Finalmente este 7 de noviembre se ha declarado un ganador oficial en las elecciones de Estados Unidos. Luego de cuatro días de tensa expectativa, con conteos de votos que iban increíblemente lentos, la balanza electoral parece inclinarse del lado del candidato demócrata.
Esta larga charada política ha sido seguida con gran expectativa en todo el mundo, por diversas razones. La política hostil e irreverente de Donald Trump ha impulsado y estimulado actitudes similares en países tan diversos como Brasil y Gran Bretaña. Una fuerte oleada de la línea dura derechista en el hemisferio occidental que, aunque ha tenido algunos tropiezos recientes, como el revés electoral en Bolivia, el triunfo apabullante del Apruebo en Chile, que fue en la práctica un gran voto de desapruebo no solo contra la constitución pinochetista sino contra el modelo económico y social que esta constitución pretendió sustentar, el desinfle y descrédito de la oposición en Venezuela, con el fantoche Guaidó cada vez más aislado, conserva sin embargo varias posiciones de fuerza, como la OEA o el Banco Interamericano de Desarrollo, sin contar con los países miembros del grupo de Lima y sus respectivos gobiernos. Todos estos proyectos de ultraderecha quizás no encuentren en Biden el respaldo que necesitan para seguir funcionando con la lógica que han funcionado hasta ahora.
Por otra parte, entre la izquierda, muchos miran con preferencia a un candidato que parece tener un enfoque menos hostil hacia la región y hacia los diversos proyectos alternativos que existen en ella. Esto a pesar de que Biden, en Florida, abrazó la línea dura, que en el caso de este estado sureño pasa por prometer que se hará todo lo posible por poner fin a las terribles dictaduras de Cuba y Venezuela.
Biden, como vicepresidente del primer presidente negro en la historia del país norteño, se benefició de la magnífica imagen de relaciones públicas que el smart power de Obama supo sembrar tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Aunque el “bondadoso” gobierno Obama-Biden, mirado de cerca, es más de lo mismo en política norteamericana, si supo darle un lavado de cara al ejecutivo y presentarlo como un gobierno que benefició mucho a los más vulnerables, particularmente a grupos étnicos como negros y latinos.
Este Biden, hombre gris de toda una vida en el establishment, famoso por ser un político excepcionalmente aburrido y mesurado, ahora promete hacerse cargo del complejo proceso de un país que parece al borde la recesión y la crisis, con infinidad de dificultades internas, que van desde el coronavirus, donde se rompe récord de infectados día sí y día también, el creciente déficit de la economía, que convierte a Estados Unidos en el país más endeudado del mundo, hasta la profunda fisura social, estimulada por un presidente que gobernó gracias y por los prejuicios de un determinado sector del electorado. Una nación donde más de sesenta millones de personas votaron por Donald Trump, a pesar de su manifiesto sexismo, racismo y xenofobia y a los cuales Biden promete que lograra unir junto con los casi setenta millones que votaron por él.
La charada, que ha sido la comidilla mediática de los últimos días, promete prolongarse, mientras el actual inquilino de la Casa Blanca agota todos los medios, publicitarios, políticos y legales para lograr que la decisión de las elecciones acabe en manos de una Corte Suprema que supone alineada con los intereses conservadores que él ha defendido.
Todo el espectáculo ha venido a reafirmar algo que muchos ya vienen señalando desde hace años: el carácter insuficiente del modelo electoral norteamericano y la necesidad de reformarlo. Pero a un nivel más profundo también evidencia la profunda crisis en que se encuentra sumido el modelo de democracia burguesa que tiene en la nación norteamericana uno de sus pilares y paradigmas.
En todas partes del mundo desarrollado y subdesarrollado, una clase trabajadora confusa vota por opciones que se presentan, de algún modo, como antisistema. Desde Trump hasta Bolsonaro, es evidente que hay un intento por negar a la clase política tradicional y a sus programas de gestión económica que, desde la década del ochenta, no han hecho más que debilitar a las clases medias burguesas y minar, por tanto, el sustento social del modelo capitalista vigente a escala planetaria.
La derechización actual que viven masivamente muchas sociedades es resultado de la crisis estructural de un sistema que, además, ha demonizado sostenidamente la opción política de izquierda, desde la más moderada hasta la más subversiva. Así, poblaciones hartas de cómo funcionan las cosas, pero educadas en un ferviente anticomunismo y, por extensión, antizquierdismo, ven en un exmilitar corrupto y vulgar o en un magnate sustentado bajo el mito del “self-made”, opciones lógicas para cambiar un sistema del cual ambos son excrecencias no antagónicas.
La otra gran verdad que nunca podemos perder de vista en las elecciones norteamericanas es que, no importan quién gane, los verdaderos intereses que mueven los hilos del poder en esa nación permanecen invariables. Esos no se someten a ningún control democrático, ven la lógica guerrerista e imperial como un gran negocio y son los que soportan y mantienen el actual sistema económico donde más de un centenar de países y sus poblaciones cargan con el costo ambiental y social del desarrollo, mientras menos de una veintena viven como paraísos de desarrollo y orden.
Teniendo esto claro, podemos disfrutar de una charada electoral que, como buen subproducto de la sociedad del espectáculo, promete violencia, intriga, lenguaje de adultos y mucha televisión.
Fuente: Blog Me Muero como Viví