Este fin de semana, divididos en tres grupos según los que entraban o salían de la zona roja, nuestros médicos y enfermeros visitaron dos museos emblemáticos de la ciudad de Turín: el de Cine, y el Egipcio. El primero se ubica en un edificio que es símbolo de la ciudad: la Mole Antonelliana. Levantada entre 1863 y 1889, su nombre traduce el hecho de que fue, en su tiempo, la construcción de albañilería más alta de Europa y por supuesto, del apellido de su arquitecto, Alessandro Antonelli. Hasta hace pocos años, era la edificación más alta de la ciudad, con sus 167, 5 metros de altura. Hoy la iguala (hay quien afirma que la supera y hay quien dice que no, que la nueva torre es un metro menor) un rascacielos –criticado por especialistas y turinenses sencillos–, ni tan alto ni tan hermoso, en representación del nuevo poder: uno de los mayores bancos de Italia.
La Mole es, literalmente, una mole, de estilo ecléctico y singular belleza. A sus pies, africanos indocumentados venden –como en otras ciudades europeas, ante monumentos similares–, reproducciones de metal o de cerámica de la edificación. Y como en otras ciudades, deben recoger rápidamente sus mercancías y “desaparecer”, cada vez que avistan a la policía. Un elevador de cristal, sostenido en el aire por fuertes cables, conduce a sus visitantes hasta el mirador: el punto desde el cual puede verse toda la ciudad. Pero los cubanos esta vez no pueden subir, la pandemia no aconseja la utilización del elevador, un espacio reducido y cerrado.
El 3 de diciembre de 2016, desde lo más alto, los muchachos de la Brigada de Amistad Gino Doné, de la Asociación de Amistad Italia Cuba y de la AICEC –que nos ha apoyado durante estos meses y que nos trae de la mano esta vez, como niños chiquitos, de visita a la ciudad–, dejaron caer una enorme tela, con un simple mensaje: “Hasta siempre, Fidel”. Este gesto fue recogido por la prensa italiana.
Pero el domingo, cuando recorríamos la exposición del Museo del Cine –fabulosa colección de las primeras técnicas que reproducían el movimiento, máquinas, fragmentos de películas, fotos, trajes utilizados por los actores, reconstrucción de sets, de ambientes, recuérdese que Turín fue una de las mecas del cine italiano–, su dirección anunció por audio: “señoras y señores, en estos momentos se encuentran visitando el museo los médicos y enfermeros de la Brigada cubana que vino hasta Turín a combatir la covid”. Y hubo quien durante el recorrido, nos dio las gracias.
El otro Museo, el Egipcio, ocupa un edificio, a un costado de la Plaza Carignano, donde radica el Palacio del mismo nombre que fuera sede del primer Parlamento que tuvo la República Italiana, en la época en la que Turín fue su capital. Es, dicen, el segundo de tema egipcio más grande y completo del mundo (después del que existe en El Cairo). Las piezas en exhibición son fabulosas, pero uno, que viene del Sur, no puede dejar de preguntarse por qué están aquí. Alguien dirá que cuando los egipcios modernos, envueltos en el atraso y la modorra, no comprendían la importancia de rescatar esas piezas, o simplemente no podían hacerlo, los buenos del Norte (exploradores, cazadores de fortuna, ladrones, arqueólogos), que eran los verdaderos herederos, no de la cultura egipcia, sino del esplendor imperial de los antiguos, se tomaron el asunto en sus manos. No me convence esa explicación. Cada pieza está “avalada” por documentos legales de compra, no necesariamente al Estado Egipcio, por supuesto, sino a quienes las habían sustraído de su territorio. Igual, disfrutamos del paseo y lo agradecemos.