2 de junio

Mientras espero, a unos pasos de la residencia, a que bajen mis compañeros habituales para el desayuno, descubro sorprendido en la acera las líneas bien trazadas de un “pon”, el juego infantil, hechas con una improvisada tiza de cal. La hija del dueño de la cafetería de los bajos estuvo ayer jugando, me dicen al llegar mis amigos. Vamos hoy a la casa de una anciana diabética de 83 años que la semana pasada recibió el alta de covid en nuestro hospital. Mateo dice que la zona es cara, por su ubicación. Pero su apartamento es pequeño, una sala con sofá cama donde alguien puede dormir, un baño en el corto pasillo, una habitación amplia, y un comedor-cocina que termina en un balcón que da hacia la parte de atrás del edificio. Vive con su esposo. El doctor Maurio González Hernández la ausculta, le toma la presión, la interroga. Responden y se rectifican, indistintamente. La pareja pregunta por los medicamentos, pero Maurio insiste: la principal medicina es la dieta, y se interesa por lo que ingiere cada día. El esposo enumera: en el desayuno café y pan tostado; en el almuerzo, 60-70 gramos de pastas y frutas; en la comida, un bistec pequeño y verduras. Maurio indica comer frutas en las meriendas; una a las diez de la mañana y otra a las cuatro de la tarde. Después explica, con mucha paciencia, cómo tomar o inyectar los medicamentos. Le piden que se haga ella misma una glicemia capilar y la orientan en el proceso. Miden el resultado: normal. Yo recorro con la vista el apartamento. Dicen que nadie conoce un país hasta que ha entrado a los hogares de sus ciudadanos. Tampoco se trata, desde luego, de que al entrar a uno, así de polizón, ya lo conozca. El de estos ancianos es muy humilde. Las fotos familiares se han colocado en cuadros improvisados. No hay más adornos. El televisor, pequeño, es de los años ochenta. Hay una foto de la boda, en blanco y negro. “Nos casamos en 1961”, especifica él. Un solo cuadro contiene tres fotos pequeñas de la misma persona: en la primera aparece montado a caballo, en otra, vestido con el uniforme del servicio militar, y en la última, con un niño. “Es nuestro hijo y nuestro nieto”, aclara lo que parecía evidente. Ya casi nos vamos, y ella recuerda que estuvo 56 días en el hospital sin ver a su esposo. “El médico cubano fue muy cálido, fui muy bien atendida desde el punto de vista humano y del profesional. Me sentí muy cuidada por él, y quiero agradecerlo”. La anciana no reconoce el rostro del doctor Maurio ahora recubierto solo por el nasobuco, porque siempre lo vio en la zona roja “disfrazado” con el traje especial. El doctor Julio le dice: “él fue su médico, el que la atendió allí”. Pero sonríe incrédula.

Salimos a la calle. Algunas señoras del barrio nos miran pasar. Mateo les dice, son cubanos, de la brigada médica. Una de ellas, que acaba de salir de su tiendita de flores, afirma muy segura: “un amigo mío se casó con una cubana, y vive en Cuba, pero quiere regresar, están pasando hambre”. Enseguida pregunta: “¿Cuándo acabará esto del virus?”. El doctor Julio responde, naturalmente, como médico: “Es importante que entienda que aun cuando termine el confinamiento en los hogares, las personas deben mantener el distanciamiento social”. La señora, de repente, empieza a llorar. Quedamos desconcertados. “No tengo clientes. Nadie viene a comprarme”, dice entre sollozos, “ya no me queda dinero”. El Gobierno ofrece una ayuda de 600 euros, pero ella no clasifica, porque tiene la pensión de su esposo fallecido, que es menor. “No tengo nada que festejar hoy”, concluye con rabia. Entonces caigo en la cuenta de que hoy, precisamente, es el Día de la República italiana.

Por REDH-Cuba

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