Marchamos hacia el amanecer de la armonía. Nadie podrá decir
que es una flecha oscura nuestro nombre. Con las luces
apagadas, y teniendo como lumbre los ojos acerados
de la aurora, salimos una madrugada de noviembre hacia la Isla.

La historia dice ahora que había mal tiempo
bajo el cielo de los navegantes. Que la lluvia
caía pertinaz sobre los hombres. Y los vientos del Caribe
no sólo presagiaban el constante peligro del naufragio
sino que los vómitos, las fatigas y los imborrables ataques de asma
arañaban nuestro corazón mientras oteábamos la sal del horizonte.

Nadie podrá decir que es una flecha oscura nuestro nombre.

En aquel yate de color blanco, remontando
un mar de azafrán y vieja cristalería, sentíamos
cómo las olas de la incertidumbre nos herían
de igual manera que nuestro deseo de acabar con el pasado.

Y al momento de registrar nuestro desembarco en las aguas
fangosas de Las Coloradas, con la misma alegría
de los niños que miran el porvenir con los ojos
de Abel, de Frank y de aquel peruanito cuyo nombre
nunca más supimos  y cuya imagen siempre atamos a la de Juan
Pablo, a su sonrisa insepulta, descubrimos
que detrás de cada acto nuestro resplandecía la palabra del  Apóstol.

Después vino la escritura de fuego, el temple
del cuchillo relampagueando en las noches de la Sierra,
la apertura hacia la luz del trabajo voluntario
y, como una mano tibia que se tiende
para estrechar otra, el internacionalismo proletario.

Nadie podrá decir que es una flecha oscura nuestro nombre.
Nuestro pequeñísimo nombre que hoy atraviesa otras latitudes
en el atavío y el máuser de los compañeros que entre cánticos y espasmos
marchan hacia el amanecer de la armonía.

 

Nadie podrá decir que es una flecha oscura nuestro nombre.

 

 

De. Aguardiente, forever

Premio Casa de las Américas, 1978.

Por REDH-Cuba

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