Cuando irrumpió el Covid-19, hacía ya un tiempo que el mundo estaba sumergido en la posverdad y las noticias falsas (fake news). La desinformación (la contaminación de la información con contenidos falsos que aparecen como verdaderos y son fabricados para manipular las emociones e impactar en la opinión pública de manera intencional, deliberada y planificada) no es, tampoco, un invento de Donald Trump y la banda de gánsters sociópatas (Noam Chomsky dixit) que le rodea en la Casa Blanca. Lo que ocurrió, con Trump, en plena era digital, fue una proliferación de noticias tóxicas, xenófobas y supremacistas, con sus discursos de odio, bots e hipótesis conspiracionistas, desplegada por la maquinaria mediática de su administración con fines electorales.

En la coyuntura del Covid-19, la epidemia de fake news y posverdades ha sido definida por la Organización Mundial de la Salud –responsable del virtual estado de sitio global− como infodemia. Es decir, una pandemia de info-falsedades. En el contexto de la mayor crisis de la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial, la administración Trump no ha cejado en sus intentos por derrocar al presidente constitucional y legítimo de Venezuela, Nicolás Maduro. Sólo que en el caso de Venezuela, la pandemia de informaciones falsas ha tenido un desarrollo continuado desde la llegada de Hugo Chávez al gobierno en 1999, y ha sido impulsada por cuatro sucesivos inquilinos de la Oficina Oval: William Clinton, George W. Bush, Barack Obama y Donald Trump. Con dos objetivos básicos: el petróleo y ahogar en la cuna cualquier intento de desarrollo alternativo en el tradicional patio trasero del imperio.

Desde entonces, también, ha habido una instrumentalización de la situación de los derechos humanos en Venezuela, que, con base en el laboratorio de la ex Yugoslavia, EU y sus socios de la OTAN han buscado solucionar mediante intervenciones humanitarias. A ese juego se ha plegado, a últimas fechas, la alta comisionada de los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet. Un informe descontextualizado de la organización mundial, de julio de 2019, dio una imagen distorsionada de la real situación humanitaria en Venezuela, y en lugar de esforzarse en evitar el uso instrumentalizado de esos derechos, terminó prácticamente justificando el uso de sanciones económicas, bloqueos y medidas coercitivas por parte de EU, y peor aún, una eventual intervención armada.

Asimismo, la alta comisionada Bachelet, a partir de su propia experiencia en Chile en 1970-73, debió tomar en cuenta las nuevas situaciones generadas por las llamadas guerras no convencionales, en cuyo marco EU ha venido aplicando medidas coercitivas unilaterales que no sólo impiden el disfrute y ejercicio pleno de los derechos humanos en Venezuela, sino limitan de manera sustancial la capacidad del Estado para cumplir con la obligación de garantizarlos y protegerlos. La injerencia en asuntos internos no sólo viola el principio de no intervención, sino también el de la autodeterminación de los pueblos.

Paradójicamente, se trata de los mismos derechos humanos que son invocados para justificar bloqueos económicos de corte imperialista –como el que padece Cuba desde 1962−, que imponen medidas que asfixian a la población y constituyen verdaderos crímenes de lesa humanidad. Es evidente que el único propósito de esas acciones es imponer un dominio político, ideológico y económico y/o la apropiación de recursos geoestratégicos (el petróleo en el caso venezolano), que han dejado verdaderas catástrofes humanitarias. Además, los estados víctimas de ese flagelo experimentan la ruptura del tejido social, la radicalización de las posiciones en los espacios políticos y la asunción de políticas defensivas de sus gobiernos, en detrimento de la calidad de vida de su pueblo.

¿Cómo será el orbe cuando termine la pandemia? La hiperglobalización neoliberal parece herida de gravedad y la pérdida de liderazgo de EU podría abrir un peligroso vacío de poder. No obstante, en la emergencia, cabe recordar que mientras el país que arrojó dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki; que lanzó napalm en Vietnam; que creó a los escuadrones de la muerte en Centro y Sudamérica; que creó a la contra nicaragüense y minó el puerto de Corinto durante el primer gobierno sandinista; que erigió a Bin Laden como luchador de la libertad en Afganistán en los años 80; que con la mentira de las armas de destrucción masiva provocó más de un millón de muertes en Irak; que alentó al terrorismo de ISIS para desestabilizar Siria y todo Medio Oriente; que fabricó a Juan Guaidó y quiere utilizar a la OEA y al TIAR para intervenir en Venezuela después de probar todas las formas de la guerra no convencional, incluido el terrorismo mediático, la guerra de cuarta generación y la guerra híbrida; que cuando los genocidas de Washington tratan de sacar partido de la tragedia del Covid-19 promoviendo un gobierno de transición, la diplomacia de paz venezolana, de diálogo, de no intervención, de solución pacífica de las controversias, ha venido librando en la ONU una dura batalla en favor del multilateralismo. En tan aciagas circunstancias, la diplomacia de Venezuela ha sido un ejemplo de la defensa irrestricta de los principios rectores de la organización mundial y de la dignidad de todo un pueblo en resistencia.

Por REDH-Cuba

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