) brillan cuando el vecindario aplaude. No habrá nunca mayor premio, en una sociedad como la nuestra, que ese aplauso. Mientras esto se repita, Cuba estará a salvo.