No por azar se escogió el 20 de octubre como Día de la Cultura Cubana. Recuerdo con cuánto orgullo Armando Hart reiteraba la trascendencia de que la fecha en que se entonó por primera vez el Himno de Bayamo sirviera para rendir homenaje a los hombres y mujeres que protagonizan la vida cultural del país. Se había sintetizado así, de modo inmejorable –decía Hart–, la identificación orgánica entre nuestros creadores y los ideales patrióticos, antiesclavistas y anticoloniales de 1868, enriquecidos luego por Martí, Mella, Guiteras, Fidel.
La Revolución triunfante en 1959 recibió un apoyo entusiasta de la abrumadora mayoría de los artistas y escritores cubanos. Muchos, incluso, que vivían en el extranjero, regresaron a la Isla para sumarse a la edificación de un mundo nuevo.
Aunque la agresividad de EE.UU. empezó muy tempranamente, a través de presiones y amenazas, atentados, bombas, financiamiento de bandas armadas y una feroz campaña mediática, el gobierno revolucionario no descuidó la promoción de la cultura: fundó el Icaic, la Casa de las Américas, la Imprenta Nacional y la primera escuela de instructores de arte, y llevó adelante la Campaña de Alfabetización.
Según dijo Carpentier, habían terminado para el escritor cubano los tiempos de la soledad y comenzado los de la solidaridad. Y es que la Revolución formó un público masivo y ávido para las artes y las letras. Dio espacio, además, a las expresiones más genuinas y discriminadas de las tradiciones populares y a las búsquedas más audaces en los diversos géneros artísticos.
Incapaces de percibir los nexos tan hondos entre cultura y Revolución, los yanquis se empeñaron en organizar grupos de «disidentes» en los medios intelectuales; pero fracasaron una y otra vez.
El caso de Armando Valladares fue fruto de la desesperación: lo exhibieron ante el mundo como un poeta inválido prisionero de conciencia. Hasta le publicaron un poemario con gran publicidad y un título dramático: Desde mi silla de ruedas. Pero no era poeta ni paralítico (subió ágilmente la escalerilla del avión cuando fue indultado), tenía un pasado turbio como policía de la tiranía de Batista y había sido sancionado por actividades terroristas.
Ahora, muchos años después, presentan un supuesto «movimiento» (San Isidro), un supuesto rapero procesado por desacato y una supuesta huelga de hambre de una decena de supuestos «artistas jóvenes». Los respaldó una fuerte campaña en la prensa extranjera, en los medios digitales pagados para la subversión y en las redes sociales. Contaron con el apoyo inmediato de Pompeo, Marco Rubio, Almagro y otros personajes.
A través de las redes sociales, se gestó un clima enrarecido, con una intensa carga emocional, para suscitar expresiones de adhesión y apoyo moral ante una hipotética injusticia.
Como ha sido estudiado por muchos analistas, apelar a las emociones en las redes envuelve a la gente en comunidades sentimentales transitorias, y paraliza la capacidad para razonar, juzgar y verificar dónde están los límites entre la realidad y la ficción.
Muchos (la mayoría) de los que se congregaron el 27 de noviembre ante las puertas del Ministerio de Cultura estaban influidos por la atmósfera creada en las redes. Pocos conocían lo acontecido efectivamente en San Isidro y a sus protagonistas. Quizá algunos habían tenido una u otra mala experiencia y se sentían dolidos. Creo que querían honestamente dialogar con la institución.
Otros (una minoría) participaban con total conciencia en un plan contra la Revolución. Usaron las redes sociales para amplificar lo que allí sucedía y lo divulgaron de manera adulterada. Echaron a rodar noticias falsas en torno a una represión imaginaria que incluía gases lacrimógenos, gas pimienta y supuestas emboscadas contra los participantes. Sabían que estaban contribuyendo a justificar con mentiras las políticas de Trump contra su país. Solo les interesaba el «diálogo» para convertirlo en noticia, en show, y anotárselo como una victoria. Algunos necesitaban justificar el dinero que reciben.
Sin embargo, es necesario separar claramente la historieta de los marginales de San Isidro y lo sucedido en el Ministerio de Cultura. En el segundo caso, hay valiosos jóvenes que deben ser atendidos.
La política cultural de la Revolución ha abierto un espacio amplio y desprejuiciado para que los creadores puedan hacer su obra en total libertad. Es cierto que ha habido errores, incomprensiones y torpezas, pero el propio proceso revolucionario se ha encargado de rectificarlos.
Las instituciones, junto a la Uneac y a la Asociación Hermanos Saíz, se mantienen abiertas al debate franco con artistas y escritores. Si por alguna razón el diálogo se interrumpe, existen los canales de comunicación apropiados para retomarlo.
Es totalmente legítimo dialogar sobre cómo consolidar los vínculos entre creadores e instituciones, sobre manifestaciones experimentales del arte que aún no han sido suficientemente comprendidas, sobre la imprescindible función crítica de la creación artística, sobre el «todo vale» de la visión postmoderna, sobre la libertad de expresión y otros muchos temas.
Lo que no resulta legítimo es el irrespeto a la ley, la pretensión de emplear el chantaje contra las instituciones, ultrajar los símbolos de la patria, buscar notoriedad mediante la provocación, participar en acciones pagadas por los enemigos de la nación, colaborar con quienes trabajan para destruirla, mentir para sumarse al coro anticubano en las redes, atizar el odio.
En medio de la crisis mundial provocada por la pandemia y el neoliberalismo global, Cuba sufre al mismo tiempo un acoso sin precedentes de EE.UU. Por eso se ha escogido este momento para financiar espectáculos que ofrezcan una imagen desfigurada del país.
Todo creador que se acerque a las instituciones con objetivos legítimos encontrará interlocutores dispuestos a escucharlo y a apoyarlo. Con los farsantes no hay diálogo posible.